Por Manuel Cruz es catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metropolis (EL PAÍS, 28/04/09):
La extraña historia de Benjamin Button es la historia de un tipo que recorre el tiempo a contracorriente, de la vejez hacia la infancia. Si hubiéramos de hacer caso a Mark Twain, “la vida sería infinitamente más feliz si uno pudiera nacer a la edad de 80 años y gradualmente acercarse a los 18″, pero la verdad es que cuando uno ve esta adaptación a la pantalla del cuento del mismo título de F. Scott Fitzgerald la cosa no le queda tan clara (a pesar de que la cita de Twain constituyera su fuente de inspiración).
En todo caso, y antes de entrar en otras consideraciones, vale la pena señalar que el artificio narrativo del gran novelista norteamericano le permite ir considerando las diferentes experiencias que constituyen el entramado básico de la vida humana, desde el otro lado, desde el envés del devenir, adentrándose en aquello de lo que el resto de personas se va despidiendo a medida que transcurre su existencia. Por eso, porque se trata de una historia sobre la vida, cada espectador destaca o subraya aquellos aspectos de la misma que más le han impactado. A la salida del cine, se pueden escuchar los comentarios de diferentes espectadores que colocan unos el centro de gravedad del relato sobre la muerte, otros sobre la vejez, los terceros sobre nuestras equivocadas percepciones de los diversos estadios del existir, sin faltar quienes lo hacen sobre el amor o sobre la fugacidad de los afectos.
Probablemente todos tengan una parte de razón, porque de todo eso habla la película. Es cierto, por ejemplo, que el personaje de una anciana le dice al Benjamín anciano/niño: “Uno tiene que poder ver morir a sus seres queridos pues es la única manera de darse cuenta de la verdadera importancia que tienen en nuestras vidas”, subrayando la importancia de la experiencia de la muerte. Pero tal vez lo más sugestivo de esta historia tenga que ver con la luz que arroja sobre nuestra propia sombra, sobre ese signo de nuestro devenir que nunca sometemos a reflexión porque constituye la condición de posibilidad de cuanto nos pasa, sobre esa dirección que parecen seguir nuestras existencias y que incluso los más recalcitrantes escépticos dan por descontada.
De hecho, la madre adoptiva de Benjamin Button parece creerlo cuando, para tranquilizar a su hijo, preocupado en medio de la noche por su extraña singularidad, le dice: “Todos vamos en la misma dirección, sólo que por distinto camino”. La frase constituye en cierto modo el marco general de interpretación, marco en cuyo interior podemos inscribir otras afirmaciones. Así, en una escena particularmente hermosa y delicada, en la que los amantes -por poco tiempo con la misma edad- se cruzan confidencias atemorizadas por el futuro que les deparará su inexorable alejamiento, ella le pregunta a él: “¿Me seguirás queriendo cuando tenga arrugas?”, a lo que él responde: “¿Me seguirás queriendo cuando tenga acné?”.
Podría pensarse, entonces, en una cierta simetría, en una peculiar equivalencia (”todos acabamos con pañales” declara también un personaje en otro momento de la película) que desmentiría la ilusionada fantasía de Mark Twain. Pero quizá incluso esta interpretación, en cierto modo destacada en el propio filme, pasa por alto un elemento fundamental. La finitud de Benjamin Button no es como la de cualquier otro mortal, sólo que al revés. Su muerte es más fatal, más inexorable (siéndolo todas) que la del resto de seres humanos. Porque su muerte tiene fecha fija. En el momento en el que nace, con una determinada edad, ya conoce la fecha de su fin. No es una existencia, desde ese punto de vista, abierta, sino cerrada. Nace con lo que tiene que vivir ya contabilizado: con todas sus arrugas, con todo su deterioro a cuestas. Un deterioro del que sólo aparentemente se liberará, porque su viaje hacia la juventud es también un viaje hacia la muerte. En ese sentido, al tener determinada la fecha en la que todo termina, el tiempo de vida de que dispone es, casi literalmente, un tiempo de descuento. Contraviene de esta manera el conocido proverbio chino: “Nadie es tan viejo que no pueda vivir un año más, ni tan joven que no pueda morir al día siguiente”.
Aunque no es menos cierto que asimismo tenemos derecho a pensar que el Benjamin Button de la ficción se debió despedir de la vida (acaso fuera ése su único privilegio) con mejor sabor de boca que el resto de mortales. La sensación de fugacidad del tiempo, como es sabido, se acrecienta con la edad. Frente a esta sensación, en cierto modo resumible en aquella frase “ah, pero ¿ya está?” que pronunció alguien en la inminencia de su muerte, acaso al pobre Benjamin Button le quedara el pequeño consuelo de sentir como, conforme se acercaba a su final, todo se hacía más lento. Y también, por qué no decirlo, más dulce, más amoroso. Como ese bebé que cierra sus ojos, sonriente y complacido, en el plano con el que concluye este filme. Me disculparán la deformación profesional, pero, al verlo, no pude evitar acordarme de las últimas palabras de Wittgenstein: “Digan a mis amigos que he tenido una vida maravillosa”. Impresiona imaginarse estas palabras en la boca de un recién nacido.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La extraña historia de Benjamin Button es la historia de un tipo que recorre el tiempo a contracorriente, de la vejez hacia la infancia. Si hubiéramos de hacer caso a Mark Twain, “la vida sería infinitamente más feliz si uno pudiera nacer a la edad de 80 años y gradualmente acercarse a los 18″, pero la verdad es que cuando uno ve esta adaptación a la pantalla del cuento del mismo título de F. Scott Fitzgerald la cosa no le queda tan clara (a pesar de que la cita de Twain constituyera su fuente de inspiración).
En todo caso, y antes de entrar en otras consideraciones, vale la pena señalar que el artificio narrativo del gran novelista norteamericano le permite ir considerando las diferentes experiencias que constituyen el entramado básico de la vida humana, desde el otro lado, desde el envés del devenir, adentrándose en aquello de lo que el resto de personas se va despidiendo a medida que transcurre su existencia. Por eso, porque se trata de una historia sobre la vida, cada espectador destaca o subraya aquellos aspectos de la misma que más le han impactado. A la salida del cine, se pueden escuchar los comentarios de diferentes espectadores que colocan unos el centro de gravedad del relato sobre la muerte, otros sobre la vejez, los terceros sobre nuestras equivocadas percepciones de los diversos estadios del existir, sin faltar quienes lo hacen sobre el amor o sobre la fugacidad de los afectos.
Probablemente todos tengan una parte de razón, porque de todo eso habla la película. Es cierto, por ejemplo, que el personaje de una anciana le dice al Benjamín anciano/niño: “Uno tiene que poder ver morir a sus seres queridos pues es la única manera de darse cuenta de la verdadera importancia que tienen en nuestras vidas”, subrayando la importancia de la experiencia de la muerte. Pero tal vez lo más sugestivo de esta historia tenga que ver con la luz que arroja sobre nuestra propia sombra, sobre ese signo de nuestro devenir que nunca sometemos a reflexión porque constituye la condición de posibilidad de cuanto nos pasa, sobre esa dirección que parecen seguir nuestras existencias y que incluso los más recalcitrantes escépticos dan por descontada.
De hecho, la madre adoptiva de Benjamin Button parece creerlo cuando, para tranquilizar a su hijo, preocupado en medio de la noche por su extraña singularidad, le dice: “Todos vamos en la misma dirección, sólo que por distinto camino”. La frase constituye en cierto modo el marco general de interpretación, marco en cuyo interior podemos inscribir otras afirmaciones. Así, en una escena particularmente hermosa y delicada, en la que los amantes -por poco tiempo con la misma edad- se cruzan confidencias atemorizadas por el futuro que les deparará su inexorable alejamiento, ella le pregunta a él: “¿Me seguirás queriendo cuando tenga arrugas?”, a lo que él responde: “¿Me seguirás queriendo cuando tenga acné?”.
Podría pensarse, entonces, en una cierta simetría, en una peculiar equivalencia (”todos acabamos con pañales” declara también un personaje en otro momento de la película) que desmentiría la ilusionada fantasía de Mark Twain. Pero quizá incluso esta interpretación, en cierto modo destacada en el propio filme, pasa por alto un elemento fundamental. La finitud de Benjamin Button no es como la de cualquier otro mortal, sólo que al revés. Su muerte es más fatal, más inexorable (siéndolo todas) que la del resto de seres humanos. Porque su muerte tiene fecha fija. En el momento en el que nace, con una determinada edad, ya conoce la fecha de su fin. No es una existencia, desde ese punto de vista, abierta, sino cerrada. Nace con lo que tiene que vivir ya contabilizado: con todas sus arrugas, con todo su deterioro a cuestas. Un deterioro del que sólo aparentemente se liberará, porque su viaje hacia la juventud es también un viaje hacia la muerte. En ese sentido, al tener determinada la fecha en la que todo termina, el tiempo de vida de que dispone es, casi literalmente, un tiempo de descuento. Contraviene de esta manera el conocido proverbio chino: “Nadie es tan viejo que no pueda vivir un año más, ni tan joven que no pueda morir al día siguiente”.
Aunque no es menos cierto que asimismo tenemos derecho a pensar que el Benjamin Button de la ficción se debió despedir de la vida (acaso fuera ése su único privilegio) con mejor sabor de boca que el resto de mortales. La sensación de fugacidad del tiempo, como es sabido, se acrecienta con la edad. Frente a esta sensación, en cierto modo resumible en aquella frase “ah, pero ¿ya está?” que pronunció alguien en la inminencia de su muerte, acaso al pobre Benjamin Button le quedara el pequeño consuelo de sentir como, conforme se acercaba a su final, todo se hacía más lento. Y también, por qué no decirlo, más dulce, más amoroso. Como ese bebé que cierra sus ojos, sonriente y complacido, en el plano con el que concluye este filme. Me disculparán la deformación profesional, pero, al verlo, no pude evitar acordarme de las últimas palabras de Wittgenstein: “Digan a mis amigos que he tenido una vida maravillosa”. Impresiona imaginarse estas palabras en la boca de un recién nacido.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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