Las diferencias entre la mentalidad religiosa y la científica son de sobra conocidas, pero merece la pena recordarlas. Para la aproximación religiosa la dirección habitual es la siguiente: primero las explicaciones, después los hechos. La verdad se encuentra ya decretada por alguna instancia autorizada y es la realidad la que tiene que amoldarse a ella. Las explicaciones se denominan dogmas y exigen del fiel el único mecanismo psicológico capaz de sostenerlas: fe. Por lo demás, tales dogmas se ocupan de zanjar problemas mayúsculos, relativos a la vida, la muerte, el sentido de las cosas, el origen del mundo, etcétera.
Infinitamente más modesta, la mentalidad científica se enfrenta a los hechos e intenta hallar una explicación razonable (esto es: comprobable o al menos verosímil) para los mismos. No solicita fe, sino pruebas o razones. No alega estar en posesión de verdad sobrenatural alguna, se sabe humana y por tanto rebatible, dispuesta siempre a dejar paso a una mejor explicación. Vive en la provisionalidad y no en la certeza, dependiendo de una instancia -la razón- que funciona corrigiéndose a sí misma en un proceso de búsqueda inacabable. Por supuesto, calla ante las grandes preguntas que la religión responde, pues sabe que caen por completo fuera de sus capacidades.
Estas diferencias de enfoque salen a la luz de modo cristalino en la cuestión del aborto. La jerarquía católica afirma que en el instante mismo de la fecundación surge un nuevo ser humano. Para establecerlo así se acude a un elemento absolutamente metafísico e impermeable a los hechos: el alma. Ahí tenemos el dogma de fe. Y conviene no mezclar las cosas. El manifiesto en el que 300 científicos afirman que el cigoto es ya un ser humano no es un documento científico sino religioso. Por eso se publica en los semanarios parroquiales y no en ‘Science’ o ‘Nature’. No se trata de 300 científicos, sino de 300 católicos que trabajan en ciencia y que envuelven los dogmas de su religión con terminología biológica. La ciencia no puede pronunciarse sobre una cuestión metafísica. De nuevo y como siempre, al César lo que es del César.
Lo que sí puede hacer la ciencia es ofrecer elementos, razones y evidencias que nos permitan a los ciudadanos autónomos formarnos una opinión, perfectamente falible, al respecto. Un hecho científico es que el cigoto carece de desarrollo cerebral y es por tanto incapaz de autoconciencia, esto es, incapaz de sentir o padecer. Por ello, los que consideramos que la humanidad, lo específicamente humano, tiene que ver necesariamente con la autoconciencia y la capacidad de sentir, discrepamos de la postura que la jerarquía católica mantiene al respecto.
También es un hecho científico que, ya desde la fecundación, el nuevo ser alberga en su ADN toda la información genética que le permitirá llegar a ser un ser humano único y diferenciado. Pero este hecho no implica necesariamente que el cigoto sea ya un ser humano. De hecho, lo único que tal evidencia viene a hacer es arropar con terminología genética la vieja distinción aristotélica entre ser en acto y ser en potencia, nada más. Y es aquí, claro, donde el citado manifiesto deja de ser científico y se torna religioso.
Así que la ciencia ha de callar, pero nosotros nos encontramos, como hace poco defendía en estas mismas páginas José María Ruiz Soroa, obligados a emitir un juicio al respecto. Un juicio que ha de ser, entonces, moral -si se examina a título individual- y político -cuando se transforme en ley colectiva-. Y para que tal juicio se acometa con las debidas garantías es indispensable la deliberación pública. Una deliberación que sólo es posible si partimos del supuesto de que no nos hallamos en posesión de verdad natural alguna, sino que -muy al contrario- hemos de construir tal verdad entre todos. Y revisarla cada cierto tiempo, pues resultaría insensato dictaminar que la verdad que acordemos es ya infalible.
La jerarquía católica tiene el derecho y el deber de intentar convencernos de sus tesis, pero una amplia mayoría sencillamente no las respalda. Y es fácil ver por qué. Si el aborto es un asesinato, entonces todas las mujeres que lo practiquen han de ser juzgadas y encarceladas, y con ellas los médicos y los familiares que en su caso les hubieran ayudado, encubridores o colaboradores de un asesinato. Si a ello añadimos además la prohibición de anticonceptivos, otro dogma de la jerarquía, parece inevitable ir pensando en ampliar el número de cárceles. Y el de tumbas, para las mujeres que morirán en abortos clandestinos. La receta resulta cualquier cosa menos razonable.
El aborto es un problema que todas las sociedades han de enfrentar de una u otra manera. Lo último que el debate necesita son fundamentalistas enarbolando dogmas religiosos y lugares comunes sin atender ni por un momento a las consecuencias de los mismos. Necesitamos matices, no verdades reveladas. Necesitamos enfrentar el problema, no situarnos en dos bandos enfrentados dedicados a radicalizar sus posturas y las del auditorio, aunque eso sea lo que, de inmediato, ha conseguido el sectarismo mediático dominante y la perversión medioambiental de lo político.
Contra lo que se vocifera, el proyecto de Ley de Plazos tiene también, junto a elementos francamente mejorables, aspectos que la mentalidad contraria al aborto ha de considerar por fuerza positivos frente a la situación actual. El daño psíquico para la madre, razón alegada en el 97% de los abortos practicados en España, ni está ni puede estar sometido a plazo temporal alguno. Esa circunstancia ha provocado que algunas españolas tarden en dar el paso y que no pocas extranjeras vengan aquí a interrumpir su embarazo tardío, resultando en ambos casos que el feto tenga 22 semanas o más y se encuentre ya considerablemente formado. Esos casos son relativamente pocos, pues la inmensa mayoría de las interrupciones suceden en las primeras semanas. Pero, con la nueva ley, es de esperar que desaparezcan, porque -al menos en teoría- se pondría fin a la actual expedición rutinaria de avales por parte de los psicólogos. Una práctica que hace, además, que en la práctica exista hoy y ahora en España algo muy parecido al aborto libre.
Por esas y otras razones (liberar a las mujeres de toda tutela ajena a la hora de tomar su decisión, garantizar una indispensable seguridad jurídica para los médicos, etcétera) los que ni comulgamos con las ruedas de molino de la jerarquía católica ni consideramos que la solución consiste en que la madre pueda disponer durante los nueve meses de la vida del feto podemos ver ahí una salida legal razonable a un trauma que, conviene recordarlo, como mejor se combate es siempre mediante la prevención y la información previas, y nunca con dogmatismos de uno u otro curso.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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