Por Jordi García-Petit, académico numerario de la Real Academia de Doctores (EL PAÍS, 29/09/08):
Ante ampliaciones precipitadas de la Unión Europea, reformas institucionales en suspenso, flujos incontrolados de inmigrantes, países emergentes que inquietan, crisis financiera mundial, ruido de tanques rusos en nuestro limes… una parte de las élites intelectuales y mediáticas europeas reaccionan con una exacerbada crítica a la Unión. Se tilda a ésta de impotente, paralizada, ineficaz, y cabe que pronto se sentencie su obsolescencia, sin que nadie apunte alternativa seria alguna.
Esa actitud conecta con una corriente contemporánea muy europea de autodenigración, de permanente estado de catarsis por culpabilidades refrescadas una y otra vez, de crímenes y conductas monstruosas, entre los que son paradigma Auschwitz, asumido como expresión suprema de la maldad europea, y el colonialismo, recordado como expoliación y humillación de los sometidos. Las poblaciones europeas, malhumoradas por las crisis que ya padecen y las que presienten, han olido la desafección y se suman al euroescepticismo ambiental. Si hasta hace poco, encuesta tras encuesta, los ciudadanos europeos mostraban una preferencia notable por más Europa, el 44% de los europeos interrogados cree ahora que la vida ha empeorado desde que su país se adhirió a la Unión. ¿Se corresponde con la realidad ese pesimismo?
De hecho, viendo como le va al resto del mundo, los europeos deberían sentirse relativamente satisfechos en todos los campos, incluido el de la economía doméstica, reasegurada en último extremo por el modelo social europeo, el más avanzado de entre los países desarrollados. No ayudan a formar una opinión equilibrada en la percepción de la singularidad positiva y de las potencialidades de Europa ni la autoflagelación de las élites, que por no ver no miran el medallero olímpico de los Juegos de Pekín, que da una apabullante ventaja al conjunto de los deportistas de la UE frente a los de la ensalzada China -274 medallas europeas por 100 chinas-, que por no hablar bien de Europa no se enteran del mayor experimento científico de la historia iniciado con el acelerador de partículas (LHC) puesto en marcha por los europeos en Ginebra, ni la deshonestidad intelectual de los políticos que sacrifican a la UE como chivo expiatorio de sus propios pecados. Sobresale en esa práctica una cierta izquierda que se desmelena contra las directivas comunitarias que no le gustan, como ha sido el caso de la del retorno de los inmigrantes clandestinos y la que permite una semana laboral de 60 horas, recurriendo a la demagogia fácil y al desprestigio de las instituciones europeas, ocultando que la orientación de la normativa comunitaria depende de la composición de las instituciones de la UE y ésta refleja el resultado de las elecciones en el marco nacional.
Más allá de las derivas ideológicas, ¿puede hablarse de un agotamiento de la idea de Europa plasmada en la construcción europea de los últimos 50 años? Los fundamentos originarios, paz, democracia y prosperidad, siguen siendo plenamente válidos, como lo prueban las acometidas que han padecido por las guerras balcánicas, la lucha contra el terrorismo y las crisis económicas. Tal vez Merkel, Sarkozy y Zapatero, por citar líderes proeuropeos, no tienen el compromiso moral que Mitterrand, Kohl y Felipe González tuvieron con Europa, pero saben que la UE es necesaria porque cada uno de los Estados que representa no puede dar sólo una respuesta suficiente a los múltiples desafíos que plantea el siglo. Habríamos pasado, pues, de la era de los entusiasmos a la era de la necesidad. No está tan mal. La necesidad también es una fuerza constructiva.
Además de reformar el sistema institucional y profundizar la integración económica, Europa necesita fronteras claras, unos límites geográficos, políticos y culturales que enmarquen la identidad europea, una defensa propia, que pasa inevitablemente por fuerzas armadas europeas integradas y autónomas respecto a la OTAN, un servicio diplomático que ejecute directamente la política exterior común, una política de sociedad europea, que sea más que una política social, para generar una lealtad ciudadana y popular hacia la UE.
Fronteras, ejército, diplomacia y sociedad han sido patrimonio exclusivo de la soberanía estatal. Compartirlos federalmente en el seno de la UE no será fácil. Se opondrán a ello no sólo las estructuras estatales y los sentimientos nacionales, sino también la actitud timorata que impregna toda la acción europea y la sumisión al chantaje de la culpabilidad, que paraliza Europa ante el mundo coartando la legítima protección de los intereses de los europeos. Ejemplos, los que se quiera: el ridículo ante el incumplimiento por parte rusa del plan de paz Medvédev-Sarkozy de agosto sobre Georgia; los periplos del actual responsable de la política exterior y de seguridad de la UE, delegado volante del apaciguamiento sin costes; la captura de barcos europeos por piratas a lo Sandokán; las medidas en orden disperso ante la crisis del modelo económico de crecimiento… Europa, si quiere ser creíble de puertas adentro y de puertas afuera, tiene que ser envidiada por su eficacia y temida por su poder. Por eso, o aspira sin complejos a ser una potencia o quedará relegada a la nada.
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