Por Ramon Folch, socioecólogo y director general de ERF (EL PERIÓDICO, 16/03/11):
Alfred Lothar Wegener, geofísico y meteorólogo alemán, murió congelado durante una expedición científica a Groenlandia en 1930, respetado por unos y denostado por otros. Persona de amplios intereses, había hallado indicios geográficos, geológicos, paleontológicos y paleoclimáticos de un fenómeno sorprendente: los continentes se separaban unos de otros como si navegasen por los océanos. En 1912 había formulado la teoría de la deriva continental, según la que los distintos continentes actuales derivan de una única masa, que llamó Pangea, fracturada en un remoto momento dado. Por eso encajan entre sí como las piezas de un rompecabezas (recorten un mapamundi y compruébenlo). Buena parte de la comunidad científica encontró descabellada esa teoría.
Medio siglo más tarde, en los años 60 del siglo XX, los descubrimientos sectoriales de varios geólogos, geofísicos y sismólogos se acoplaron en la nueva y revolucionaria teoría de la tectónica de placas, según la que la capa más superficial de la Tierra, la litosfera, está formada por un conjunto de piezas o placas que se empujan entre sí mientras se deslizan sobre otra capa inferior más estable, llamada astenosfera, como lo haría una alfombra sobre el suelo en el que se apoya. La acumulación de evidencias ha convertido la teoría de placas en un hecho científicamente indiscutible, avalador de las ideas de Wegener. Las placas van ajustándose entre ellas a codazos, en tanto que los continentes van separándose a una velocidad de 2,5 centímetros cada año.
La Tierra solo tarda 24 horas en dar un giro completo sobre sí misma. Como consecuencia, tenemos una clara percepción sobre el día y la noche, aunque durante el día nada haga prever que acabará oscureciendo. De igual modo, percibimos claramente los cambios estacionales, porque se suceden a lo largo de tan solo un año. Pero los ciclos o cambios de cadencia multisecular no nos resultan fácilmente perceptibles. De ahí que no percibamos los movimientos de las placas, ni nos percatemos del alejamiento de los continentes, de manera que nos sorprenden los terremotos y las erupciones volcánicas. No son más que los esperables chirridos y temblores subsiguientes al rozamiento entre las placas.
La placa del Pacífico y otras menores chocan con las placas norteamericana, filipina y australiana precisamente a lo largo de la costa de América, de Japón, de las Filipinas y de Nueva Zelanda. Es el llamado cinturón de fuego del Pacífico, escenario de constantes terremotos y erupciones (el 75% de los volcanes activos del planeta y el 90% de los terremotos). ¿Por qué se concentra allí tanta población? ¿Por qué tantos humanos viven en semejantes lugares tan peligrosos?
Los humanos buscamos las interfaces porque son sede de diversidad y de oportunidades de todo tipo. Ninguna es tan seductora como la litoral, y por eso la población tiende a ubicarse a orillas del mar. Estar cerca de los mares por donde durante siglos se ha viajado con mayor facilidad que a través de los continentes ha sido, y sigue siendo, una ventaja comercial, y por ende económica, de primer orden. La pega es que los límites de la placa del Pacífico coinciden con las líneas de costa. La placa africana y la suramericana, en cambio, chocan en pleno océano Atlántico, en una de las llamadas dorsales oceánicas; a través del océano Índico hay otra. Ningún problema en tales casos, pues. Pero el cinturón de fuego del Pacífico es letal.
No es que japoneses, indonesios, chilenos y californianos busquen el peligro. Es que su litoral es así. No pueden ir a ninguna otra parte. Por eso están fatalmente expuestos a erupciones, terremotos y tsunamis. El caso de Japón es extremo. Su costa suroriental coincide con el contacto de la placa filipina y la placa euroasiática, en tanto que su costa nororiental se halla a escasos kilómetros del contacto submarino entre la placa pacífica y la norteamericana, justamente la interfaz que originó el devastador terremoto del pasado viernes, con su subsiguiente tsunami, más devastador todavía.
Puede también resultar desconcertante la querencia de muchas comunidades de instalarse en los faldeos volcánicos. Sorprende menos cuando se constata la elevada fertilidad de la mayoría de los andosoles, o sea, de los suelos originados en épocas pretéritas a partir de materiales volcánicos. Los andosoles (del japonés ando, que significa negro, el color de aquellas tierras) son ricos en fósforo y otros nutrientes usualmente escasos. Los campesinos encuentran fertilidad al pie de los volcanes y por eso se han instalado secularmente ahí. Otra fatal coincidencia.
La fertilidad de los andosoles y los horizontes pesqueros y comerciales de las orillas marinas han concentrado población a pie de volcán y a lo largo de todo el litoral del Pacífico, lugares prósperos, aunque peligrosos. En menor medida, ha ocurrido lo propio en las orillas meridionales del Mediterráneo, donde coinciden la placa africana y la eurosiberiana: de ahí los frecuentes terremotos de Andalucía, el mediodía de Italia o Turquía, por ejemplo. Por la vida se pierde la vida, reza el dicho. Vivir mata.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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