Por Jiri Pehe, politólogo y antiguo consejero jefe del ex presidente checo Václav Havel. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 17/04/09):
La inestabilidad política y económica imperante en la mayoría de los antiguos países comunistas que entraron en la Unión Europea en 2004 suscita con razón inquietud en la vertiente occidental de Europa. El derrumbe político o económico de alguno de los nuevos países miembros podría desatar una reacción en cadena, no sólo en esa región, sino en el conjunto de la Unión. Aunque la crisis económica mundial centra principalmente la atención de las democracias europeo-occidentales en los aspectos económicos y financieros de los crecientes problemas que experimenta la Europa Oriental y Central, en realidad, la raíz de los problemas es política. O, por así decirlo, radica en un choque entre cultura e instituciones.
Todos los antiguos satélites soviéticos que entraron en la UE en 2004 experimentaron procesos de modernización institucional de los más rápidos y sorprendentes de la historia. Del comunismo salieron con regímenes políticos autoritarios, economías centralizadas y burocracias ineficientes. Entre mediados de la década de 1990, cuando esos países solicitaron su admisión en la UE, y 2002, año en el que finalizó el proceso de adhesión, tuvieron lugar inauditos procesos de transformación, que convirtieron regímenes económicos centralizados en economías de mercado modernas e instituciones políticas antidemocráticas e ineficientes en instituciones democráticas basadas en el Estado de derecho.
La UE desempeñó un importante papel en esos cambios, proporcionando experiencia y orientación. Como para las élites más importantes de Europa Oriental la entrada en la UE era el objetivo definitivo, cuando fue necesario, ésta también pudo ejercer presiones para que los países aspirantes siguieran sus recomendaciones.
No cabe duda de que la transformación institucional, según las directrices de la UE, fue un gran éxito, que sin embargo también tuvo su cara oculta. Al igual que en otras partes del mundo en las que regímenes autoritarios se han convertido en democracias, los cambios institucionales, por complejos que fueran, han resultado más fáciles que la transformación de la cultura política y, en general, de la cultura. Dicho de otro modo, los cambios institucionales fueron más rápidos y complejos que los sufridos por la mentalidad popular.
Después de la creación de Checoslovaquia en 1918, el presidente del país, Tomas G. Masaryk, declaró en una ocasión: “Ahora tenemos una democracia, pero no demócratas”. Pasados 90 años, éste sigue siendo un problema en una región que poca o ninguna experiencia democrática había tenido hasta 1989.
Hasta cierto punto, 20 años después de la caída del comunismo, los miembros postcomunistas de la UE siguen siendo “democracias sin demócratas”. Aunque superficialmente se parecen a cualquier otro miembro europeo-occidental de la Unión -eso sí, quizá un poco más pobres-, en el fondo, siguen padeciendo una considerable escasez de cultura democrática.
Este contraste entre el rápido avance institucional y la lentitud de los cambios relativos a la mentalidad de la población ha tenido numerosas consecuencias negativas. Su primer impacto pudo apreciarse poco después de que ocho países ex comunistas fueran oficialmente admitidos en la UE en mayo de 2004. Los Gobiernos de varios de ellos no tardaron en venirse abajo, permitiendo que se impusieran políticos populistas, mientras comenzaba a cundir la idea de que el proceso de transformaciones ya había finalizado. Por otra parte, muchos creían que los aspirantes a la UE habían pagado un precio muy caro.
En la mayoría de esos países, el panorama político no tardó en convertirse en un polarizado campo de batalla, del que habían desaparecido los objetivos antes comunes, principalmente, la adhesión a la UE. En gran parte de los países de esa zona, la actitud imperante (que podría resumirse en “hemos pagado el precio, ahora nos toca relajarnos”) se vio acompañada de un retorno a la irresponsabilidad fiscal.
Otro aspecto evidente de este cambio de mentalidad posterior al ingreso es el relativo a los problemas que algunos países -Polonia y la República Checa- le han venido causando a la UE. Actitudes que no sólo se han visto azuzadas por la reaparición de pasiones nacionalistas -sumergidas durante el proceso de adhesión-, sino por las declaraciones de políticos populistas que dicen que sus países no necesitan comportarse como alumnos que obedecen a sus profesores.
Poco importa que esta concepción de la igualdad prescinda totalmente del hecho de que, durante los años venideros, estos países recibirán de otros más avanzados de la Unión considerables cantidades de dinero en concepto de fondos estructurales y otras formas de asistencia.
La ausencia de cultura democrática de las zonas postcomunistas se ha manifestado principalmente en la falta de disposición de algunas élites políticas europeo-orientales a buscar acuerdos y/o a respetarlos una vez alcanzados. Buen ejemplo es el debate registrado en la República Checa sobre el Tratado de Lisboa. Dicho documento se negoció y firmó después de que a Polonia y la República Checa, en concreto, se les convenciera de que renunciaran a algunas de sus radicales exigencias. Con todo, a pesar de que el primer ministro checo Mirek Topolanek firmó el tratado en nombre de su país, su formación, el conservador Partido Democrático Ciudadano, que dirigía el Gobierno, no se sintió comprometido a refrendarlo. El presidente Václav Klaus, fundador y presidente honorario de dicho partido hasta diciembre de 2008, ejerce su influencia para que no se apruebe el Tratado de Lisboa.
Parece que la causante de algunos de los problemas que hoy apreciamos en Europa Oriental es la excesiva confianza que han depositado los políticos y las instituciones financieras de Occidente en la “fachada” adoptada, con la ayuda de la UE, por las decrépitas estructuras de las sociedades del Este. Ésta es la razón, por ejemplo, de que algunos bancos occidentales concedieran préstamos enormes en la región, sin averiguar si las economías de esos países eran estructuralmente sólidas y sin preguntarse si no estaban ayudando a crear burbujas financieras y económicas.
Volvemos, pues, a las diferencias ya mencionadas entre instituciones y cultura. Aunque los países de la región parecían socios perfectos desde el punto de vista institucional, ofreciendo incluso acusadas ventajas mercantiles -como sus reducidos costes laborales-, desde luego no podían compararse con sus colegas occidentales en lo tocante a su cultura democrática. En épocas de crisis, la ausencia de una auténtica cultura de esa índole se convierte en un grave obstáculo, porque los políticos, en lugar de buscar consensos y soluciones generales, suelen acentuar los problemas.
En los últimos tiempos podemos encontrar un ejemplo de esta clase de comportamiento en la República Checa, donde el Gobierno fue derribado por la oposición (con la ayuda de los aliados del presidente Klaus) en plena presidencia checa de la UE. Hoy un país que debería concentrarse en dirigir la Unión y solucionar la crisis económica, no tiene un Gobierno estable y Europa carece de liderazgo. De nuevo, los políticos locales anteponen sus luchas internas y sus intereses provincianos a problemas generales y de mayor relevancia.
Europa Occidental no se puede permitir la caída de ninguno de los países de la región que se enfrentan a graves problemas económicos. Pero, al mismo tiempo, los Gobiernos de los países con dificultades más graves deben saber que lo que las naciones más ricas de la UE esperan de ellos es responsabilidad. Si alguno necesita que lo saquen del atolladero, tendrá que aceptar condiciones difíciles.
Lo mismo puede decirse sobre las recomendaciones de aquellos que propugnan la entrada de los países de la Europa Central y Oriental en la Eurozona a la mayor brevedad, incluso sin cumplir los requisitos de Maastricht. Hasta cierto punto esto es razonable, ya que, entre los nuevos miembros, el carácter relativamente estricto de las normas de la zona euro reduciría su margen de maniobra para tomar decisiones financieras irresponsables. Pero si llegara a barajarse seriamente tal medida, está claro que tendrá que ir acompañada de exigencias rigurosas, parecidas a las que los nuevos miembros tuvieron que cumplir para entrar en la UE.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La inestabilidad política y económica imperante en la mayoría de los antiguos países comunistas que entraron en la Unión Europea en 2004 suscita con razón inquietud en la vertiente occidental de Europa. El derrumbe político o económico de alguno de los nuevos países miembros podría desatar una reacción en cadena, no sólo en esa región, sino en el conjunto de la Unión. Aunque la crisis económica mundial centra principalmente la atención de las democracias europeo-occidentales en los aspectos económicos y financieros de los crecientes problemas que experimenta la Europa Oriental y Central, en realidad, la raíz de los problemas es política. O, por así decirlo, radica en un choque entre cultura e instituciones.
Todos los antiguos satélites soviéticos que entraron en la UE en 2004 experimentaron procesos de modernización institucional de los más rápidos y sorprendentes de la historia. Del comunismo salieron con regímenes políticos autoritarios, economías centralizadas y burocracias ineficientes. Entre mediados de la década de 1990, cuando esos países solicitaron su admisión en la UE, y 2002, año en el que finalizó el proceso de adhesión, tuvieron lugar inauditos procesos de transformación, que convirtieron regímenes económicos centralizados en economías de mercado modernas e instituciones políticas antidemocráticas e ineficientes en instituciones democráticas basadas en el Estado de derecho.
La UE desempeñó un importante papel en esos cambios, proporcionando experiencia y orientación. Como para las élites más importantes de Europa Oriental la entrada en la UE era el objetivo definitivo, cuando fue necesario, ésta también pudo ejercer presiones para que los países aspirantes siguieran sus recomendaciones.
No cabe duda de que la transformación institucional, según las directrices de la UE, fue un gran éxito, que sin embargo también tuvo su cara oculta. Al igual que en otras partes del mundo en las que regímenes autoritarios se han convertido en democracias, los cambios institucionales, por complejos que fueran, han resultado más fáciles que la transformación de la cultura política y, en general, de la cultura. Dicho de otro modo, los cambios institucionales fueron más rápidos y complejos que los sufridos por la mentalidad popular.
Después de la creación de Checoslovaquia en 1918, el presidente del país, Tomas G. Masaryk, declaró en una ocasión: “Ahora tenemos una democracia, pero no demócratas”. Pasados 90 años, éste sigue siendo un problema en una región que poca o ninguna experiencia democrática había tenido hasta 1989.
Hasta cierto punto, 20 años después de la caída del comunismo, los miembros postcomunistas de la UE siguen siendo “democracias sin demócratas”. Aunque superficialmente se parecen a cualquier otro miembro europeo-occidental de la Unión -eso sí, quizá un poco más pobres-, en el fondo, siguen padeciendo una considerable escasez de cultura democrática.
Este contraste entre el rápido avance institucional y la lentitud de los cambios relativos a la mentalidad de la población ha tenido numerosas consecuencias negativas. Su primer impacto pudo apreciarse poco después de que ocho países ex comunistas fueran oficialmente admitidos en la UE en mayo de 2004. Los Gobiernos de varios de ellos no tardaron en venirse abajo, permitiendo que se impusieran políticos populistas, mientras comenzaba a cundir la idea de que el proceso de transformaciones ya había finalizado. Por otra parte, muchos creían que los aspirantes a la UE habían pagado un precio muy caro.
En la mayoría de esos países, el panorama político no tardó en convertirse en un polarizado campo de batalla, del que habían desaparecido los objetivos antes comunes, principalmente, la adhesión a la UE. En gran parte de los países de esa zona, la actitud imperante (que podría resumirse en “hemos pagado el precio, ahora nos toca relajarnos”) se vio acompañada de un retorno a la irresponsabilidad fiscal.
Otro aspecto evidente de este cambio de mentalidad posterior al ingreso es el relativo a los problemas que algunos países -Polonia y la República Checa- le han venido causando a la UE. Actitudes que no sólo se han visto azuzadas por la reaparición de pasiones nacionalistas -sumergidas durante el proceso de adhesión-, sino por las declaraciones de políticos populistas que dicen que sus países no necesitan comportarse como alumnos que obedecen a sus profesores.
Poco importa que esta concepción de la igualdad prescinda totalmente del hecho de que, durante los años venideros, estos países recibirán de otros más avanzados de la Unión considerables cantidades de dinero en concepto de fondos estructurales y otras formas de asistencia.
La ausencia de cultura democrática de las zonas postcomunistas se ha manifestado principalmente en la falta de disposición de algunas élites políticas europeo-orientales a buscar acuerdos y/o a respetarlos una vez alcanzados. Buen ejemplo es el debate registrado en la República Checa sobre el Tratado de Lisboa. Dicho documento se negoció y firmó después de que a Polonia y la República Checa, en concreto, se les convenciera de que renunciaran a algunas de sus radicales exigencias. Con todo, a pesar de que el primer ministro checo Mirek Topolanek firmó el tratado en nombre de su país, su formación, el conservador Partido Democrático Ciudadano, que dirigía el Gobierno, no se sintió comprometido a refrendarlo. El presidente Václav Klaus, fundador y presidente honorario de dicho partido hasta diciembre de 2008, ejerce su influencia para que no se apruebe el Tratado de Lisboa.
Parece que la causante de algunos de los problemas que hoy apreciamos en Europa Oriental es la excesiva confianza que han depositado los políticos y las instituciones financieras de Occidente en la “fachada” adoptada, con la ayuda de la UE, por las decrépitas estructuras de las sociedades del Este. Ésta es la razón, por ejemplo, de que algunos bancos occidentales concedieran préstamos enormes en la región, sin averiguar si las economías de esos países eran estructuralmente sólidas y sin preguntarse si no estaban ayudando a crear burbujas financieras y económicas.
Volvemos, pues, a las diferencias ya mencionadas entre instituciones y cultura. Aunque los países de la región parecían socios perfectos desde el punto de vista institucional, ofreciendo incluso acusadas ventajas mercantiles -como sus reducidos costes laborales-, desde luego no podían compararse con sus colegas occidentales en lo tocante a su cultura democrática. En épocas de crisis, la ausencia de una auténtica cultura de esa índole se convierte en un grave obstáculo, porque los políticos, en lugar de buscar consensos y soluciones generales, suelen acentuar los problemas.
En los últimos tiempos podemos encontrar un ejemplo de esta clase de comportamiento en la República Checa, donde el Gobierno fue derribado por la oposición (con la ayuda de los aliados del presidente Klaus) en plena presidencia checa de la UE. Hoy un país que debería concentrarse en dirigir la Unión y solucionar la crisis económica, no tiene un Gobierno estable y Europa carece de liderazgo. De nuevo, los políticos locales anteponen sus luchas internas y sus intereses provincianos a problemas generales y de mayor relevancia.
Europa Occidental no se puede permitir la caída de ninguno de los países de la región que se enfrentan a graves problemas económicos. Pero, al mismo tiempo, los Gobiernos de los países con dificultades más graves deben saber que lo que las naciones más ricas de la UE esperan de ellos es responsabilidad. Si alguno necesita que lo saquen del atolladero, tendrá que aceptar condiciones difíciles.
Lo mismo puede decirse sobre las recomendaciones de aquellos que propugnan la entrada de los países de la Europa Central y Oriental en la Eurozona a la mayor brevedad, incluso sin cumplir los requisitos de Maastricht. Hasta cierto punto esto es razonable, ya que, entre los nuevos miembros, el carácter relativamente estricto de las normas de la zona euro reduciría su margen de maniobra para tomar decisiones financieras irresponsables. Pero si llegara a barajarse seriamente tal medida, está claro que tendrá que ir acompañada de exigencias rigurosas, parecidas a las que los nuevos miembros tuvieron que cumplir para entrar en la UE.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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