Desde la Revolución Francesa, y el nacimiento de los centros fabriles de finales del siglo XVIII, la historia de lo que luego llamaríamos movimiento obrero ha estado marcada por una constante: el progreso en la mejora de las condiciones de trabajo de quienes sólo podían ofrecer su mano de obra, su fuerza laboral. Esa historia está jalonada de luchas gloriosas, de pactos y conflictos, de batallas heroicas con victorias históricas y derrotas aleccionadoras. Las huelgas de Chicago de finales del siglo XIX nos dejaron las ocho horas de jornada máxima, pero la derrota de los mineros ingleses frente al Gobierno de la señora Thatcher, cien años después, arrastraron a los sindicatos británicos y anunciaron la crisis del sindicalismo local frente a la economía global. La dialéctica entre capital y trabajo está en el origen y en el eje de los debates ideológicos de estos dos últimos siglos. El marxismo, las experiencias comunistas, la socialdemocracia y hasta la doctrina social de la Iglesia beben de sus fuentes y se han nutrido de las fuertes pulsiones y de los grandes antagonismos que la caracterizan.
La aparición de los sindicatos aumentó considerablemente la capacidad de negociación y favoreció la mejora progresiva de las condiciones laborales. Mirando aquí cerca, bastaría recordar la importancia de la creación de UGT en las minas del hierro vizcaíno y su influencia en las grandes conquistas laborales de hace un siglo. Desde entonces, hasta finales del siglo XX, el mundo del trabajo ha conocido una progresión evidente. Desde el nacimiento de la Seguridad Social, que protege al trabajador «desde la cuna hasta la tumba» como decía Beveridge (enfermedad, invalidez, paro, jubilación), hasta el nacimiento de una rama del Derecho (el Derecho Laboral), nacida y desarrollada bajo el principio ‘pro-operario’, todo en el mundo laboral ha ido progresando hacia valores de justicia y de dignidad.
¿Sigue siendo cierto este progreso hoy en día? ¿De verdad podemos afirmar que esta constante de conquistas sociales y de mejora en las condiciones de trabajo se sigue produciendo? Hace sólo unos días, la OCDE publicó un informe deprimente. El 60% de los trabajadores en el mundo carece de un marco legal que los proteja. La organización cifra en 1.800 millones el número de trabajadores que se desenvuelven en la economía informal, un nivel récord. Lejos de disminuir, el peso de los trabajadores ‘en negro’ crecerá hasta representar dos tercios en 2020. El informe alerta sobre las desventajas que tiene el alza del empleo sumergido. La principal es la caída de los salarios en países pobres sin red de protección social. Las mujeres, que ocupan mayoritariamente los trabajos menos cualificados, son las más afectadas por este fenómeno, así como los jóvenes y los trabajadores de mayor edad. El empleo sumergido representa tres cuartas partes del total en el África subsahariana, más de dos tercios en el sur y sureste de Asia y la mitad en Latinoamérica, Oriente Próximo y el norte de África.
No, no es sólo una imagen del mundo en desarrollo. No se trata de un fenómeno de los países emergentes. La devaluación de las condiciones del trabajo es una incesante consecuencia de la globalización económica y afecta también a nuestro mundo occidental. La externalización productiva, es decir, la producción subcontratada en todo el mundo, arrastra a la baja los marcos laborales bajo los rigores de una competencia salvaje en los costes. Europa y el mundo occidental en general que habían logrado un equilibrio entre justicia y eficiencia competitiva, ven peligrar su futuro y sus propios Estados del bienestar económico si no se rinden y aceptan los nuevos paradigmas de la economía globalizada y de la competencia planetaria. Éstos, los nuevos paradigmas del mundo laboral en concreto, son tres palabras cargadas de significados económicos que han penetrado como caballos de Troya en el delicado universo de los equilibrios laborales: flexibilidad, desregulación e individualización.
Los mercados exigen flexibilidad y las empresas trasladan este concepto -irrebatible en términos económicos y competitivos- a las relaciones laborales. Flexibilidad para entrar y salir del empleo, flexibilidad en los horarios y en las jornadas laborales, flexibilidad o movilidad laboral, profesional o geográfica. En el reino de la flexibilidad, los derechos de los trabajadores resultan un obstáculo para la competitividad. Lo mismo ocurre con la fuerte presión desregulatoria que se ejerce desde las empresas, en beneficio -dicen- del empleo. Cuanto más desregulado sea el trabajo, más empleo se crea. Ésta es la ley maldita con la que nos marcan el camino las sociedades del pleno empleo. Traducido, desregular es liberalizar la relación laboral y dejarla libre de salarios mínimos, convenios colectivos, leyes de Derecho necesario, etcétera. Por último, la individualización de las relaciones laborales es una tendencia creciente en un modelo de producción cada vez más atomizado en pequeñas empresas que, en una cadena infinita de subcontratación, han fragmentado las grandes empresas y los viejos centros fabriles. En la nueva economía ‘de pymes y oficinas urbanas’ la contratación se individualiza y se procura evitar la interlocución colectiva.
Es un mundo laboral devaluado. Es una quiebra crecientemente preocupante de las tendencias sobre las que habíamos construido nuestro mundo laboral a lo largo del pasado siglo que exige, a mi juicio, un replanteamiento profundo de este espacio vital que es el trabajo. Las cifras de paro que está provocando la peor crisis económica que hemos conocido en los últimos setenta años no ayudan a esta reconquista. El paro, principalmente en sectores de poca cualificación profesional, precisamente en los que la presión de la inmigración laboral es más frecuente e intensa, se convierte en una nueva palanca hacia la degradación de salarios y condiciones de trabajo en general.
Este preocupante panorama no es definitivo ni irreversible. La conciencia mundial hacia la justicia sociolaboral no para de crecer, tanto en los países desarrollados como en los emergentes. En el corazón de las gentes, desde Lima hasta Bangkok, desde la Patagonia hasta el río Bravo, sigue latiendo una irresistible pulsión de dignidad y justicia en el trabajo, y el capitalismo no podrá refundarse si no es sobre estas bases elementales de relación laboral. Si la sostenibilidad es una exigencia de cualquier negocio, si la responsabilidad social de las empresas es una condición de competitividad, si los expertos y los dirigentes máximos de los grandes países están redefiniendo las reglas de los mercados financieros, si se habla incluso de la reformulación del capitalismo, la revisión de los mercados laborales hacia la dignidad laboral, el trabajo decente y la justicia social no podrá ser olvidada. No por casualidad, la OIT ha establecido como bandera de sus reivindicaciones frente a la economía global una expresión que cobra actualidad en plena crisis del empleo: el trabajo decente.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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