Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 03/10/08):
La batalla de poderes en Washington, consustancial con un sistema político que reposa sobre los pilares del federalismo y la rígida separación de legislativo, ejecutivo y judicial, se ha visto enconada por el tumulto de la campaña electoral y las fuertes presiones de un actor invisible y no elegido, que tiene su sede simbólica en Wall Street. El descrédito del presidente Bush (solo el 25 % de opiniones favorables), que comparte con Truman y Nixon el oprobio de ser el trío más impopular de la historia reciente, añadió combustible y rencor a la rebelión de los legisladores.
Si las dos cámaras del Congreso están dominadas por el partido opuesto al del Ejecutivo, el choque parece inevitable en tiempos aciagos de crisis o en el último mandato presidencial, debido a la maldición del pato cojo. Varios presidentes sufrieron la hostilidad de una mayoría del partido contrario. Afrentado por los dispendiosos demócratas y los lobis, Eisenhower nos legó una filípica que devino tópica contra el invasivo “complejo militar industrial” (1960). Acorralado por el escándalo del Watergate, Nixon dimitió (1974) para evitar la destitución. Llevado a juicio (impeachment) por perjurio y obstrucción de la justicia, Clinton fue condenado por la Cámara y absuelto por el Senado (1999) al no alcanzar este la mayoría requerida de dos tercios para destituirlo.
UNA COALICIÓN heteróclita y radicalizada de izquierdistas y conservadores escenificó en la Cámara de Representantes –la cámara del pueblo– no solo el rechazo del plan Paulson-Bernanke para salvar a los magnates de Wall Street, claramente impopular, sino también la derrota de un presidente en el ocaso, suplantado por su secretario del Tesoro, y del establishment, incluyendo los candidatos presidenciales y los jefes de fila de ambos partidos, que trataron de exonerarse de toda responsabilidad en el desastre y en un rescate problemático.
Para unos, la votación fue el reflejo de la cólera del hombre de la calle contra los banqueros irresponsables; para otros, la venganza de “los nihilistas que hicieron lo que era más popular en ese momento”, presuntamente culpables de oportunismo electoral y de anacronismo por creer que “aún estamos en 1984 y que la amenaza principal viene del socialismo”, según David Brooks en The New York Times. Para los menos, señaló el triunfo de un puñado de rebeldes (95 demócratas y 133 republicanos) contra todos los poderes coligados de Washington y Wall Street.
El populismo tiene mala prensa, pero aparece como el baluarte de los principios. Los demócratas arguyeron que, como en los casos de la Patriot Act (restricción de derechos en aras de la lucha contra el terrorismo) y la guerra de Irak, el plan de rescate fue propulsado por el pánico y la prisa. Los republicanos, adversarios recalcitrantes de cualquier extensión del poder federal y nostálgicos de Reagan, repudiaron “la corrupción y la codicia” de los banqueros, aun a riesgo de dividir al partido y convertir el desorden financiero en crisis institucional.
EN UNA situación tan volátil, me parece que fue un éxito de la democracia, en consonancia con la tradición norteamericana de partidos muy heterogéneos, sin disciplina de voto, más atentos a la opinión de sus votantes que a las exigencias del guión políticamente correcto o al consenso de las élites. Como dijo el populista tejano Jim Hightower, “EEUU no necesita un tercer partido, sino un segundo partido”, el partido de los disidentes, que supere el ritual bipartidismo centrista sobre medidas que los mandarines recomiendan, a veces alejadas de los sentimientos del pueblo.
El desvío y aprobación del plan acicalado por el Senado, más manejable y predecible, menos popular, más conservador y estable –se renueva por tercios cada dos años, mientras la Cámara lo es en su totalidad también cada dos– no corrige el enorme déficit de credibilidad y liderazgo ni sus funestas secuelas y el contagio en otros países que no gozan de la misma vitalidad democrática y económica. Habrá que esperar al 20 de enero, con la jura del nuevo presidente, para un augurio menos sombrío.
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