Por Fernando Sánchez Dragó, escritor (EL MUNDO, 16/03/11):
Vale el título y por eso lo mantengo, pero se me ocurren otros, coincidentes, a condición de que también vayan entre signos de interrogación… El crepúsculo de Amaterasu, por ejemplo, o El ocaso.
Los dos aluden a la heliolatría aún vigente en uno de los países del mundo donde más llueve. El sol es un bien escaso en Japón. Amanece tarde y anochece pronto. Tres estaciones son húmedas a más no poder: nieve, nubes, chaparrones, calabobos… Sólo en otoño asoma, siempre discreto, el astro.
Sorprende que precisamente allí se atribuya a una diosa solar, como lo es la citada, la fundación del Mikado.
Osamu Dazai, espléndido novelista cuyo atroz pesimismo lo llevó a intentar suicidarse en seis ocasiones, hasta que a la séptima se salió con la suya arrojándose en compañía de su amante al río Tama de Tokio el día en que cumplía treinta y nueve años, llamó El ocaso a una de las dos obras maestras por él legadas a la posteridad.
Sucedió eso en 1948. Mishima, que era más joven, siguió su ejemplo, aunque de distinto modo, veintidós años después. Los dos fueron víctimas de la desmoralización generada en todo el país por la derrota ante el hoy amigo americano y por la metamorfosis del emperador en un mísero ser de carne y hueso.
La segunda obra maestra de Dazai se llamaba Indigno de ser humano. Mishima, aunque no lo hizo, podría haber escrito un ensayo sobre Hirohito que llevase el título de Indigno de ser divino.
Es curioso… A los occidentales (perdonen que me excluya), pese al antropomorfismo de los dioses griegos y a la filiación celeste de Jesús, les cuesta mucho trabajo entender la divinización de un hombre. A los japoneses, que a los ojos de los cristianos son paganos, les parece lo más natural del mundo. Todavía hoy, en su fuero interno, aunque la corrección política les impida exteriorizarlo, creen muchos y desean creer todos que el emperador, aunque lleve chaqueta, calzoncillos y gafas, desciende de Amaterasu.
Caro Baroja, antropólogo pirenaico, tan testarudo como su tío, que conservó hasta sus últimos días el pelo de las dehesas del Bidasoa, sostenía que el carácter nacional es un mito. ¡En Japón habría querido yo verlo! Sigo pensando hoy, como empecé a hacerlo en 1967, fecha de mi primera llegada al país, que hay dos clases de seres humanos (olvidémonos de los divinos, emperadores o nazarenos que sean): los japoneses y los demás. Quien hizo a los primeros guardó en su secreter el molde y tiró la llave.
¡Y cómo no iban a ser distintos después de haber pasado el noventa y nueve por ciento de su historia y de su prehistoria al abrigo de la más estricta insularidad!
Sólo los miembros de la iglesia de la corrección política se atreven a decir que todos los hombres somos iguales. ¡Qué incongruencia! ¿No son precisamente esos feligreses de comunión, digo, corrección diaria quienes aseguran que los descendientes de los chimpancés no somos hijos de la naturaleza, sino de la cultura?
En el país ahora devastado por el furor de ambas, pues cultura es la energía nuclear y naturaleza la sísmica, es de mala educación manifestar emociones, sentimientos, alegrías y penas. Nadie, en ninguna circunstancia, por feliz o lúgubre que sea, lo hace. Seguro que la procesión va por dentro, pero el rostro no la trasluce. Nunca he oído quejarse a un japonés. Tampoco los he visto dar saltos de alegría, aunque creo que los hinchas, por afán de imitación, lo hacen. Su imperturbabilidad es asombrosa. David Jiménez ya la ha notado y anotado.
Mi mujer, que sigue en Kioto (hoy me reuniré con ella), y con la que desde el Día D y la Hora H del cataclismo estoy en comunicación auditiva y visual permanente, sigue tan pancha. Opina que esto es el fin de su país, pero lo dice con una sonrisa, y añade, de ahí lo de borrón y cuenta nueva, que así es la vida, que así es Japón, que no es la primera vez que sucede ni será la última, que vuelta a empezar…
No sólo mi mujer. También mis alumnos, mis colegas y mis amigos de ojos rasgados y rasgos inescrutables tienen la misma actitud.
Y van más lejos… Hoy habrá otro terremoto, aseguran, y no será el único, pero el de Tokio aún no ha llegado. Lo hará pronto. Y se quedan tan frescos.
¿Es fatalismo? No. Los japoneses no son fatalistas, puesto que siempre han sido capaces de reconstruirlo o reinventarlo todo sacando fuerzas de donde nadie las sacaría. Hubo y hay vida después de Hiroshima y Nagasaki. Ya en el 67 me sorprendió que nadie trajera nunca a colación, como lo hacen todos y a todas horas en España con la requetesobada Guerra Civil que nunca termina, lo sucedido en esas dos ciudades. La vaina de la memoria histórica suena en Japón a entelequia.
¿Es resignación? Sí, la virtud del sabio, el secreto de la felicidad. Los japoneses son budistas, y Buda enseñó que nada importa, que nada pasa, que todo vuelve, que la historia es cíclica, que la vida es sueño…
Algo muy grave se avecina. Ésa es mi impresión, y sobra, por supuesto, aclarar que ojalá me equivoque. Nunca, habiéndolo visto muchas veces, había visto a Naoto Kan, ese inútil, sin corbata. El sábado (¿o fue el domingo? Desde hace tres noches apenas duermo) no la llevaba en su comparecencia televisiva. No sólo eso. Estaba a punto de llorar. ¡Todo un jefe de Gobierno japonés manifestando emociones y llevando la contra a lo que antes, en lo concerniente a eso, dije! Mal asunto.
El terremoto que se acerca también va a ser político. Se palpa la crisis. ¡Váyase, señor Kan! Usted ha decepcionado a todos.
¿Por qué los políticos, secundados por los científicos, siempre mienten so capa de quitar hierro y no alarmar a la población? ¿Cabe mayor alarma que la evidencia? ¿Por qué nos engañan? ¿Por qué nos tratan como a niños? ¿Por qué nos dicen que llegan los Reyes Magos? ¿Por qué cualquier periodista -David Jiménez o yo mismo, que profetas no somos- adelanta lo que ellos se verán obligados a admitir un par de horas o de días más tarde? ¿Por qué, el domingo, en este mismo periódico, un doctor en Física Nuclear aseguraba que «resistieron todos y cada uno de los cincuenta cinco reactores nucleares de Japón» cuando once, como mínimo, estaban ya averiados y tres de ellos heridos de gravedad? ¿No lee esa eminencia el periódico? ¿No escucha la radio? ¿No ve la tele?
La verdad, señor Kan, nos hace libres, a condición de que nadie se crea en posesión de ella.
Los japoneses rara vez mienten. No sé cómo se consigue eso, pero me consta. Sus políticos, en cambio, lo hacen a todas horas. ¡Venga, señor Kan, niponícese usted! No imite a Zapatero. Reconozca que lo peor está por llegar.
¿Lo peor? Habrá, por ejemplo, con las nuevas sacudidas, y aparte de la emergencia atómica, que dejará chiquita a la de Chernobil, terribles avalanchas y desprendimientos de tierras como los que ya se han producido en la región de Niigata. En Castilla, decía Ortega, no hay curvas. Usted sabe mejor que yo, señor Kan, que en su país apenas hay llanuras, que todo son montes sumamente empinados y que tan abrupta orografía obliga a sujetar las laderas con capas de cemento, redes y muros de contención. ¿Seguirán en su sitio éstos y aquéllas, que muy fuertes no son, si siguen y se exacerban los traqueteos telúricos y los zarpazos del mar?
No creo que el sol naciente de su país se apague, como pensaba Osamu Dazai y vaticinaba Mishima, pero Tokio, de momento, sí que lo ha hecho. Todo un símbolo. Era una Ville Lumière. Estaba siempre encendida. La electricidad, en Japón, es (o era) muy barata. ¡Con tanto reactor!
Pero los del área de Kanto (la de Tokio y Tohoku) ya no son lo que eran ni, con la psicosis reinante, volverán a serlo, y los del área de Kansai (Osaka, Kioto y demás) forman parte de otro circuito, separado, aislado, independiente, que no puede enviar la energía sobrante a quienes en estos momentos más la necesitan.
La isla de Honshu se ha desplazado dos metros y medio, no sé si hacia arriba, hacia abajo, hacia la derecha o hacia la izquierda. El Pacífico (¡que denominación tan irónica!) ha engullido una loncha de tierra firme de ciento setenta kilómetros cuadrados. El eje de rotación de la tierra está ahora a diez centímetros de donde estaba. No quiero jugar a ser Nostradamus, pero… ¡Carape! Digo yo que todo eso se notará en algo. Lo mismo llevaban razón los protestones de los años setenta que querían parar el mundo y apearse, porque la tierra se mueve, ¡vaya si se mueve! Y no en el sentido en que por lo bajinis lo decía Galileo.
En fin… Por hoy ya está bien. Perdone, señor Kan, que derrame gasolina en el incendio, pero no soy político ni científico, sino escritor y periodista. No busco votos, sino la verdad, a sabiendas de que puedo equivocarme.
¡Ojalá sea así! ¡Ojalá, como dice mi mujer, sea todo esto, en el peor de los casos, borrón con cuenta nueva, no sin ella! Yo, ayer mismo, martes, como ya dije, salí hacia su país para arrimar un poquito el hombro con las armas de mi oficio. Hágalo usted también con las del suyo, señor Kan. Y si hoy o cualquier otro día cercano, como dicen, llega un nuevo terremoto, qué le vamos a hacer. Así es la vida. Es lo de siempre. No pasa nada. Vuelta a empezar.
Y un beso, Naoko, en tu hermosa, sabia, resignada sonrisa. Dentro de unas horas te lo daré de veras.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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