Por Alaa al Ameri, escritor y economista libio-británico. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 14/03/11):
La Revolución Libia está en marcha, inspirada por levantamientos en toda la región que demuestran el poder encarnado en un pueblo que ha decidido no tolerar por más tiempo la injusticia y la represión. Al principio, el asombro paralizó a Europa y Estados Unidos: “No lo vimos venir”.
Hace tiempo que el mundo exterior está desconectado de las ideas, sentimientos y aspiraciones de la sociedad árabe corriente, y sobre todo de sus jóvenes. La mayoría de los retratos occidentales de la calle árabe se basan en indolentes clichés: el odio a “Occidente”, la obsesión con Israel y una tendencia innata al extremismo político y religioso. Según los expertos europeos y estadounidenses, “en todas partes”, y dejando de lado las diferencias sociales, políticas o históricas, el ejemplo era el del “Irán prerrevolucionario”. La Francia de hoy en día apenas se parece a la de finales de la década de 1970, pero para contemplar a todas las sociedades árabes se utilizaba un único y desfasado filtro.
Gracias a este relato, los dictadores de la región se convirtieron en un mal menor. Puede que armarlos, comerciar con ellos y pasar por alto sus desmanes fuera desagradable, pero siempre era mejor que su alternativa. Incluso les enviamos jóvenes para torturar. ¿Quién mejor que ellos para ocuparse de esa incomprensible variedad de ser humano?
Cegado por esta concepción, el mundo se quedó estupefacto cuando una serie de revoluciones dirigidas por jóvenes versados en cuestiones tecnológicas que demandaban democracia, libertad de expresión y oportunidades económicas recorrió la región. Como máximo, la participación islamista en todos esos levantamientos ha seguido el ritmo marcado por sus auténticos instigadores: jóvenes de ideas pro-occidentales. En realidad, en todos ellos los grupos islamistas han quedado relegados ante el avance y las reivindicaciones de los movimientos juveniles.
Sin embargo, en lugar de adaptar sus valoraciones al curso real de los acontecimientos, en Estados Unidos y Europa mucha gente trató al principio de encuadrarlos en los mismos patrones de siempre. En consecuencia, poco puede sorprender que cuando Saif al Islam Gadafi apareció en la televisión libia el 21 de febrero para advertir del posible establecimiento de un “emirato islámico” en Bengasi, sus palabras, citadas por doquier, fueran además seriamente evaluadas por entendidos que con preocupación debatieron las posibles consecuencias que para Europa tendría la caída del régimen de Gadafi.
Es famosa la definición de demencia atribuida a Albert Einstein, según la cual esta significa hacer lo mismo una y otra vez pero con la esperanza de obtener resultados distintos. Retorciendo este principio, podríamos decir que no importa lo que las sociedades árabes hagan, ya que en Occidente muchos solo han interpretado de una manera el posible resultado de estos movimientos: la amenaza islamista.
Es obligatorio preguntarse: si Kim Jong Un, hijo del dictador norcoreano, hubiera ofrecido sus opiniones acerca de la sociedad norcoreana y sobre las razones que explican que rebelarse contra su padre no sea una buena idea, ¿cuántos periodistas y políticos habrían puesto en peligro su reputación creyéndose lo que dijera?
¿Y ahora qué? Para responder a esta pregunta solo necesitamos observar los acontecimientos sobre el terreno y dejar de lado prejuicios desfasados. Allí donde los Gadafi pronosticaron conflictos tribales se ha producido un esfuerzo coordinado para demostrar la unidad nacional. No es sorprendente: en el contexto de Libia, cuando escuchas la palabra “tribu” solo piensas en “región”. En Bengasi y en todas las ciudades liberadas de Libia, los lemas han sido los mismos: “Libia es una y Trípoli su capital”, y “Libia es una tribu”. En consecuencia, la consigna más eficaz para lograr la unidad nacional la proporcionó Saif-al-Islam con sus siniestras amenazas de guerra civil.
El segundo fantasma más preciado del régimen es Al Qaeda. Sin embargo, los que ahora desarrollan un Gobierno transitorio en Libia oriental no han escatimado esfuerzos en subrayar que sus candidatos están libres de vínculos con prácticas extremistas. La razón es sencilla: las reivindicaciones que hay detrás de la Revolución Libia no son ideológicas. En las primeras protestas surgidas en las ciudades orientales ni siquiera apareció el lema ahora familiar de las demás revoluciones árabes: “El pueblo exige la caída del régimen”. Más bien se exigía libertad de expresión, democracia, asistencia sanitaria, educación y mejores infraestructuras. Hasta que el régimen, sirviéndose de mercenarios, ataques aéreos y artillería, no lanzó su sangrienta ofensiva contra civiles desarmados, los manifestantes no se centraron en derribar ese mismo régimen, armándose para lograrlo.
¿Qué puede hacer Occidente? Revolucionarios libios de todo el país coinciden en una cosa: la intervención internacional no puede incluir tropas terrestres. La detención de un equipo de las fuerzas especiales británicas cerca de Bengasi demuestra que lo dicen en serio. Sin embargo, han apuntado con igual claridad lo que sí puede hacer la comunidad internacional.
Mientras escribo estas líneas se observan prometedores indicios de que algunos países europeos y árabes se están preparando para reconocer oficialmente al Consejo Nacional y Temporal Libio para la Transición. Su llamamiento a la creación de una zona de exclusión aérea debe ser atendido. Sin acceso al espacio aéreo libio, el régimen de Gadafi no podrá reaprovisionarse de armas y mercenarios, ni tampoco bombardear ciudades liberadas.
La congelación de los activos personales de la familia Gadafi será irrelevante si no se congelan también otras cuentas libias. La diferencia entre las finanzas personales de Gadafi y la ingente riqueza petrolífera libia no está clara. Debe producirse una auténtica interrupción del flujo de fondos que los Gadafi puedan utilizar para procurarse mercenarios o armamento. Mientras escribo, el petróleo sigue saliendo y el dinero entrando.
Los países que permiten la movilización de mercenarios en su territorio deben actuar para detenerla. A este respecto, el silencio y la inacción equivalen al consentimiento. Hay que desenmascarar a quienes más han apoyado los crímenes de Gadafi. Hay pruebas fehacientes de que Argelia le está proporcionando personal, aviones, armas y mercenarios. Dos supervivientes de un avión militar derribado cerca de Misrata resultaron ser pilotos sirios. En consecuencia, los revolucionarios libios no solo se enfrentan a Gadafi, sino a una coalición internacional de regímenes represivos. Esta federación de tiranos debe también enfrentarse a desagradables consecuencias por su cobarde labor de facilitación de los crímenes masivos cometidos en Libia.
Los buques estadounidenses y británicos fondeados frente a la costa podrían fácilmente interferir en las comunicaciones de Gadafi, limitando su alcance en todo el país. Las retransmisiones de la televisión estatal, utilizadas para difundir informaciones engañosas, amenazas y odio, deberían también ser interferidas. Entretanto, se podría proporcionar a la oposición, además de pequeñas armas, y sistemas antiaéreos y antitanque, imágenes que dieran cuenta de los movimientos de tropas.
El mundo debería también dejar de referirse a Gadafi como el “líder libio”. No lo es. Ahora solo es un señor de la guerra que ataca ciudades libres de todo el país y que tiene como rehenes a los habitantes de Trípoli.
Parafraseando al senador estadounidense John McCain, podríamos decir que, cuando se habla de una intervención internacional en Libia, de lo que se trata es de elegir: o bien podemos actuar ahora, o bien esperar a que ocurra un desastre mucho mayor. Los libios no olvidarán nuestra elección.
El pueblo libio ha señalado una senda que sigue la tradición de las grandes revoluciones democráticas. La cuestión es: ¿nos acordamos lo suficiente de nuestras propias luchas por la democracia como para ayudarles a triunfar?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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