sábado, octubre 04, 2008

Liberalismo, tabaquismo, democracia

Por Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Málaga. Este otoño publicará Sueño y mentira del ecologismo. Naturaleza, sociedad, democracia, Siglo XXI (EL PAÍS, 04/10/08):

Se acuerdan ustedes de la ley contra el tabaco? Probablemente no, tal es la facilidad con que el asunto ha desaparecido, literalmente, de la agenda pública. Ni una sola palabra durante la campaña electoral, ni un solo anuncio después. Cuando se les pregunta, los responsables de la sanidad española sostienen alegremente que la ley funciona; y asunto resuelto. ¡No dicen desde la Secretaría de Universidades que los estudiantes Erasmus vienen a España por la excelencia del sistema educativo! Hablar es gratis. Sin embargo, sucede exactamente lo contrario: la modernísima -y aun posmodernísima- sociedad española que dibuja la astuta propaganda oficial posee ya una de las más ineficaces leyes contra el tabaco del continente. ¡España como retrovanguardia! Más bien, se trata de una ley sobre el tabaco: una amable glosa legislativa. Basta salir a la calle para comprobarlo: prueben a tomar un café, a cenar o a tomar una copa en un espacio libre de humo; es imposible. Desde luego, la ley nació muerta, dadas las voluntarias ambigüedades que contenía; pero es que su incumplimiento ha sido, por añadidura, generalizado. En ese sentido, es conveniente volver sobre este problema, dado que constituye un caso ejemplar de algunas de las patologías más recurrentes de la sociedad española: la incapacidad para el debate político razonado, la degradación del espacio público, el incumplimiento generalizado de las normas. Y así sucesivamente.

Aprobar la ley, a condición de que no se cumpla; incumplirla, para que no importe si se aprueba. Tal parece haber sido la divisa con que Gobierno, oposición y ciudadanos asumieron la entrada en vigor, durante la anterior legislatura, de la ley contra el tabaco. ¡Admirable, españolísimo cálculo! Recordemos que la norma prohíbe fumar en todos los edificios públicos y lugares de trabajo; al tiempo, establece unas restricciones de grado para los establecimientos privados abiertos al público: por debajo de 100 metros cuadrados, pueden elegir entre ser bares para fumadores y bares para no fumadores; por encima, obliga a crear espacios separados para los segundos. Dada la lenidad implícita en una ley semejante, la sociedad se ha apresurado a recoger el guante: ni se cumple ni se sanciona. No, pero sí. Según informaba este periódico el pasado mes de febrero, apenas pueden calcularse unas 400 sanciones en dos años; el heroico Partido de los No Fumadores ha presentado en vano hasta 1.100 denuncias. ¿Sorprendente? Desgraciadamente, no: a fin de cuentas, durante al menos una década, este país ha sacrificado el sueño de sus ciudadanos en el altar de la diversión juvenil; qué no hará por satisfacer un hábito tan popular. Hace mucho tiempo que las autoridades españolas, inexplicablemente, renunciaron a lapedagogía de la multa como medio de cumplimiento de las normas; y la consecuencia inmediata es que el espacio público se ha convertido en aquél donde uno hace lo que no haría en el privado: pintar un graffiti, tirar cosas al suelo, dar gritos. Y el resultado neto es que, en lugar de aproximarnos a Suecia, vamos pareciéndonos -sin ofender- a Bogotá.

Desde luego, este decepcionante resultado demuestra que sólo una norma que imponga sin distingos la prohibición absoluta de fumar en cualquier espacio público puede ser eficaz. Es el llamamiento que ha hecho este verano el Tribunal Constitucional alemán, después de anular las leyes de aquellos länder que establecían prohibiciones mixtas, sobre la base de un principio de igualdad: si se da libertad de disposición, debe ser para todos. Esa prohibición total rige, por ejemplo, en Italia, donde parece cumplirse; y desde hace tiempo en la muy liberal -en sentido tanto europeo como americano- California. Nuestra ley es ya, en el contexto europeo, obsoleta. Y un país lleno de colillas, donde la ropa nos huele a humo al llegar a casa, es un país antiguo. ¿Por qué no puede aplicarse una norma así en España? No quiero pensar que el Gobierno quisiera aplicarla pero haya capitulado ante el rechazo de los ciudadanos: esa razón no sería aceptable. Y en este punto es donde cobra importancia el problema de la fundamentación de una ley contra el tabaco; una fundamentación correcta, cabría añadir, a la vista del esperpéntico debate público desarrollado con motivo de la tramitación de la norma vigente.

Después de que el Gobierno hubiese anunciado su intención de promulgar la ley, quedaron fijadas dos posiciones básicas y, como siempre, impermeables a la argumentación ajena. Por una parte, el Gobierno sostenía la necesidad de proteger a los trabajadores expuestos al humo -argumento insostenible si pensamos en las excepciones contenidas en la ley, que por ejemplo dejan sin protección a la mayor parte de los trabajadores de la hostelería y la restauración- y defendía simultáneamente la necesidad de defender la salud del fumador. Por otra, la oposición enarboló la bandera de la libertad, pero, ¿adivinan de quién? También del fumador, claro. Esta divisoria en absoluto reproduce un antagonismo ideológico entre izquierda y derecha, o socialismo y liberalismo: si invirtiéramos los papeles y pusiéramos al Gobierno donde la oposición, y viceversa, cada uno habría dicho lo contrario de lo que realmente dijo: la tediosa danza y contradanza partidista. Ni unos ni otros aciertan, desgraciadamente: el sintagma correcto es la defensa de la libertad de quien no fuma. Y la razón es muy sencilla. Esa libertad abarca el derecho del trabajador, pero sobre todo establece el único criterio válido para la prohibición total, esto es, el derecho a la salud de quien no fuma.

¿Y la libertad del fumador? Sólo puede ejercerse allí donde no supone una carga sobre la libertad ajena; punto. Puede argüirse que existe algo así como un derecho histórico de los fumadores, derivado de su adicción, a poder seguir fumando;pero esto sólo obligaría a crear espacios reducidos y cerrados para ellos, algo muy razonable: no al contrario. Hay un aspecto, sin embargo, donde el argumento de la libertad es certero: un fumador puede elegir, libremente, arruinar su salud. ¡De algo hay que morir! Es incoherente que una sociedad que autoriza el aborto y piensa en legalizar alguna forma de eutanasia, adopte con el fumador una actitud paternalista. Distinto es que el fumador compense al Estado por los costes sanitarios que se derivan de su estilo de vida, algo que en parte ya se hace a través de los elevados impuestos sobre el tabaco.

Pero la prohibición de fumar no es una limitación arbitraria de la libertad del fumador, ni la imposición gubernamental de un modo saludable de vida; además, esto no tiene nada que ver con el liberalismo. En cambio, la libertad de los no fumadores para disfrutar del espacio público es un argumento incontestable, que en cualquier país avanzado liquidaría el debate sobre este asunto; de hecho, ya lo hace. Que aquí no suceda lo mismo se debe, en parte, a la imposibilidad de que este argumento sea reconocido como válido por quienes se verían afectados tras su transformación en norma: los fumadores mismos. Porque, ¿puede confiarse en que un fumador antepondrá el interés general a su necesidad privada? Difícilmente; su razonabilidad argumentativa es bien sospechosa. Esto no supone negar su capacidad para participar en el debate, faltaría más, sino comprender su singular punto de partida: defender un hábito del que casi todos ellos querrían apartarse.

Así pues, ahora que hablamos tanto del medio ambiente, bien podríamos empezar por mejorar el entorno más inmediato, aquel en que se desarrolla nuestra vida cotidiana. España no puede ser, también en esto, una excepción. Y sobre todo, no puede serlo por las razones equivocadas, a saber: la tiranía consuetudinaria de una parte de la población que, so pretexto de un insólito excepcionalismo moral, convierte a los demás en paganos de su forma de vida.

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