Por Xulio Rios, director del Observatorio de la Política China (EL PERIÓDICO, 09/03/11):
La Revolución Cultural (1966-1976) sigue dando que hablar en China. La posición oficial ha bautizado ese tiempo como los «diez años de disturbios», un oscuro periodo que simboliza el 30% de errores que Deng Xiaoping atribuyó al maoísmo como sistema en la Resolución sobre varios problemas históricos desde la fundación de la República Popular China (1981). Polemizar sobre dicho proceso sin cuestionar al propio Mao es un ejercicio de deslinde imposible que el PCCh intenta practicar con un éxito relativo que parece agrietarse con el paso del tiempo.
La prensa oficial airea ahora los «métodos extremos» usados en la época para «extirpar cualquier asomo de contrarrevolución», cediendo sus páginas a crónicas reveladoras del dramatismo de una época que se prolonga hasta hoy día en forma de pesadilla para muchos de sus protagonistas más militantes. Una entrevista concedida por un guardia rojo a la cadena de televisión Phoenix, contemplada por millones de telespectadores chinos, a modo de confesión pública, aunque sin el tinte de humillación que muchos militantes y simpatizantes del PCCh debieron soportar en aquellos años tan proclives a los pecados de juventud, ha provocado un intenso debate.
Algunas revistas históricas no oficiales, como Yanhuang Chunqiu, recogen testimonios diversos que argumentan con nitidez la peculiar metamorfosis desde la ideologización extrema hacia una bestialidad inspirada en una demostración de lealtad ciega al espíritu de clase y al combate «en la primera línea del frente». En periódicos diversos se publican disculpas de quienes viven atormentados por las turbulencias de aquel periodo, propiciando una reflexión de la que, paradójicamente, las víctimas, al menos por el momento, son las más ausentes. Aquejadas de su previsible síndrome de Estocolmo y poco interesadas en la reconciliación, la perplejidad y el asombro de entonces se mezclan con el olvido, deliberado quizá, de quienes solo ansían pasar página de aquella persecución.
En realidad, unos y otros, agresores y agredidos, fueron sujetos del mismo engaño al creer participar en la construcción de un mundo nuevo cuando en realidad apenas se trataba de restituir a Mao en su omnipotencia a un precio material y espiritual insostenible a través de un embrutecimiento metódico de la juventud más militante, como señalara Simon Leys. Las luchas entre fracciones de guardias rojos que entonces sembraron el caos a lo largo y ancho del país plasmaban en numerosas ocasiones expresiones de simple venganza primaria.
Las declaraciones de los arrepentidos que empiezan a aflorar en la sociedad china amenazan con poner fin a un misterio que ha funcionado como auténtico tabú de la reforma y acabar con un largo periodo de silencio abrumador. Aquella generación, unos y otros, tiende a ensalzar a Mao y a perdonarle sus errores. Hoy viven unos 400 millones de chinos que fueron testigos personales de aquella época. En su alma han interiorizado un profundo sentimiento de culpa frente a quien solo decía perseguir el bienestar del pueblo. Negar a Mao su bondad equivale a negarse a sí mismos. Ha sido así incluso a pesar de las numerosas pruebas que acreditan la culpabilidad efectiva del Gran Timonel en aquella locura, un Mao que todo lo ocupaba con su autoridad, dispuesto a fabricar las tempestades artificiales necesarias para preservarla contra viento y marea.
El debate no es solo histórico o académico, sino que afecta a la política interior, al imaginario ideológico del PCCh, que sigue nutriéndose de la veneración popular hacia Mao, y a la propia viabilidad de una reforma política digna de considerarse tal. Su prestigio quizá resulte más duradero e intenso de lo esperado, lo cual paraliza cualquier posible evolución sustancial en la osificada política del país. Quizá por ello, esta transparencia inesperada simbolice el anticipo de una apertura más incisiva o simplemente un ligero ajuste por parte de los príncipes rojos llamados a dirigir el país, la quinta generación de dirigentes, muchos de los cuales padecieron en carne propia el maltrato brutal que Mao dispensó a sus progenitores. Sea como fuere, aunque parece todavía lejana la posibilidad de que el PCCh vaya más allá en el juicio oficial de su liderazgo, estas grietas brindan testimonios de gran valor para las nuevas generaciones.
Mao sigue siendo el mito referencial de la nostalgia de una época caracterizada por la solidaridad en la adversidad y la creencia en la capacidad de la voluntad individual para marcar el rumbo de la historia. Pero su influencia hoy día dimana especialmente de las incoherencias del modelo imperante en una China aquejada por profundas desigualdades y desequilibrios que un PCCh seriamente diezmado por la corrupción parece incapaz de corregir. Director del Observatorio de la Política China.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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