Por Norman Manea Vizuina, escritor. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen (Project Syndicate/Institute for Human Sciences, 09/03/11):
¿Qué ocurre una vez que se desvanece la euforia de la revolución? La Europa del Este actual, cerca de dos décadas después de las revoluciones de 1989, puede ofrecer a los desafiantes y alegres jóvenes árabes de hoy la saludable advertencia de que deben permanecer vigilantes.
Desde que dejé Rumanía rumbo al exilio en 1986, mis retornos han sido escasos y tensos. Aunque el programa de mi viaje más reciente fue abrumador y ofrecía poco contacto real con la gente común, todavía podía comprender – a partir de los diarios, los programas de televisión y las conversaciones con los amigos – la profunda crisis económica, política y moral que envuelve al país. La desconfianza y la ira hacia una clase política corrupta e ineficiente, junto con el escepticismo acerca de la democracia – incluso la nostalgia por el comunismo – se pueden advertir hoy en día no sólo en Rumanía, pero también en otras áreas de Europa del Este.
Se dice que alrededor del 70% de los rumanos hoy afirman lamentar la muerte del camarada Nicolae Ceausescu, cuya ejecución sumaria en 1989 suscitara entusiasmo general. Por supuesto, es difícil confiar en las fuentes de una cifra así de sorprendente, como todo lo demás en la política rumana, pero la aspereza vulgar y radical del discurso público – salpicado ahora de elementos xenófobos nuevos y antiguos – es suficientemente clara.
Pude experimentar esto en carne propia como invitado de un muy respetado programa cultural de televisión. Me hizo gracia que el debate se centrara no en mis libros, sino en temas como la “mafia cultural judía” y el “exagerado” antisemitismo pasado y presente de Rumanía. Mi entrevistadora tenía su propia dinámica, apropiándose del diálogo con insinuaciones e intervenciones personales. Supuse que la idea era provocarme a hacer comentarios irreflexivos, método que los periodistas de moda de todo el mundo usan en la televisión de hoy en día.
Pero me enfrenté a una nueva sorpresa la semana siguiente, cuando, en el mismo programa de TV, la anfitriona se mostró más bien pasiva ante su invitado, un periodista militante convertido en periodista mercenario, mientras confesaba su admiración por Corneliu Zelea Codreanu, el “Capitán” de la Guardia de Hierro, la organización ortodoxa terrorista de extrema derecha de los años anteriores a la guerra. El periodista considera a Codreanu un “héroe romántico”.
Un grupo de intelectuales rumanos, yo entre ellos, protestó en una Carta Abierta contra este intento de rehabilitar a un asesino y propagandista del odio y la xenofobia. La televisión rumana respondió con prontitud que entiende que las víctimas de delitos antisemitas puedan sentirse afectadas por ese programa, pero que éste no había promovido este tipo de propaganda, y como prueba de la buena fe del canal mencionó la singular entrevista que se me había realizado la semana anterior.
Pero el debate no terminó ahí. Poco después, el comité nacional de los medios de comunicación condenó el programa. Y poco después, algunos importantes intelectuales condenaron la condena del comité nacional como una afrenta a la libertad de expresión. Nadie mencionó el peligro de incitar a un público ya radicalizado. De hecho, las respuestas de los miembros del público a estas controversias fueron en su mayoría de un vulgar tono nacionalista y antisemita.
Por supuesto, Rumanía no es el único país que vuelve a vivir esta comedia oscura. La revitalización de la extrema derecha en Hungría y el auge de “bolchevismo nacional” en Rusia, donde la Iglesia ortodoxa vuelve a condenar a Tolstoi como un “proto-comunista”, sugieren un anhelo atávico más profundo y omnipresente.
Me acordé de mi última clase en el Bard College antes de mi viaje a Rumanía. Hablábamos de la Muerte en Venecia de Thomas Mann. Al comentar sobre el momento en que el “cólera asiático” mata al gran y torturado escritor Gustav von Aschenbach, una brillante estudiante de Asia hizo notar que Mann relacionaba la enfermedad con la “pestilencia” del delta del Ganges, que atravesaba China y Afganistán, Persia y Astracán, y “hasta Moscú”, antes de llegar a Europa a través de la “ciudad de la laguna”. Observó con seriedad las migraciones de países pobres a los prósperos, la globalización del mal, las contradicciones y los conflictos de la modernidad, la airada respuesta terrorista a la misma, y el contraste entre un Occidente racional y pragmático y un Oriente más idealista y supersticioso, proclive al fanatismo religioso y al extremismo político.
Fue un alivio escuchar las bien articuladas opiniones de mi alumna y ver en ella la esperanza de una generación nueva y cosmopolita. Pero su ejemplo fue también un recordatorio ineludible de los grandes peligros de nuestro tiempo.
Necesitaba esa esperanza, ya que lo que vi en Europa del Este me había deprimido tanto como lo que estaba viendo en los Estados Unidos, mi país adoptivo. Para alguien que vivió dos sistemas totalitarios, es casi insoportable contemplar la decadencia estadounidense. Si bien los refugiados, inmigrantes, exiliados y desterrados no presumimos hasta el cansancio de que “somos los mejores”, como hacen muchos estadounidenses, todavía creemos que EE.UU. sigue siendo un potente garante de la libertad y la democracia, y consideramos que su incoherencia es parte de su libertad.
Por razones muy diferentes, EE.UU. y el mundo entero, parecen condenados a la simplificación del pensamiento, la acción y el sentimiento en aras de la eficacia inmediata y cotidiana. Por supuesto, el arte y la cultura pueden ofrecer un respiro ante las simplificaciones de nuestra época, respiro que necesitamos más que nunca si queremos contar con el destino que nos antecede y nos espera. Pero también necesitamos modestia acerca de nosotros mismos y nuestras sociedades.
Hace algunos años, propuse que cada país debería añadir a sus monumentos al heroísmo algunos monumentos a la vergüenza nacional. Después de todo, la culpa es tan importante como el valor en toda empresa humana. Recordar y reflexionar sobre cómo hemos hecho mal a otras personas y naciones pueden beneficiar a los ciudadanos de un país tanto como la celebración de sus grandes hazañas. Los monumentos a la vergüenza no resolverían los problemas insolubles del destino de la humanidad en la Tierra, pero podrían frenar el avance de su lado oscuro en Europa del Este, el mundo árabe y el resto del planeta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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