Por Jorge Volpi, escritor mexicano (EL PAÍS, 06/03/11):
Confieso como mexicano -como occidental excéntrico, en palabras de Octavio Paz- que cada vez me siento más incómodo frente a la palabra Occidente. Durante mi infancia, a la sombra del régimen autoritario del PRI, este término evocaba nuestras mayores aspiraciones: la democracia, los derechos humanos, el libre mercado, la pluralidad de opiniones y la libertad de expresión. La caída del muro de Berlín pareció anunciar un mundo que se dirigía hacia la expansión de estas promesas. Pero el sueño libertario comenzó a resquebrajarse el 11-S: el atentado contra las Torres Gemelas -y, según se dijo, contra “nuestros valores”- cumplió en buena medida su objetivo: demoler poco a poco, como un lento virus, las convicciones que, desde la revoluciones francesa y estadounidense, habían animado a esta parte del mundo. La decadencia de Occidente, el provocador título usado por Oswald Spengler en 1918, resulta idóneo para describir el estado en que se encuentra en nuestros días.
La revuelta en el mundo árabe, un fenómeno de oposición interna al autoritarismo semejante a la ocurrida en el antiguo imperio soviético en 1989, ha servido para poner en evidencia la profunda crisis -y la grotesca hipocresía- que prevalece en Occidente. En un supuesto alarde de altruismo, que en realidad escondía un atávico anhelo de venganza, Estados Unidos y sus aliados, con la tímida oposición de la Vieja Europa, se lanzaron a invadir Afganistán e Irak con el pretexto de extender la democracia: a la fecha, ambas empresas han demostrado su fracaso. En cambio, cuando las propias sociedades árabes han decidido levantarse contra los tiranos que las gobiernan durante décadas, con la complicidad o el apoyo irrestricto de Occidente, Estados Unidos y Europa se quedan pasmados, incapaces de ofrecer una respuesta generosa a los deseos libertarios de los ciudadanos de estos países.
La reacción timorata de Occidente es vergonzosa: las masas mayoritariamente jóvenes que plantan cara a estos regímenes, en ocasiones a riesgo de sus vidas -como en Libia-, representan hoy los auténticos valores occidentales mucho mejor que esos políticos que, en todo el espectro político de Europa y Estados Unidos -izquierda y derecha apenas se diferencian-, no hacen sino mostrarse “preocupados por los acontecimientos” o pedir, casi en voz baja, sanciones contra los tiranos que hasta hace poco exhibían en sus capitales. Obsesionados con la alarma islamista -el pánico sembrado conjuntamente por Al Qaeda y la Administración de Bush- o, peor aún, con la inmigración ilegal a sus naciones en crisis, los políticos de Occidente no dudaron en sostener a los dictadores que prometían colaborar en la guerra contra el terrorismo (pretexto ideal para la represión) o que diluían su apoyo a la causa palestina. ¡Qué cortedad de miras y qué burda renuncia a su tradición democrática!
Francia constituye, en estos días, el peor ejemplo: las vacaciones de su primer ministro y su ministra de Asuntos Exteriores en Túnez y Egipto, a cuenta de los sátrapas, debería desmontar su pretensión de dar lecciones de derechos humanos a diestra y siniestra. Pero ni siquiera el régimen demócrata de Estados Unidos ha sabido hallar una estrategia adecuada. El discurso de Barack Obama en El Cairo, en junio de 2009, encuentra así cierto paralelo con el de Mijaíl Gorbachov en Berlín en 1989: la promesa del diálogo y no intervención despertó a los ciudadanos oprimidos. Pero ahora Obama permanece entrampado entre su idealismo y los intereses comerciales y políticos de la nomenklatura que lo rodea. Acosado por doquier, como Gorbachov en su momento, modera su apoyo a las revueltas ante la posibilidad de que los nuevos regímenes democráticos en el mundo árabe no apoyen con tanto entusiasmo la represión violenta contra el islamismo o no mantengan su forzada connivencia con Israel.
Con un cinismo apenas velado, los países europeos no dejan de señalar que sus verdaderas preocupaciones son económicas -el petróleo de Libia, el canal de Suez- o que temen verse inundados por nuevas oleadas de inmigrantes. Nadie sugiere una intervención humanitaria en Libia y las sanciones comerciales -que con Sadam Husein o Ahmadineyad nadie ponía en duda- resultan tardías o simbólicas. Ni un solo líder europeo ha alzado la voz con la energía suficiente para proclamar que el futuro de la democracia se encuentra allí, en las plazas llenas de manifestantes de Túnez, Egipto, Libia, Bahréin, Yemen o Marruecos.
Qué lamentable luce Occidente: paralizado por sus propios miedos -sobre todo, de nuevo, el miedo al otro- u obsesionado con su propia situación financiera, es una caricatura de sí mismo. Pero la historia es implacable y, si sus líderes continúan en esta tónica, habrá de costarles caro. Democracias plurales, donde tenga cabida el islamismo moderado -en efecto, como el turco- es el mejor escenario para todos.
Excepto, claro, para quienes prefieren negociar con dueños de países en vez de con sociedades abiertas. ¿Quién iba a decirlo? Lo mejor de Occidente está hoy en eso que, con la misma imprecisión geográfica, hoy llamamos Oriente Próximo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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