Por Miquel Porta Perales, articulista y escritor (ABC, 12/03/11):
Se habla mucho de la crisis de valores. Pero, los valores no entran en crisis. Es la apreciación subjetiva del valor la que cambia. Un valor, por definición, es aquella propiedad —cualidad, significación, importancia o validez— que tienen las cosas para satisfacer las necesidades humanas o proporcionarnos placer y bienestar. Mientras una cosa tenga alguna propiedad que satisfaga mis necesidades o me proporcione placer o bienestar, esta cosa será un valor para mí y no estará en crisis. Y si esta cosa no satisface ninguna de mis necesidades, por mucho que los demás la aprecien, para mí no tiene ningún valor. Así, pues, se podría hablar de crisis de valores en este sentido puramente subjetivo: hay cosas que una mayoría de personas comienzan a creer que ya no son tan valiosas, que ya no merecen la pena, que ya no justifican el esfuerzo que se debe hacer para alcanzarlas, poseerlas, mantenerlas o extenderlas. De una manera estadística se podría establecer una clasificación de preferencias, y sería la posición en esta lista la que temporalmente daría valor al valor. Es lo que tradicionalmente se ha denominado escala de valores o jerarquía axiológica. Y el ascenso o descenso en la clasificación no puede calificarse de crisis de valores. Por lo demás, la estabilidad de una escala de valores es histórica. Nuevas realidades sociales, diferentes estadios de conciencia social, acostumbran a comportar cambios axiológicos.
¿Qué ocurre hoy? Estamos presenciando el nacimiento de la fase fractal de los valores: toda escala o jerarquía de valores genera y desarrolla otra que virtualmente supera la anterior. Parafraseando a Nietzsche, hay valores precedentemente catalogados como vicios que adquieren la categoría de virtudes. Y viceversa. La alteración de la escala de valores no siempre es positiva. Por ejemplo, no resulta positiva la pérdida de valor de la autoridad, el esfuerzo, el mérito o la excelencia. Como tampoco resulta positiva la ganancia de valor del relativismo, la medianía, el embuste o el insulto. En cualquier caso, más allá de nuestra apreciación de los valores, hay que reconocer que vivimos un presente axiológicamente plural. Los valores —para bien y para mal— se han secularizado y democratizado. Y, como apuntaba antes, del hecho que una parte de la sociedad destrone ciertos valores no se infiere que nos dirijamos hacia la quiebra moral. ¿Qué ocurre hoy?, preguntaba. Que determinados valores han perdido la condición de monarcas absolutos. Sigamos con la analogía política: en la cuestión de los valores se está imponiendo una mentalidad constitucional según la cual todos los valores tienen cabida, siempre que respeten las reglas del Estado de derecho. Un Estado que, por definición, excluye el privilegio axiológico. Cosa que no impide que nuestra jerarquía de valores esté hoy encabezada —distinto es que se obre o no en consecuencia— por esos absolutos o universales empíricos del género humano que son la vida y la libertad.
Hablando de la crisis de valores y de la secularización y democratización de los valores, conviene detenerse en una de las dicotomías éticas —más supuesta que real— de nuestro presente: solidaridad versusindividualismo. Hay quien afirma que el auge del individualismo es una carga de profundidad contra la solidaridad. No es eso. Ni el individualismo es un fenómeno nuevo —el afán de autonomía individual ha sido siempre uno de los valores de nuestra cultura— ni la solidaridad se está perdiendo. Veamos. La solidaridad, ¿ha entrado en crisis? Conviene aclarar que la solidaridad no ha entrado en crisis, porque rigurosamente hablando no existe ninguna edad de oro de la Humanidad en que haya sido un valor hegemónico. Lo que sí parece haber entrado en crisis —quien ha perdido posiciones en la jerarquía axiológica vigente— es una concepción redentorista de la solidaridad que, paradójicamente, tiene mucho de egoísta. Hablo de los llamados «actos de compasión», ese altruismo generalmente interesado que ayuda al Otro buscando la satisfacción personal que produce el auxilio al próximo. Hablo de la cara oculta de una solidaridad que busca calmar la mala conciencia del occidental privilegiado, que especula con la piedad para obtener subvenciones, que utiliza la filantropía para hacer carrera política, que convierte la fraternidad en una profesión a falta de otra mejor. Hablo, en fin, de las administraciones que conceden subvenciones en función de los propios intereses o de las firmas que practican el humanitarismo para mejorar la imagen corporativa y ganar mercado o cuota de pantalla.
Frente a esa solidaridad farisaica, existe un individualismo que asume que todo ser humano, en su diferencia, posee la misma dignidad. Asunción que permite llegar a un cierto grado de altruismo y solidaridad construido sobre bases no hipócritas ni ideológicas. Es decir, edificado sobre bases desinteresadas. «Únicamente los solitarios pueden ser solidarios», decía José Bergamín. Me permito retocar la afirmación —de resonancias nietzscheanas— del poeta: únicamente los individualistas pueden ser solidarios. Y ello, porque el individualismo encuentra la respuesta adecuada a la pregunta formulada por Rousseau hace más de dos siglos: «¿Se puede obligar al hombre a ser generoso?». A diferencia del despotismo del Bien propio de la solidaridad por decreto, a diferencia de la solidaridad por interés característica del fariseísmo y el fariseo de turno, el individualismo —el individualista—, a la manera de Hume, practica voluntariamente la «disposición social del género humano. En eso consiste precisamente la solidaridad bien entendida y el individualismo bien entendido. Alguien recordará que existe también una solidaridad franca y desinteresada así como un individualismo insolente y codicioso. Cierto. No lo niego. El objeto de estas líneas es otro: mostrar que el individualismo —como suele pregonarse con excesiva frecuencia en determinados ambientes ideológicos y políticos— no es ni representa necesariamente el grado cero de lo social. ¿Por qué el individualismo ha de ser, poco menos que por definición, egoísta e insolidario? Y, puestos a formular preguntas, ¿quizá la solidaridad —que suele considerarse lo opuesto al individualismo— está siempre libre de pecado?
Cuando, parafraseando a Max Weber, el mundo se está desencantando a pasos de gigante, el individualismo —que además de reconocer al Otro apuesta por la tolerancia, la pluralidad, la privacidad y la autonomía personal: ¿la «franquicia personal» de Étienne de La Boétie?— se erige en una suerte de resumen y compendio del civismo imperfecto propio de las sociedades desarrolladas de nuestro tiempo. Un individualismo que, para afirmarse, no necesita heroicidades o utopías que, en el mejor de los casos, han demostrado no valer nada pese a costar mucho. Un individualismo —ahí está la clave— que es capaz de constituir una empresa cooperativa susceptible de producir un amplio abanico de ventajas mutuas. Por eso —volviendo al inicio de estas líneas en que hablaba de la llamada crisis de valores y de los cambios axiológicos producto de las modificaciones y evolución de la conciencia social—, el individualismo está en alza en la jerarquía de valores de nuestro presente. Pero —sentido del límite obliga—, conviene ser precavido. Conviene guardar las distancias con uno mismo y con los demás. Ni ensimismarse ni disolverse en el Otro. Ya dijo Antístenes de Atenas que, con el individualismo, sucede algo parecido a lo que ocurre con la brasa: «Demasiado cerca, quema; demasiado lejos, hiela».
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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