Por Pere Vilanova, catedrático de Ciencia Política y analista de estrategia del Ministerio de Defensa (EL PERIÓDICO, 15/12/08):
No deberíamos dejar acabar el 2008 sin recordar algunos aniversarios que afectan a Oriente Próximo, y más precisamente, al interminable conflicto entre Israel y Palestina, y que, curiosamente todos tienen que ver con un año terminado en 8 (al menos en nuestro calendario, que siendo el más convencionalmente usado a escala universal, no es el único).
Podemos empezar por 1948, fecha de la partición de la Palestina histórica (que iba del Jordán al Mediterráneo, y de la actual frontera con el Líbano a Eilat y Aqaba), que mucha gente define, por reducción, como el año de la creación del Estado de Israel. Cierto, pero en realidad es el año de la aplicación del plan de partición de las Naciones Unidas, aprobado en noviembre del año anterior. Con este plan, elaborado por la comisión Peel, el consejo de seguridad de la recién creada ONU (hacía dos años que había empezado a funcionar) había concluido que la solución menos mala era la partición en dos estados, uno judío, otro palestino, según un abigarrado mapa territorial sobre la base de aproximadas mayorías de una población u otra.
YA SE OPTÓ por la fórmula “menos mala”, porque ya entonces se intuyó que no habría solución ideal, ni siquiera “buena” para ambas partes. Por cierto, el consejo de seguridad, en un alarde de clarividencia notorio, integraba en el plan que Jerusalén no sería de ninguna de las partes, y con la excusa de acoger tanto “lugar santo”, sería un corpus separatum administrado por un gobernador nombrado por las Naciones Unidas. Hagan balance.
En 1978 hubo los acuerdos de Camp David, los que funcionaron bien (no el fallido plan de Camp David de julio de 2000), según los cuales Israel y Egipto establecían plenas relaciones diplomáticas, tema entonces tabú en la Liga Árabe, e Israel devolvía el Sinaí a Egipto (ocupado y reocupado en las guerras de 1967 y 1973). Fue un giro histórico, y se mire como se mire, el mayor éxito diplomático de la incomprendida (y subestimada) presidencia de Carter, que culminó con la entrega de los premios Nobel de la Paz a los líderes Begin y Sadat. De hecho, fue uno de los más polémicos de la historia, pero vino a sancionar que la paz es una hazaña cuando se consigue entre enemigos irreconciliables, y ese era el caso. No cuando se fotografían dos amigos de toda la vida.
Las consecuencias de todo ello, en lo inmediato, son conocidas. Sadat fue asesinado por un grupo radical egipcio, y Egipto fue estruendosamente expulsado de la Liga Árabe. Si no mira la evolución posterior de todo ello, y el lugar de Egipto actualmente en el mundo árabe, teniendo en cuenta además en que quedó el entonces llamado “frente del rechazo”, el balance es elocuente.
En 1988, en la cumbre de Argel, la OLP proclama una extraña decisión (en el sentido de que no tenía entonces precedentes notorios): la creación del Estado palestino. No de un Gobierno en el exilio –esta es una figura muy común–, sino de un Estado palestino. Sin territorio, sin fronteras, sin instituciones. Lo importante era la letra pequeña: Jordania renunciaba a sus pretensiones sobre Cisjordania (sobre Gaza ni siquiera Egipto tenía pretensiones territoriales), y la OLP aceptaba lo que en todo caso era una realidad ineludible, un gradualismo en sus pretensiones territoriales, y una confirmación de lo que ya apuntó después de la guerra del Líbano de 1982, cuando la OLP fue expulsada a Túnez, y que tenía una gran importancia.
Al reconocer –y reclamar su aplicación– las diversas resoluciones relativas al conflicto (sobre todo la 242 y la 338 del Consejo de Seguridad), Arafat estaba admitiendo que asumir estas reivindicaciones incluía que una de las partes era el Estado de Israel.
EN EL 2008 se han cumplido 15 años de la firma de los llamados acuerdos de Oslo, o más precisamente, acuerdo de Washington (donde se firmó) de septiembre de 1993, cuya importancia no haría falta subrayar, pues inició lo que casi todo el mundo considera hoy el más serio intento de negociación entre las partes, y algunos consideramos que es el único proceso negociador real entre palestinos e israelíes desde 1948. El debate sobre Oslo es legítimo, pero de 1993 a septiembre del 2000 el proceso negociador se desarrolló en una dirección y con unos contenidos que no podrán ser eludidos en ninguna nueva negociación. En aquellos siete años hubo elecciones en ambas partes, atentados y ataques con muchas víctimas civiles y fue asesinado el primer ministro de Israel. Pero, con altibajos, las partes no dejaron nunca que todo eso fuera excusa para interrumpir el proceso.
Comparen esto con los que vino después. No se trata solo de la terrible segunda intifada. Se trata de que ni la hoja de ruta, ni los planes del llamado Cuarteto, ni los esfuerzos de los enviados especiales de la Unión Europea (notables los de Moratinos y Otte), ni el balance de la desdibujada misión Blair (¿qué hace esa misión exactamente?), ni, sobre todo, el balance de Annápolis resisten la comparación.
No olviden que se cumple ahora un año de los acuerdos de Annápolis. ¿Se acuerdan? El año 2008 terminaría con la proclamación de un Estado palestino, viable, etcétera. Vayan a internet, busquen el acuerdo de Annápolis y comparen. Huelgan los comentarios.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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