Por Eugenio Trías (ABC, 05/10/08):
1. Hace unos meses la revista Der Spiegel hablaba de los nuevos cruzados ateos y agnósticos para quienes la culpa de todo este desmadre de injusticia e inhumanidad que llamamos vida y mundo apunta siempre a Dios. El tema es tan antiguo como el magnífico Libro de Job, un texto que estos cruzados de última hora debieran visitar con más frecuencia. Se evoca siempre, en esos medios anti-teológicos, el célebre dilema de la teodicea: si Dios es todopoderoso, entonces no es bueno, dado el horror de inhumanidad en que vivimos; y si es bueno, entonces no es omnipotente (como pensaba el gnosticismo judeo-cristiano, o en general las religiones dualistas).
Job, en el texto bíblico, no es el resignado y paciente personaje que una apologética absurda intenta mostrarnos. Parece que sólo se lee de este libro rebelde y nada ortodoxo el célebre inicio: «Dios me lo dio y Dios me lo quitó». «Desnudo nací del seno de mi madre y desnudo volveré a la tumba».
En el curso del texto Job pide a Dios que comparezca. Quiere discutir y pleitear con Él. Quiere, sobre todo, hacer valer su inocencia. No puede aceptar como un castigo su terrible enfermedad y su infortunio.
¿De qué delito se le está castigando? No se resigna a aceptar una culpabilidad que desconoce. No acepta postrarse ante el Omnipotente, dada su infinita precariedad, asumiendo una culpa que ignora (como sus amigos le recomendaban). Al final Dios hace su aparición: ese es el gran triunfo de Job.
A diferencia de los modernos cruzados anti-teodicea, Job nunca pierde fidelidad, confianza. Pero se permite todo tipo de sospechas y resquemores. Pide explicaciones. Quiere mantener viva la comunicación, la discusión. Al final Dios comparece envuelto en viento huracanado: le exhibe sus poderes, le muestra las bondades de su creación. Hasta le descubre las criaturas del caos a las que primorosamente ha fabricado, el hipopótamo, el cocodrilo (o lo que corresponda al monstruo acuático -o cetáceo medio mítico- llamado Leviatán). Esa teofanía es el mayor regalo que Job recibe de su Hacedor. Mucho más grande que el premio al que se alude en el final narrativo del texto.
2. La enfermedad se cruza con la conciencia de culpa y de pecado. Ambas cosas se hallaban asociadas con frecuencia en el mundo de los salmos penitenciales. Contra esa identificación se revela Job en el libro que lleva su nombre. Esa ecuación constituye el canon religioso de sus amigos, Elifaz de Temán, Bildad de Suj y Sofar de Naamat. Para ellos constituye un dogma que toda enfermedad es castigo por alguna culpa con Dios. Un paso en falso, un peccatum, lleva consigo la enfermedad física como efecto.
Por eso la actitud que se exige del orante en esos salmos, y la que los amigos de Job esperan de él, es la aceptación de la culpa: la humillación ante Dios, el arrepentimiento sincero y la petición de perdón.
Si está tan grave el amigo Job, algo habrá hecho (piensan los tres amigos). Es, sin duda, merecedor del castigo divino. La misma forma de argumentación se trasluce en otro texto bíblico, las Lamentaciones: Si Yaveh castiga a su pueblo con la deportación y el destierro, eso significa que ha pecado gravemente.
Job protagoniza lo que el gran exégeta y teólogo Luis Alonso Schökel denomina un texto «anti-penitencial». En vez de reconocer la falta inherente a su grave enfermedad, proclama a viva voz su inocencia; en lugar de postrarse ante Dios en actitud humillada, se reivindica ante él y le pide cuentas.
¿Se trata de la versión hebrea -que el Libro de Job conduce a forma arquetípica universal- del Filoctetes helénico, o de la forma sufriente del Prometeo encadenado de Esquilo, que desafía a Zeus y predice su declive?
Prometeo es un titán, un dios zaherido y oprimido por haber beneficiado a los mortales. No hay, en cambio, tiranismo prometeico en Job.
Job protagoniza en versión sufriente la condición humana -efímera y mortal- en su quintaesencia. Sabe desde el principio el abismo que le separa de Dios. Pese a sus destempladas expresiones, ocasionadas en parte por la actitud sumisa de sus amigos, confía en Dios. Por eso mismo le llena de reproches, le pide cuentas, desea pleitear con Él, le apremia a que comparezca.
Quiere -ante y sobre todo- ver a Dios: esa es su máxima demanda. Sólo pide como consuelo la comparecencia divina en una teofanía explícita.
3. Antes de las profecías de Daniel y del Libro de los Macabeos no hubo revelación teológica relativa a una resurrección personal, o a una resurrección de los muertos que afectase a la persona individual.
San Jerónimo busca de forma detectivesca vestigios figurados que anticipen esas verdades apocalípticas que alcanza estatuto canónico en el Nuevo Testamento. El hebreo parece decir, en un pasaje importante de libro: espero a mi Vengador; al abogado que pueda defenderme. Job da mucha solemnidad a esa comparecencia de un tercero en su pleito con Dios. Quiere que conste para siempre, más allá de su propia vida. Prefiere que se le haga justicia, aunque sea a expensas de la vida miserable que lleva.
Job tiene la convicción visionaria de que acudirá finalmente un vengador, o un abogado. San Jerónimo traduce: un redentor. Con lo que el texto queda convertido en la premonición del Cristo. Y el ambiguo texto hebreo y griego, en el que se expresa el deseo de Job de ver a Dios, aun sin piel, en pura carne despellejada, en el estado más horrible de la enfermedad mortal, se vierte al latín de tal modo que el pasaje se convierte en presagio de la resurrección.
Está probado que el horizonte de Job es exclusivamente terrenal. Tras la muerte nada hay. No se ha producido todavía la crisis apocalíptica -asociada a la gloria del martirio- como consta en el Libro de los Macabeos, que traerá consigo la idea de una resurrección gloriosa.
4. Hay un espectacular retorno al escenario genesíaco primordial en el Libro de Job: al final, en la comparecencia en persona de Yaveh, bajo la máscara del Dios de las Tormentas. Lo que ofrece como materia de revelación a Job -que consigue al final su propósito: ver a Dios- es justamente el recuerdo de su gran actividad creadora.
El Dios genesíaco sólo le reprocha a Job no haber asumido la limitación inherente a su escasa sabiduría. Ha sido incapaz de comprender los designios trascendentes, inescrutables por el hombre, respecto a la naturaleza ambivalente de la creación, y de su prolongación en la historia sagrada. En la creación conviven los seres favorables al hombre y los salvajes, los animales domésticos, los silvestres y los que son hijos del caos, como Beemoth y Leviatán.
Dios sabe que Job le había sido siempre fiel, por mucho que le imprecara, o que le tildara de enemigo, de injusto, de causante de sus males sin razón y sin motivo, o de que le acusara de beneficiar siempre a los más malos, perjudicando a los inocentes y a los que sufren. Ganó Yavéh la apuesta al Satán (el Gran Fiscal enemigo de los hombres) presentada de manera espectacular al comienzo del libro. El Satán -que así se le llama en el libro- no consiguió que Job renegara de Dios. Su religiosidad era desinteresada; no derivaba de la opulencia de su bienestar material alcanzado.
Sus objeciones a la teodicea, a diferencia de los nuevos cruzados anti-Dios a que se refería la revista alemana Der Spiegel, se hacían desde una actitud de confianza y de oración, lo que no excluye la expresión airada, incluso iracunda y llena de reproches.
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