Por Xerardo Estévez, arquitecto (EL PAÍS, 02/10/08):
Ante el horizonte global de crisis, cabe preguntarse si en un sector de la economía donde predominan, por lo que se ve, losneocon-pillos, una administración en Washington más sagaz no podía haber previsto el terremoto hipotecario americano. En otro contexto financiero, pero de alguna forma agravado por aquel, sí era, en mi opinión, predecible la crisis inmobiliaria española, con la desmesurada construcción de más de 800.000 viviendas al año y el precio subiendo; sólo que en aquellos momentos de euforia pocos quisieron escuchar el razonable pronóstico del estallido de la burbuja. Hay que admitir, con todo, que el crecimiento sostenido durante tantos años ha mejorado apreciablemente la calidad de vida; eso sí, por lo general a costa del deterioro del territorio. Un satélite que fotografió el ladrillo nos hizo advertir los efectos de una ciudad en huida, con una excesiva colonización y un crecimiento desordenado y disperso, sobre el que no se quiso echar cuentas de sus costes de conexión, movilidad, seguridad y mantenimiento.
Cuando se “calienta” el suelo y, al mismo tiempo, unos bancos espléndidos catapultan la demanda con un Euríbor asequible y tasaciones un tanto sobrevaloradas para comprar, de paso, muebles y coche, la conclusión que se puede sacar es que la subida del precio de la vivienda es imparable; por cierto, muy al contrario de la filosofía de la ley del Suelo de 1998, derogada en 2007, que relacionaba de forma simplista una liberalización del mercado de suelo con una reforma estructural de la economía española. En los ciclos de máximo beneficio al mercado le molesta lo público y grita, como en el boxeo, segundos fuera, pero luego pide socorro en la adversidad.
En esta ciudad-negocio lo que se compra no es tanto la casa para vivir, que se deprecia, sino más bien la parte proporcional de suelo alcista. En cierto modo, nos vemos todos convertidos en especuladores pasivos, atrapados en una contradicción: somos conscientes de que el precio de la vivienda no puede seguir subiendo desmesuradamente, pero al mismo tiempo rezamos para que no baje; sólo a aquellos que aspiran a adquirir un piso les conviene que el precio se contenga. El problema surge ahora, cuando muchos se encuentran pagando una hipoteca superior al precio de mercado de su vivienda y con el Euríbor inestable.
La Administración central enfatizó quizá en exceso la aportación coyuntural del cemento al PIB y al empleo, y evitó abordar el tema de una financiación municipal suficiente para que los ayuntamientos no sean tan dependientes de la marea inmobiliaria. Porque a la administración local esta actividad le permite recaudar y realizar inversiones y, con cierta candidez, ha vinculado la construcción masiva con el éxito electoral. Mientras, las autonomías más constructoras dedicaron demasiado tiempo a legislar minuciosamente, para luego ser demasiado flexibles en la aprobación de los planes generales y eludir el deber de coordinar las políticas municipales con planes territoriales que acotasen los desmadres de algunos ayuntamientos.
Si algo positivo tienen las crisis es que nos mueven a sacar conclusiones. En primer lugar, no es cierto que el territorio lo aguante todo: su ocupación extensiva produce desajustes y desequilibrios costosos. No necesitamos que la Unión Europea venga a contárnoslo para decir no a la avaricia de unos cuantos grandes propietarios de suelo que lo han ido adquiriendo como rural pensando en convertirlo en edificable, al margen de cualquier previsión urbanística.
Una buena ordenación territorial, como la que admiramos en otros países de nuestro entorno, evitará dedicar el tiempo de la política y los recursos públicos a reparar errores y permitirá, a cambio, invertirlos en una economía de innovación. Es verdad que el urbanismo tendrá que actualizarse a través de planes viables donde la vivienda se incardine en lugar de ir por libre y las infraestructuras, además de comunicarnos, sirvan para ordenar el país. Es aquí donde las autonomías, junto con la inversión y la prestación de servicios, tienen que dedicarse a regular el territorio con criterios supralocales.
Para acometer políticas sostenidas y no cíclicas al albur del interés o desinterés económico es necesario deslindar el problema real de la vivienda del negocio de la vivienda. Debe mantenerse una cooperación continuada entre lo público y lo privado para construir viviendas de protección, en venta o en alquiler, y con una arquitectura innovadora para dar satisfacción a las demandas de una sociedad cambiante. Es decir, hay que racionalizar el sector residencial a fin de permitir una revalorización equilibrada y un dinamismo que impida la formación de grandes stocks de pisos vacíos que conformen una ciudad de persianas bajas.
La política ha de realizar cierto grado de prognosis, ir un palmo por delante de la realidad y dotarse de una perspectiva global que reemplace el pensamiento cortoplacista. El Gobierno no deja de darnos ánimos, mientras la oposición insiste en infundir pesimismo. Ambos habrían de coincidir en que se debe introducir sostenibilidad en el mercado, para que no pase de la euforia a la depresión, dejando familias hipotecadas generacionalmente hacia atrás, padres y abuelos que ayudan hoy, y hacia delante, hijos que heredarán la carga.
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