Por Hilari Raguer, monje de Montserrat e historiador especializado en el tema de la Iglesia y la Guerra Civil española (EL PAÍS, 15/12/08):
El esperpéntico proyecto de colocar en el edificio de las Cortes una placa en memoria de la Madre Maravillas se ha disuelto como azucarillos en agua. El 16 de noviembre de 1983, el Senado rindió al cardenal Vidal i Barraquer, que había sido senador, un merecido homenaje en el cincuentenario de su muerte en el exilio, porque en los años de la República se esforzó por conciliar el nuevo régimen con la Iglesia y luego, en la guerra civil, fue hombre de paz, negándose a firmar la carta colectiva de la jerarquía episcopal. Pero lo de la placa de sor Maravillas era una cosa muy diferente.
María de las Maravillas de Jesús Pidal y Chico de Guzmán era hija del marqués de Pidal, embajador en el Vaticano, y prima de Ramón Menéndez Pidal. Entró en el Carmelo del Escorial en 1919, el año en que Alfonso XIII consagró España al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles, donde ella fundaría en 1923 otro Carmelo que sería la perla de la corona de sus fundaciones y de su posterior movimiento de resistencia al Vaticano II. Al sobrevenir la República en 1931, ella y sus compañeras se prepararon para el martirio que sus consejeros les profetizaban inminente. En 1936 no fueron martirizadas (sí lo fueron otras carmelitas) y pudieron refugiarse en Getafe y después en Madrid, ayudadas por Pasionaria, que en sus memorias recuerda que personalmente fue dos veces a organizar el refugio y el trabajo de unas comunidades de monjas. A unas les entregó incluso un hermoso crucifijo y unas imágenes religiosas. “¡Qué Dios se lo pague”, cuenta que le dijo la superiora. ¿Sería la Madre Maravillas? ¿Se encontraron cara a cara aquellas dos grandes mujeres?
Una discípula y admiradora de la Madre Maravillas, sor María Magdalena de Jesús, nos ha transmitido su impresionante experiencia en un libro que lleva un elocuente título: Madre Maravillas de Jesús. Con amor y dolor. Testimonio directo acerca de su vida solicitado por los Carmelos de Holanda y Alemania (Imp. Monte Carmelo, Burgos, 1992). Expresa en él su amor y veneración por la Madre Maravillas, pero cree que se equivocó en su rechazo al concilio Vaticano II. “La Madre Maravillas -dice- nació en el siglo XIX y alcanzó la arista de dos planos eclesiales tan distintos como el preconcilio de la España franquista y el postconcilio del Vaticano II. Nunca pudo llegar a trasladarse a este segundo plano que permaneció desconocido para ella por causas bien ajenas a su voluntad”. Sor María Magdalena había entrado a los 23 años en el Carmelo del Cerro de los Ángeles, del que la Madre Maravillas era priora. Fue enviada a una fundación en la India, pero tuvo que regresar a España en 1939 por falta de salud y a lo largo de 46 años trató íntimamente a la Madre Maravillas, pero viendo que ésta rechazaba el Vaticano II sin ni siquiera querer conocer sus documentos, creyó que no podía vivir al margen de la Iglesia y obtuvo en 1972 el permiso para trasladarse al Carmelo de la Inmaculada Concepción, de Mataró, que bajo el priorato de sor Cristina Kaufmann había emprendido un camino de fidelidad a la letra y al espíritu del carisma teresiano y de apertura a la renovación posconciliar.
La Madre Maravillas y todas las monjas de los monasterios por ella fundados desconocieron totalmente aquel trascendental acontecimiento que fue el Vaticano II. La hermana Magdalena describe gráficamente los tres cercos que las aislaban. “El primer cerco lo formaban los pocos sacerdotes y religiosos que llegaban a hablar de estos asuntos; todos, pasados por el tamiz de ideología ultra-tradicional; dos o tres jesuitas; tres o cuatro carmelitas y, muy por encima de todos en cuanto a influencia, su director espiritual, un padre carmelita”. El segundo cerco lo constituían las familias que más se relacionaban con la comunidad. “Ésta creía que, por su posición, debían ser los mejor informados. Familias de aristócratas, de banqueros, de altos mandos militares. Todos ellos -ya antes de ser preguntados- exponían sus opiniones negativas cien por cien, sus comentarios y aun sus chistes acerca del Concilio. Mucho de esto se contaba en recreación y así iba infiltrándose y arraigándose en las monjas”. El tercer cerco -prosigue sor Magdalena- “es el más íntimo y el más continuado: son aquellas hermanas en quienes la Madre ha puesto su confianza y apoyo”. Son las que sor María Magdalena llama “el Estado Mayor”. “Repiten hasta la saciedad que en estos Carmelos todo está perfecto, que son la realización mejorada del plan de la Santa Madre, que la renovación conciliar se propone para que los conventos relajados vayan entrando en vereda por medio de ciertas condescendencias con sus desviaciones…”. Y concluye: “¿No se comprende que con estos tres cercos, más su estado de salud, la Madre Maravillas aceptase de buena fe cuanto le decían?”.
En 1972, 18 carmelos de la línea de la Madre Maravillas obtuvieron, gracias a apoyos diplomáticos y contactos en el Vaticano, que la Santa Sede aprobara una especie de federación llamada “Asociación de Santa Teresa”, después “Carmelos Unidos”, a la que más tarde se incorporaron otros 30 monasterios. Se las conoce popularmente como las “maravillosas”. Para poner en práctica lo que el Concilio había dispuesto sobre la renovación de los monasterios contemplativos, la Congregación de Religiosos, por medio del padre general de los carmelitas, transmitió a todos los monasterios carmelitas femeninos, ad experimentum durante cinco años, unas leyes basadas en las primitivas constituciones auténticas de santa Teresa (1567- 1568), puestas al día con unas declaraciones complementarias. Pero los monasterios de los Carmelos Unidos las rechazaron de plano y reclamaron que la Santa Sede les autorizara las constituciones de 1581, menos teresianas y mucho más severas. El 80% de los monasterios se había declarado satisfecho con la legislación renovada, pero en los de las “maravillosas” ni siquiera se dejó que las monjas leyeran los textos propuestos. Gracias a sus poderosos valedores en Roma, lograron en 1984 que la Santa Sede impusiera sus obsoletas constituciones a todas las carmelitas descalzas. El cardenal Casaroli, secretario de Estado, en carta de 15 de octubre de 1984 al padre general de los carmelitas descalzos, imponía a todas las carmelitas las constituciones pseudoteresianas de las “maravillosas” y, en forma humillante, proponía a las que no se sintieran con fuerzas para aceptarlas que se acogieran a otras congregaciones menos exigentes.
La carta de Casaroli era una chapuza, pero estalló como una bomba en la Orden del Carmen. El padre general, Felipe Sainz de Baranda, escribía al Papa el 24 de octubre lamentando “el tono más bien duro y el contenido polémico” del documento, que podría suscitar reacciones justificadas “porque en él se recogen afirmaciones discutibles en el campo de la historia y de la interpretación del carisma teresiano, y porque se aceptan ciertos argumentos y juicios que un grupo de monasterios ha repetido estos años contra el texto de las declaraciones y la actuación de los superiores de la orden”. El padre Tomás Álvarez, provincial de Burgos, en carta al cardenal Casaroli, denunciaba los “graves errores históricos con que la carta funda las decisiones pontificias”. El principal era afirmar que las constituciones de 1581 eran de santa Teresa y durante cinco siglos todas las carmelitas las habían conocido y tenido entre sus manos, cuando en realidad no eran de la santa y habían sido desconocidas hasta hace unos decenios.
Tengo entendido que también sor Cristina Kaufmann escribió a Casaroli diciéndole que, buenas hijas de la Iglesia, como santa Teresa, obedecerían, pero que no sería sin un inmenso dolor, del que Su Eminencia sería responsable ante Dios. Pudo evitarse que todos los carmelos fueran obligados a semejante despropósito, pero se rompió la unidad de la orden. Se manipuló a unas buenas monjas como un modo de impedir el cambio que el Vaticano II quiso operar en la Iglesia, y, sobre todo, el cambio que la Iglesia posconciliar propició en España. Cuenta Gabriel Maura Gamazo en sus Rincones de la historia que muchos monasterios medievales se fundaron en expiación de algún gran pecado cometido por el rey o noble fundador, y cuanto mayor era el crimen, más estricta era la observancia impuesta a las pobres monjas. ¿Cuál debió de ser entonces el gran pecado que exigió a las “maravillosas” tan severas reglas?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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