Por Hisham Matar, escritor libio residente en Reino Unido. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 05/03/11):
En los últimos días se ha producido un cambio fundamental. Lo siento físicamente, en la ligereza de mi espalda. No me he visto la cara en el espejo, pero el ojo de la mente me dice que la antigua tristeza de mi mirada ya no está. Muamar el Gadafi, que se ha cernido sobre Libia durante los últimos 42 años, sigue ahí, pero la historia lo ha superado: ahora es imposible imaginarse el país con él dentro.
Durante los últimos 32 años, desde que mi familia abandonó Libia, no he dejado de sentirme vigilado. Recuerdo una ocasión en la que, al aterrizar en Heathrow, y después de pasarme gran parte del vuelo haciendo rabiar a mi querido padre por su nuevo color de pelo, escuché que un hombre que esperaba en el vestíbulo de llegadas le susurró al de al lado: “¿Pero qué aspecto tiene ese Jaballa Matar?”. El acento era libio. No volví a hacerle rabiar a mi padre cuando se teñía el pelo ni cuando se ponía esas horribles gafas de sol durante las vacaciones familiares en Europa. Tampoco cuando me pedía que me alejara mientras él comprobaba si había micrófonos en el coche.
En Egipto, donde vivíamos, teníamos vigilancia armada las 24 horas del día. Los guardias, que estaban apostados fuera de casa, nos seguían dondequiera que fuéramos. Acabamos dando por sentado que nuestras conversaciones telefónicas, en casa o donde fuera, quedaran grabadas. Nunca perdimos de vista el hecho de que, por la abierta oposición de nuestro padre a la dictadura de Gadafi, a nuestra vida asistían como público los servicios secretos libios o egipcios. Sospechábamos que todos los miembros del servicio doméstico, las mismas manos que hacían las camas y cocinaban para nosotros, pertenecían a la Mujabarat egipcia.
Sabíamos que esos guardias que el Gobierno egipcio nos imponía no estaban ahí para protegernos, sino para vigilar nuestra vida. Después de 10 años así, en 1990, cuando al régimen egipcio le resultó rentable entregar a mi padre a los libios, los mismos hombres que nos custodiaban secuestraron a mi padre. Después comenzaron a amenazarnos para que guardáramos silencio: “Si habláis, perjudicaréis al señor Jaballa”, nos decían.
Los egipcios nos hicieron creer que mi padre estaba retenido en Egipto. Tres años después llegó una carta, sacada clandestinamente de Abu Salim, la tristemente famosa cárcel para presos políticos de Trípoli. Tenía la caligrafía de mi padre y detallaba lo que había ocurrido: que le habían metido en un vuelo a Libia al día siguiente de su captura. La carta revelaba la verdad, pero contuvo todavía más nuestra lengua. En ella nuestro padre pedía que no se lo dijéramos a nadie: “Eso me arrojaría a un abismo sin fondo. Antes preferiría morir bajo tortura que revelar los nombres de los que me han ayudado a entregar esta carta”.
Al final, no decir nada me acabó resultando insoportable, así que hablé. La publicación en 2006 de mi novela Solo en el mundo, sobre la vida en la Libia de Gadafi, me convirtió en crítico abierto de la dictadura libia, lo cual causó una profunda inquietud a mi familia. Ya no se consideraba seguro que visitara Egipto. Durante los últimos cinco años no he podido pisar la ciudad en la que residen mi familia y mis amigos de infancia, y ha habido amigos y parientes libios que no se han puesto en contacto conmigo si visitaban Londres. Entré en un segundo exilio. Después funcionarios libios comenzaron a enviarme mensajes pidiéndome que cesaran mis críticas y ofreciéndome sobornos. Y cuando eso no funcionó, pasaron a las amenazas veladas.
Durante días, después de cada artículo, entrevista televisiva o radiofónica en la que criticara al régimen libio o llamara dictador al dictador -un delito penado con la muerte en Libia-, iba por ahí sintiendo el peso de la mirada del régimen sobre mis espaldas, mientras me decía sin cesar que no debía caer en la paranoia.
Como cualquier libio les dirá, siempre que a un taxista de Nueva York, Londres, París o El Cairo le dices de dónde eres, casi siempre te contesta: “Ah sí, Gadafi”. “No, no soy de Gadafi, soy de Libia”, replico yo, comprobando que en mi voz no haya asomo de cólera, porque hasta los oprimidos queremos hacer ver que tenemos aguante.
Tenía la sensación, sobre todo durante la última década, de que cada vez estaba más abatido, y comencé a preguntarme si Gadafi no habría acabado con el espíritu libio. Sentía mi corazón endurecerse frente al destino de mi propio país. Albergaba un callado y perverso desprecio por mi propio pueblo: perverso porque odiar a los tuyos equivale a odiarse a uno mismo. En ocasiones, en reuniones de libios, esa sensación se atenuaba momentáneamente y me sentía completamente enamorado de todo lo que fuera libio. Pero, con frecuencia, al pasar de un extremo a otro me quedaba con una sensación de vacío y cansancio.
Tengo 40 años y no he conocido una Libia sin Gadafi. En estos días, asistiendo a la caída de la dictadura y, lo que es más importante, al ascenso del pueblo libio, me doy cuenta de que hasta ahora mi país había sido una abrumadora fuente de miedo, dolor y vergüenza. Ahora es una fuente de gozo y orgullo.
En ciertos sentidos, la revolución libia, aun manteniendo una relación temporal y geográfica tan estrecha con los levantamientos tunecino y egipcio, es esencialmente singular. Y esto es algo especialmente satisfactorio de ver, porque el proyecto de Gadafi siempre ha sido una campaña narcisista, mayormente centrada en rehacer al pueblo a su imagen y semejanza. Ahora podemos ver que ha fracasado y que el espíritu humano siempre buscará la luz.
Los libios que bailan entre el mar y el tribunal de Bengasi agarrados de la mano y balanceándose al entonar Aquí nos quedaremos hasta que el dolor se desvanezca están redescubriendo todo lo que de hermoso tiene Libia: nuestra larga resistencia al fascismo -el de Mussolini y el de Gadafi-, nuestro amor a la moderación, nuestra mediterránea apertura al mundo, nuestro humor y nuestras canciones.
No sé qué le hizo Gadafi a mi padre, pero lo que sí sé es que no logró acabar con el espíritu libio.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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