Por Michael Spence, profesor de Economía de la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York e investigador en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford, y Sandile Hlatshwayo, investigadora de la Stern School of Business. Traducción de Kena Nequiz (Project Syndicate, 16/03/11):
La economía global está en una encrucijada a medida que los mercados emergentes (y de modo más amplio los países en desarrollo) cobran cada vez más importancia, tanto para la estabilidad macroeconómica y financiera como por su impacto sobre otras economías, incluidos los países avanzados.
Consideremos por ejemplo lo que ha sucedido en los últimos 20 años en los Estados Unidos. En algunas partes del sector comercializable (las finanzas, los seguros y el diseño de sistemas de cómputo) el valor agregado y el empleo crecieron, mientras que en otras (la electrónica y los automóviles) creció el valor agregado pero el empleo disminuyó a medida que los puestos de menor valor agregado salieron al extranjero. El efecto neto fue un aumento insignificante del crecimiento en el sector comercializable.
La economía estadounidense no tenía un problema notorio de desempleo hasta la crisis de 2008 porque el sector no comercializable absorbía la mayor parte de la expansión de la fuerza laboral. Ahora ese ritmo de crecimiento del empleo parece insostenible. El gobierno y la atención a la salud por sí solos representaron casi el 40% del aumento neto del empleo en toda la economía desde 1990 hasta 2008. La debilidad fiscal, el reajuste del valor de los bienes inmobiliarios y la disminución del consumo indican que existe la probabilidad de un desempleo estructural de largo plazo.
Una respuesta posible es afirmar que los resultados de los mercados siempre favorecen a todos a la larga. Pero ni la teoría ni la experiencia apoyan ese argumento. Por ejemplo, en los Estados Unidos si bien muchos bienes y servicios son más baratos de lo que serían si el país estuviera aislado de la economía global, no podemos dar por sentado que estos ahorros en los costos necesariamente compensen la reducción de las oportunidades de empleo. La gente podría estar dispuesta a sacrificar los precios bajos de las mercancías a cambio de la garantía de que habría amplias opciones de empleos productivos y bien remunerados ahora y en el futuro.
Una segunda respuesta es reconocer las implicaciones en términos de la distribución, pero aceptarlas como el precio de la eficiencia y la apertura. Según este punto de vista, la alternativa –no tener un sistema de mercado eficiente que opere en una economía global relativamente abierta—sería mucho peor.
Probablemente sí haya que elegir entre los niveles de ingreso y la distribución por un lado y la gama de oportunidades de empleo por el otro. No es realista definir el reto en términos de resistir o de vencer a las poderosas fuerzas de mercado que operan en la economía global. Más bien, el desafío radica en cómo reorientar de la mejor manera los incentivos marginales para mejorar los efectos en la distribución.
Hay varias dimensiones en las que se puede actuar. Por el lado de la oferta, el Estado puede invertir o hacer inversiones conjuntas con el sector privado en capital físico (infraestructura), instituciones, capital humano y los soportes de conocimientos y tecnológicos de la economía. Estas inversiones generalmente tienen el efecto (tanto en países avanzados como en países en desarrollo) de elevar los rendimientos de la inversión privada, con lo que ésta se expande en magnitud y alcance e impulsa el empleo. Reformar el sistema impositivo para favorecer la inversión y eliminar la complejidad y la ineficiencia ayudaría.
Los empleos de alto valor agregado con salarios elevados, especialmente en el sector comercializable, generalmente exigen personas altamente calificadas. Por supuesto, el que haya más y mejor educación no garantiza que el número de esos empleos se pueda ampliar de manera significativa debido al alcance del sector comercializable. Pero una mayor cantidad de titulaciones en ciencias e ingeniería podría promover el crecimiento del empleo y –junto con inversiones del sector público en tecnologías prometedoras—también podría aumentar el alcance del sector comercializable.
Dicho eso, los incentivos privados y los objetivos sociales no están perfectamente alineados. Tampoco son diametralmente opuestos. Las empresas multinacionales tienen acceso a una abundante oferta global de mano de obra relativamente barata en múltiples categorías de capacitación, por lo que no hay muchos beneficios para las inversiones que aumentan la productividad de la mano de obra en los sectores comercializables de los países de ingresos altos. No obstante, las coinversiones del sector público, si se orientan de manera adecuada, podrían reorientar estos incentivos mediante la disminución del costo de la inversión privada en tecnología.
De forma análoga, las inversiones en infraestructura añadirían empleos directamente y mejorarían la competitividad y la eficiencia en una amplia gama de sectores. Dada la difícil situación fiscal actual, también se deberían explorar las operaciones conjuntas entre el sector público y el privado, aprovechando la larga experiencia que existe sobre inversiones en infraestructura para apoyar el crecimiento en los países en desarrollo.
Restablecer los elementos de la competitividad en las manufacturas es complicado. Una vez que se han perdido la mano de obra calificada, los programas de capacitación y las instituciones técnicas en industrias específicas, es difícil recuperarlas. La política de largo plazo debería incluir una evaluación dinámica de la fuerza competitiva y el potencial de empleo en todos los sectores y a todos los niveles de capital humano, con el objetivo de promover resultados de mercado que cumplan objetivos sociales.
La mayoría de los países invierten recursos públicos en activos que tengan por efecto aumentar su capital humano y su base tecnológica y, por lo tanto, su competitividad. Eso continuará y debe continuar. Es una forma benigna de competencia global que aumenta la productividad en todas partes, siempre que los mercados para los productos terminados e intermedios permanezcan abiertos.
Para que un sistema global abierto sobreviva en un mundo en el que los Estados nación son los principales encargados de la toma de decisiones, será necesario administrarlo y guiarlo no sólo para que logre la eficiencia y la estabilidad (por importantes que sean estos objetivos), sino también para que garantice que sus beneficios se distribuyan de manera equitativa entre los países y dentro de ellos.
Si el empleo en los países avanzados como los Estados Unidos logra una recuperación firme junto con el crecimiento, será más fácil obtener apoyo político para una economía global abierta. Pero, en vista de las tendencias adversas en el sector comercializable y del agotamiento del sector no comercializable como fuente de creación de empleos, el escenario más probable es que el desempleo siga siendo pertinazmente elevado a pesar de un regreso al crecimiento normal. En ese caso, las posturas políticas se dividirán y se polarizarán y aumentará la inclinación por las “soluciones” proteccionistas, lo que pondrá en peligro la apertura económica global.
No es buena idea suponer que los mercados solucionarán por sí solos estos problemas de distribución; la evolución de la estructura y de la distribución del ingreso es en gran medida el resultado de los incentivos del mercado. Todos los países, los avanzados y los emergentes, deben abordar cuestiones de inclusión, distribución y equidad como parte central de sus estrategias de crecimiento y desarrollo.
Paul Samuelson dijo alguna vez que toda buena causa merece algo de ineficiencia. Tenía razón moral, pragmática y políticamente.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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