Por Juan Carlos Rodríguez, investigador de Analistas Socio-Políticos y profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (EL MUNDO, 01/10/08):
Los sucesos acontecidos hace unos días en un instituto de Finlandia, que desembocaron en el asesinato de una decena de personas y el suicidio del asesino, un joven de 22 años, vuelven a traer a la discusión pública el problema de la violencia juvenil, sus causas y los modos de prevenirla o paliarla. Cuando se trata de una matanza cometida con un arma de fuego, el reflejo condicionado de muchos políticos, periodistas y ciudadanos del común es poner en cuestión la regulación de la tenencia de armas en el país en el que han ocurrido los hechos. Como en bastantes ocasiones estos asesinatos tienen lugar en Estados Unidos, pronto se producen denuncias de su permisiva legislación sobre armas como la causa de la tragedia. En esta ocasión, la masacre se ha producido en Finlandia, y no es la primera de estas características en tiempos recientes, pues un hecho similar tuvo lugar en noviembre de 2007. Coincide también que la tenencia personal de armas está bastante extendida en el país nórdico, y ya se oyen voces en Finlandia proponiendo una legislación de armas más restrictiva.
No me ocupo de esta suerte de reflejo condicionado de la discusión pública, muchos de cuyos partícipes reaccionan pidiendo medidas urgentes para atajar las supuestas causas de un problema, en este caso, la regulación de los permisos para llevar armas. No, me interesa otro, cada vez más resaltado, relacionado con las circunstancias previas al asesinato, en las que resulta característico el uso de internet o alguna otra nueva tecnología de la comunicación y la información. El joven finlandés había colgado en YouTube varios vídeos mostrando su afición a las armas cortas y, aparentemente, había avisado, de manera genérica, de sus mortíferas intenciones. En noviembre de 2007, el asesino y suicida había mostrado claramente en YouTube su voluntad de asesinar. Y en abril de 2007, el estudiante coreano responsable de la matanza en Virginia Tech, en Estados Unidos, en la que murieron 33 personas -incluyendo al homicida-, también utilizó medios audiovisuales para explicar su visión de los terribles hechos que iba a protagonizar, aunque esta vez los difundió como un DVD enviado por correo a un medio de comunicación.
En una escala, obviamente, muy inferior, pero también con bastante difusión mediática, se cuenta una colección creciente de casos de acoso escolar o maltrato entre adolescentes grabados con la cámara del teléfono móvil por los perpetradores o sus cómplices. Estos, después, los difunden mediante mensajes a otros móviles, o, incluso, los cuelgan en YouTube, procurando la difusión de sus odiosas acciones, de las que, aparentemente, se sienten orgullosos.
En realidad, es de esperar que cada vez sea más frecuente que determinados casos, graves o no tanto, de violencia de adolescentes y jóvenes (y de personas más adultas, claro) aparezcan vinculados, de un modo u otro, al uso de internet o los teléfonos móviles o, incluso, a los videojuegos. No sería de extrañar, pues cada vez más ámbitos de la vida, desde el cultivo intelectual personal hasta la diversión, pasando por el comercio o las relaciones de amistad o de compañeros, transcurren parcialmente por esos nuevos canales. Sin embargo, no son pocos los partícipes en la discusión pública que enfatizan el vínculo entre nuevas tecnologías y violencia, alertando de lo dañino de aquéllas, especialmente porque puedan alentar en adolescentes y jóvenes una mayor agresividad y un mayor grado de conductas nihilistas. Así, no es raro leer o escuchar a expertos, reconocidos o no, advertir de las negativas consecuencias de la utilización de videojuegos violentos o de la frecuentación de según qué páginas en internet, o alertar de la despersonalización de las relaciones humanas que implican las comunicaciones por el messenger o los chats. Algunos han llegado a afirmar que el hábito de operar en mundos virtuales puede llevar a muchos jóvenes a no considerar a los demás como seres humanos, sino como cosas. Y otros, sobre la base de consideraciones similares, apuntan a un futuro más violento para nuestros jóvenes.
Obviamente, ambas cuestiones, la de la violencia o la agresividad juvenil y su relación con las nuevas tecnologías, no admiten respuestas sencillas. Sin embargo, sí conviene afrontar su discusión, siquiera en el nivel habitual en el que ha de manejarse un público medianamente atento, a partir de datos e informaciones que contribuyan a formarnos una imagen más cabal de los problemas. Veamos un par de ellos.
Por lo pronto, es difícil saber si acciones violentas como la de Finlandia están aumentando o no, pues, por su carácter extraordinario, es muy complicado fijar tendencias. Lo que sí podemos medir para algunos países, de modo aproximado, es si está aumentando la delincuencia juvenil o no, o si lo hace la más violenta. El panorama que ofrecen los datos es mixto. En Estados Unidos, el país por antonomasia de las matanzas con armas de fuego (y de las nuevas tecnologías), la tasa de jóvenes de 10 a 17 años detenidos por delitos violentos (asesinato, homicidio involuntario, robo con coacción, violación, entre otros) aumentó bastante en la segunda mitad de los años 80 del siglo pasado, hasta alcanzar niveles máximos hacia 1994, pero después cayó hasta niveles inferiores a los de la primera mitad de los 80. Por ejemplo, los detenidos por asesinato alcanzaron un máximo de 14 por 100.000 en 1993, pero en 2005 se situaron en 4 por 100.000, mientras que los detenidos por violación pasaron de 22 a 12 por 100.000 en las mismas fechas. En Finlandia también parece observarse una reducción de la delincuencia juvenil en la última década, a pesar de casos como los mencionados más arriba. Por el contrario, en otro país también muy tecnificado, Japón, a la caída de las tasas desde una primera cima a comienzos de los 80 le ha sucedido una tendencia al alza desde finales de los 90.
No contamos con buenas cifras para España, debido a rupturas de las series por cambios en la legislación, a lo reciente de la recogida continuada de datos y, sobre todo, a un factor que dificulta la comparación diacrónica, la creciente presencia de adolescentes y jóvenes extranjeros, quienes, por término medio, muestran una tasa de delincuencia bastante superior a la de los españoles. Los fragmentarios datos sugieren, si acaso, una tendencia a la baja. Sin embargo, sí podemos hacernos una idea de cómo ha evolucionado recientemente una de las formas de violencia juvenil más discutidas, el acoso escolar. Dos encuestas homologables entre sí, ambas para el Defensor del Pueblo, llevadas a cabo en 1999 y 2006, apuntan a que el nivel de acoso escolar, no tan alto como se suele pensar, se mantiene o tiende a la baja, según el indicador que se use.
Que la evolución de la delincuencia juvenil, también la más violenta, sea dispar en cuatro países en los cuales se ha extendido mucho el uso de internet, móviles y videojuegos sugiere que es dudosa la existencia de una relación entre el uso de nuevas tecnologías y las inclinaciones o conductas agresivas o violentas. También apuntan a ello los estudios que han intentado medir dicha relación directamente. Es habitual escuchar afirmaciones tales como que quienes más aficionados son a los videojuegos son más agresivos. De hecho, esto se ha comprobado en algunas encuestas. Sin embargo, es difícil de establecer la dirección de la causalidad, de haberla: ¿los videojuegos vuelven a los adolescentes agresivos o son los adolescentes más agresivos los que más gustan de jugar con videojuegos? En estudios de índole experimental se han constatado aumentos temporales de los niveles de ciertos indicadores de agresividad, justo tras jugar con la consola o el ordenador, pero no está claro que tengan consecuencias a más largo plazo. De hecho, una revisión bibliográfica muy reciente de toda esta temática ha concluido que el uso de los videojuegos no está asociado con conductas más agresivas, sino, curiosamente, con algunos efectos cognitivos positivos. También se han encontrado a veces asociaciones entre consumo televisivo y agresividad, pero quienes han llevado las investigaciones de más calado no se han atrevido a establecer inferencias de causalidad sólidas.
Es decir, no se observa un patrón de aumento de la violencia juvenil en sociedades tecnificadas ni se comprueba una asociación clara entre consumo de tecnologías como los videojuegos y la agresividad. Ello no quiere decir que el uso, sobre todo excesivo, de nuevas tecnologías por parte de adolescentes y jóvenes no pueda tener efectos perjudiciales. De hecho, en La adolescencia, sus vulnerabilidades y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, Víctor Pérez-Díaz y yo hemos mostrado algunas asociaciones negativas, como las existentes entre un peor rendimiento escolar y el uso de aparatos como la videoconsola y el teléfono móvil. A lo que apunto al recordar ese par de informaciones es a la conveniencia de plantear una discusión pública sobre problemas como la violencia o la delincuencia juvenil de modo distinto a lo que a veces parece habitual, esto es, como una sucesión de reflejos condicionados, de resortes que saltan ante acontecimientos extraordinarios. Más bien, conviene la pausa y la reflexión, la ponderación de la dimensión de los fenómenos y las tendencias en curso, así como el conocimiento aquilatado que vamos acumulando sobre ellos, que suele recordarnos la complejidad de esos problemas y de sus causas. Está bien que salten las alarmas, pero también lo está empezar la conversación una vez que su ruido se ha apagado.
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