miércoles, octubre 01, 2008

Los magnates desaparecidos

Por Ron Chernow, escritor y analista de The New York Times (EL MUNDO, 29/09/08):

El mundo de los grandes bancos de inversión de Wall Street ha desaparecido a una velocidad vertiginosa. Empresas legendarias, algunas con más de un siglo de antigüedad, se han fusionado y dejado de existir (Bear Stearns, Merrill Lynch), han ido a la quiebra (Lehman Brothers) o han buscado una salida como empresas matrices de bancos comerciales (Goldman Sachs, Morgan Stanley). ¿Por qué demonios ha ocurrido esto?

La muerte de Wall Street ha sido una crisis a cámara lenta, agónica, apenas perceptible para unos protagonistas que todavía registraban enormes beneficios en los años más recientes. Por debajo del alboroto de las mesas de contratación y del toque mágico de las finanzas esotéricas bullía el dato ineludible de que estas empresas habían olvidado su razón de ser: canalizar capitales hacia las empresas norteamericanas.

El poder dinástico ejercido por los magnates de Wall Street a finales del siglo XIX y principios del XX estaba basado en la escasez de capitales. Sólo un puñado de países europeos y sus banqueros privados tenían excedentes de capital para financiar el desarrollo de ultramar. En un mundo escaso de efectivo, J. Pierpont Morgan y otros grandes de las finanzas ejercieron un poder divino sobre los ferrocarriles y los fabricantes norteamericanos porque hicieron de puente de los indispensables flujos de capitales desde Europa. Con sus sombreros de copa, sus gruesos habanos y sus modales bruscos, resultaba difícil calificar de altruistas a estos corpulentos magnates. Como a Morgan le gustaba recordar a los espíritus más sentimentales, «no estoy en Wall Street por razones de salud». No obstante, él y los de su clase prestaron a los Estados Unidos un servicio valiosísimo al garantizar a los inversores europeos que recibirían unas rentas adecuadas por sus inversiones y al asegurar un flujo ininterrumpido de capitales.

Para salvaguardar estos rendimientos, los banqueros de inversión al estilo tradicional se convirtieron en los todopoderosos jefes supremos de sus exclusivos clientes. Cuando ponían en circulación acciones de las empresas, se guardaban para ellos una buena tajada. Algunos clientes no estaban conformes con estos grilletes de oro mientras que otros estaban encantados de esta servidumbre. Como contaba ufano el dueño del ferrocarril de New Haven, cliente de Morgan, a unos periodistas, «llevo puesto el collar de Morgan, pero estoy orgulloso. Si el señor Morgan me ordenara mañana que me marchara a China o Siberia para defender sus intereses, haría las maletas y me iría». En el laberinto sin sol del Bajo Manhattan, las viejas casas de Wall Street eran templos de las finanzas en miniatura. La clase dirigente, todos ellos hombres y blancos como la leche, andaba sobrada de esnobismo e intolerancia y no se molestaba siquiera en abrir oficinas; el mensaje tácito a los peatones estaba claro: pasen de largo. De ese modo se traducía la fórmula patentada por estos bancos de servir exclusivamente a clientes solventes: naciones industrializadas, empresas de primera fila e individuos manifiestamente ricos.

En Londres, estas pequeñas sociedades eran conocidas como «casas de emisión» porque emitían acciones y bonos, pero ni comerciaban con ellas ni las colocaban. Dentro de su cultura de aversión al riesgo, J. P. Morgan y los de su camada consideraban la bolsa un lugar ligeramente vulgar que era mejor dejar en manos de los judíos y de otros grupos raciales variados que estaban al margen de la categoría superior de las casas de inversión. Semejantes prejuicios proporcionaron tiempo después a firmas predominantemente judías como Lehman Brothers y Goldman Sachs una notable ventaja competitiva. Incluso en los años 20, las firmas de más alcurnia de Wall Street se mantuvieron más o menos al margen del frenesí bolsístico.

La legislación sobre títulos financieros durante el New Deal [la nueva política económica de los Estados Unidos aplicada por Roosevelt entre 1933 y 1940], que exigía un conocimiento más exhaustivo de la contabilidad de las empresas, erosionó el poder de los caciques de Wall Street. Esta transparencia sin precedentes redujo la necesidad de muchas empresas de contar con el imprimatur de un banquero para certificar su solidez. La Ley Glass-Steagall, de 1933, que obligó a los bancos que prestaban servicios plenos a escoger entre banca de inversión y banca comercial, redujo aún más la influencia de las casas de inversión.

Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los mercados de capitales se recuperaron, los bancos de inversión de Wall Street siguieron siendo sociedades minúsculas con un poder desmesurado sobre la Norteamérica empresarial. Morgan Stanley exigía relaciones bancarias exclusivas con la flor y nata de las empresas norteamericanas, como AT&T, General Motors, U. S. Steel, General Electric, DuPont, IBM y Standard Oil of New Jersey. La esencia de su negocio seguía siendo la colocación tradicional de acciones y bonos. El emblema de la época eran las lápidas, aquellos anuncios rectangulares en los periódicos en los que se anunciaban ofertas de títulos con el correspondiente listado de las firmas participantes, encabezados por los mandamases de Wall Street en el tercio superior del anuncio.

La colocación de acciones alimentaba una cultura de grupo social, basada en una banca de «relaciones personales» en la que un buen swing en el golf, unas referencias de la Ivy League [las ocho universidades de mayor prestigio académico y social en los Estados Unidos], la facilidad de charlar de cosas intrascendentes alrededor de un martini y unas buenas relaciones familiares contaban más que la auténtica situación financiera. Las empresas no hacían publicidad e incluso pagaban a relaciones públicas para no salir en la prensa. Mostraban su disgusto por las adquisiciones, los movimientos accionariales y las demás actividades que tuvieran un carácter hostil porque podían amenazar su codiciado negocio como intermediarios. Por si fuera poco, imponían más reglas de etiqueta que en un baile de debutantes. Se consideraba de mal estilo fichar a un empleado de la competencia o tentar a un cliente de otra firma. A pesar de todos sus defectos, estas firmas de primera fila seguían jugando un papel crucial en la economía y sacaban a cotización acciones y bonos para que se pusieran en marcha nuevas fábricas y nuevas empresas.

El Wall Street de toda la vida empezó a morir en 1979, cuando IBM advirtió a Morgan Stanley de que quería que Salomon Brothers codirigiera una emisión de deuda por importe de mil millones de dólares. Temiéndose que su establo de clientes cautivos se alzara en rebeldía de forma parecida, los socios de Morgan insistieron en ser los únicos que colocaran la emisión. Se quedaron atónitos cuando IBM les hizo llegar como respuesta que Salomon Brothers sería el gestor principal de la emisión.

¿Cuál era la explicación de este giro inesperado? Por primera vez desde los tiempos de gloria de J. P. Morgan, los clientes empresariales tradicionales se habían vuelto más poderosos que sus banqueros. Con Europa y Japón asoladas por la Segunda Guerra Mundial, las empresas norteamericanas habían disfrutado de una supremacía incontestable en los mercados mundiales. Se habían hecho lo suficientemente grandes para financiar su expansión con los beneficios que habían obtenido y contaban con más alternativas que antes en los mercados de créditos. Muchas de ellas habían desarrollado sus propias filiales financieras con calificaciones crediticias de triple A y prácticamente no necesitaban para nada que los banqueros de Wall Street certificaran su solvencia. Firmas de intermediación como Salomon Brothers y Goldman Sachs estaban aprovechando su capacidad de cultivar relaciones con inversores institucionales poderosos, como fondos de pensiones y compañías de seguros, con lo que estaban mordiendo los beneficios de las casas de guante blanco. La colocación de capitales sufrió un deterioro y se convirtió en un negocio de escasos márgenes en cuanto los intermediarios de la bolsa enredaron a los banqueros de sangre azul en una batalla darwiniana.

La desaparición de su actividad tradicional crearía en las décadas siguientes un vacío que fue ocupado por una miríada de negocios volátiles y de mucho riesgo. El confortable mundillo de la banca de relaciones personales dejó paso al mundo brutal de la banca transaccional. La intermediación de acciones, materias primas y derivados, las adquisiciones hostiles, las compras apalancadas y la prima de corretaje por los fondos de cobertura de riesgos requerían balances siempre más detallados, lo que obligó a las casas de inversiones a transformarse en empresas enormes que cotizaban en bolsa. Aquellas firmas que en tiempos se mantenían a prudente distancia de los mercados de valores estaban ahora a merced de fuerzas que no controlaban mientras los inversores exigían cada vez beneficios más altos en medio de una competencia encarnizada, lo que llevó a los banqueros a asumir riesgos que habrían puesto los pelos de punta a sus antecesores en Wall Street.

Mientras el Wall Street de antes se mantuvo siempre fiel a sus clientes más prestigiosos, el Wall Street de ahora se había lanzado a una carrera muy poco elegante hacia lo más bajo de la escala. Las casas de inversión que en tiempos sólo trabajaban con bonos de la máxima calificación se vieron arrastradas por la fiebre de los bonos basura en los años 80. Firmas que tiempo atrás no hacían ni caso a empresas que no figuraran en la lista de las 500 más grandes de la revista Fortune acudían en tropel a Silicon Valley en los años 90, ansiosas por sacar a bolsa empresas poco fiables. Por si faltara poco, en una final reductio ad absurdum, durante la última década Wall Street se dio un auténtico atracón de títulos respaldados por hipotecas, con lo que uncía su destino al de los deudores menos solventes de los Estados Unidos. Adictos a montañas colosales de apalancamiento, los en otros tiempos árbitros de un capital escaso se habían convertido en los prestamistas menos escrupulosos.

Los grandes bancos de inversión que en tiempos canalizaban unos capitales preciosos siguen existiendo ahora en un mundo inundado de dinero, surcado de flujos de capital procedentes de todos los continentes, con unos mercados financieros de una profundidad y una liquidez como no se habían visto nunca. Una vez que la crisis actual se haya superado, los servicios de banca de inversión volverán de nuevo a florecer en el seno de conglomerados financieros diversificados. Liberados de su excesivo apalancamiento y supervisados más estrictamente por los reguladores, es posible que los banqueros de inversión lleguen incluso a redescubrir otra vez las virtudes tradicionales de las finanzas corporativas. Pequeñas firmas especializadas seguirán prestando su asesoramiento fiable, como antaño. Sin embargo, las casas de inversión de Wall Street que hemos conocido, con su glorioso pasado a cuestas, se han ganado ahora unos anuncios tipo lápida de un estilo muy diferente.

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