Por Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Facts are subversive: political writing from a decade without a name. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 06/03/11):
¿Intervenir o no intervenir? Esa es la cuestión. Ver lo dispuesto que está Muamar el Gadafi a matar a todos esos libios que, según él, le “aman” -aunque lo demuestren de formas extrañas-, vuelve a situarnos en un debate fundamental de nuestra era.
Desafío a cualquiera que vea los ataques de los aviones de Gadafi contra esas ciudades asediadas a no reconocer que, por lo menos, es legítimo preguntarse si las potencias extranjeras no deberían intervenir de alguna forma para impedir que siga matando a su pueblo. Y es evidente que algunos libios están de acuerdo. En un artículo publicado el otro día en la página web de The Guardian, “Muhammad Min Libya”, un bloguero que escribe desde Trípoli, se opone con elocuencia a “toda intervención militar de cualquier fuerza extranjera sobre el terreno”, pero es partidario de una zona de exclusión aérea. El hecho de que hasta hace muy poco varios países occidentales, como Reino Unido e Italia, estuvieran haciendo la pelota a Gadafi de la manera más cobarde y vendiéndole armas que ahora puede utilizar contra su propia gente hace que sea todavía más importante plantearse esta pregunta.
El debate sobre el llamado “intervencionismo liberal” está lastrado por dos distorsiones importantes. En primer lugar, al hablar de intervención se suele pensar solo en la intervención armada. Es decir, se ignoran muchas otras maneras que pueden tener los Estados de intervenir en los asuntos internos de otros países. El mero ofrecimiento de ayuda humanitaria a las víctimas de lo que empieza a parecer una guerra civil en Libia es, desde un punto de vista fundamental, intervenir. Y, a partir de la labor de las organizaciones humanitarias, que cuenta con una aceptación prácticamente universal, existen numerosos métodos de intervención, como las zanahorias y los palos económicos y las presiones diplomáticas, hasta llegar a la ayuda cubierta o encubierta, y muchas veces controvertida, a los medios de comunicación independientes y los grupos de oposición, la formación en métodos de actuación no violentos, etcétera. Dentro de ese abanico se encuentran muchas de las formas de intervención más auténticamente liberales -las que ayudan a la gente a ganar su propia libertad-, pero no el uso de la fuerza armada. Durante los últimos 30 años las hemos utilizado demasiado poco en Oriente Próximo.
La otra gran distorsión en el debate sobre el “intervencionismo liberal” es que las acciones militares que más relacionamos hoy con el término (Afganistán, Irak) no tuvieron nada de liberales; o, por lo menos, ese no fue su carácter fundamental. Algunos justificaron esas acciones con argumentos liberales, y algunos liberales las apoyaron, pero no fueron actuaciones basadas en un principio liberal, como sí lo fueron las intervenciones militares de Occidente en Bosnia (demasiado tarde), Sierra Leona y Kosovo.
Los motivos siempre son variados, pero la razón principal por la que las fuerzas occidentales invadieron Afganistán fue que Al Qaeda, que entonces tenía su cuartel general en aquel país, había atentado en Estados Unidos. Esa misión se transformó en -o se mezcló con- la de construir una sociedad en la que, por ejemplo, no se tratase a la mujer como a una esclava encapuchada propiedad del marido: un buen objetivo liberal al que Occidente está hoy renunciando en silencio y avergonzado. Pero seguro que George W. Bush no había pensado mucho en las mujeres oprimidas de Afganistán antes del 11 de septiembre de 2001.
Irak es un caso más complicado. Aquí, los motivos como la frustración por no haber capturado a Osama Bin Laden, el deseo de emplear la superioridad militar estadounidense para apabullar (“conmoción y espanto”) y el interés por el petróleo iraquí se mezclaron desde el principio con un programa neocon de difusión de la democracia y dar ejemplo a toda la región. Incluso el falso argumento de las armas de destrucción masiva se relacionó con casos anteriores de “intervención liberal”, al insinuar que un Sadam Husein con armas nucleares, químicas y biológicas podría ser otro Slobodan Milosevic (de hecho, ya lo había sido con los kurdos iraquíes, un Milosevic antes de Milosevic, mientras Occidente lo ignoraba y le defendía frente a Irán).
Habría que ser estúpido para no reconocer que la invasión de Irak dio al “intervencionismo liberal” mala fama. Y el que más contribuyó a ello fue Tony Blair. Blair, a quien apoyé con firmeza cuando, en su primera época, tuvo un comportamiento gladstoniano en Sierra Leona y Kosovo, queda hoy especialmente mal. Porque no solo se apropió de los argumentos del intervencionismo liberal para justificar la invasión de Irak; a continuación mostró su apoyo personal a Gadafi, el Sadam del norte de África. ¡No acertó ni una! (es verdad que Reino Unido y EE UU convencieron a Gadafi de que renunciara a la mayoría de sus armas de destrucción masiva y, gracias a eso, por lo menos no tiene hoy bombas nucleares que pueda utilizar contra su pueblo, pero para conseguirlo no hacía falta tanta adulación ni tantos negocios con él).
Sin embargo, junto a estas distorsiones del intervencionismo liberal, ha seguido desarrollándose discretamente una versión mucho más liberal de verdad, precavida y respetuosa con la ley. Sobre la base de la tradición nacida tras 1945 de impulsar los derechos humanos y el derecho humanitario internacional, y en colaboración con la ONU, este intervencionismo ha engendrado el Tribunal Penal Internacional y la doctrina de “la responsabilidad de proteger”, también refrendada por la ONU. Desde luego, es una hipocresía que EE UU, Rusia y China amenacen a Gadafi con llevarle ante un tribunal internacional cuya autoridad no aceptan para sí mismos (“haz lo que decimos, no lo que hacemos”). Pero ese es un motivo para que los tres países se incorporen al TPI, no para que haya que abolirlo. Si la amenaza de juicio empuja a más esbirros de Gadafi a desertar, habrá servido de algo.
Y, al fin y al cabo, ¿no tenemos cierta responsabilidad de proteger a quienes se han rebelado contra él, aunque solo sea con la zona de exclusión aérea que proponen ciudadanos libios como “Muhammad Min Libya”, y sobre todo si se trata de protegerlos contra unas armas que nosotros vendimos al dictador?
Hace una década, una comisión internacional independiente encargada de desarrollar la idea de la “responsabilidad de proteger” elaboró seis criterios para decidir en qué casos está justificada la acción militar. Se trata, en definitiva, de una versión modernizada de los viejos criterios católicos sobre la “guerra justa”. Son: autoridad legítima, causa justa, intención debida, último recurso, medios proporcionales y posibilidades razonables. La amarga experiencia, desde Kosovo hasta Afganistán, nos ha enseñado que las “posibilidades razonables” (de triunfar) pueden ser las más difíciles de calibrar y conseguir.
Con arreglo a estos criterios, no estoy nada convencido de que esté justificado implantar una zona de exclusión aérea en Libia… en el momento de escribir estas líneas. Si resulta que Gadafi tiene todavía un arsenal escondido de armas químicas que puede arrojar desde el cielo, mi opinión podría cambiar de la noche a la mañana. Deberíamos preparar planes de emergencia por si acaso. Pero todavía no hemos agotado todas las demás vías, como intentar por todos los medios que los amigos de Gadafi le abandonen (quizá podríamos crear para ellos un centro especial de retiro en la London School of Economics, que hace no mucho tiempo recibió una generosa donación de Saíf al Islam, el hijo de Gadafi). Una zona de exclusión aérea sería muy difícil de controlar y tal vez no tendría más que un efecto marginal en tierra.
Sobre todo, cualquier forma de intervención armada de Occidente -y el Ejército de EE UU dice que para hacer respetar realmente una zona de exclusión aérea sería necesario empezar por bombardear las instalaciones libias de radares y defensas antiaéreas- echaría a perder el mayor motivo de gloria de estos acontecimientos, que es que son todos obra de hombres y mujeres valientes que luchan por su propia liberación.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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