Por Roger Jiménez, periodista (EL PERIÓDICO, 27/12/08):
En los confines de Capadocia, a kilómetros de distancia de todas partes, se encuentra un antiguo albergue de caravanas que cubrieron durante siglos la ruta de la seda. En su interior, con tufo camélido milenario, hay un monasterio donde se puede asistir al baile de los derviches, una danza mística ejecutada por unos ascetas musulmanes que giran durante horas hasta alcanzar el éxtasis con una mano elevada hacia el cielo y la otra dirigida a la tierra. Aunque se mantiene el ritual y la exigencia de un categórico silencio al visitante, la ancestral ceremonia es hoy una parodia convertida en lucrativa atracción turística.
COMO ESTOS derviches de fantasía, la Turquía de hoy presenta también rasgos encontrados, con una mano tendida a Occidente y la otra tras la cortina teológica del islam. En este inmenso granero de 80 millones de habitantes, Asia Menor, con sus resonancias bíblicas y sus tableros de ajedrez que cubren los campos como alfombras de gris verdoso, parece muy ajena a las pretensiones europeizantes de sus compatriotas del Estambul de Orhan Pamuk, de Elif Shafak y los liberales que conspiran ante buenas tazas de té de manzana. En el corazón de Anatolia puede verse a grupos de mujeres cubiertas de pies a cabeza y abriendo carreteras con el pico y la pala mientras que, a pocos metros, los hombres juegan al backgammon o trasiegan anís ante una sobrenatural pantalla para presenciar los encuentros del Galatasaray. Unos kilómetros al sur, las playas de Antalya y su microclima acogen, permisivas, el turismo alemán de karaoke y cerveza hasta la madrugada. En el monte Ararat se supone que se detuvo el arca de Noé, y en las catacumbas de Göreme es visible en sus pinturas la erosión iconoclasta. Para captar visitantes, el pasaporte ya no es imprescindible a los vecinos occidentales, que pueden entrar en el país con el documento de identidad y sin necesidad de cambiar euros por liras.
La evolución del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, tiene mucho que ver con la confusión existente entre minaretes y destape, entre los imprescindibles cambios y la corrupción que se come el 36% de los costes empresariales. Es incuestionable que Erdogan debe su éxito electoral a una estabilidad económica sin precedente. Siguió los consejos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y propició un crecimiento exponencial de la inversión extranjera, domesticó la inflación y redujo el déficit presupuestario. Pero cuando él y su partido de raíces islámicas, Justicia y Desarrollo, escaparon por los pelos de ser ilegalizados por la Corte Constitucional el pasado verano, la cuestión principal que se planteó en el país fue qué clase de líder se haría presente en adelante: si el pragmático desprovisto de ideología, cuyas reformas habían ayudado en gran manera a asegurar las negociaciones con la UE en el 2005, o el dogmático y errático político que trató de rebajar la prohibición del velo en las universidades.
Muchos observan con preocupación que Erdogan, en lugar de abordar a fondo el prometido programa liberal de reformas –libertad de expresión incluida– con una nueva Constitución para sustituir a la nacida del golpe militar de 1980, se inclina por la segunda versión con la adopción de una estridente línea nacionalista, más y más autocrática y fuera del contacto con la realidad. La violencia crece en el sureste del país, de mayoría kurda, llueven las denuncias sobre torturas policiales y ejecuciones extrajudiciales.
También los mercados financieros viven inquietos, mientras el Gobierno intenta proteger la frágil economía de los efectos del huracán global. Desde que los acuerdos con el FMI expiraron hace medio año, los inversores extranjeros, que sumaban hasta el 70% de los valores en la Bolsa de Estambul, se van retirando, y la lira, que hace un año cotizaba a la par con el euro, ha caído a la mitad. El fuerte crecimiento del producto interior bruto se ha desplomado por debajo del 2%, y la inflación y el paro vuelven a subir en flecha. El déficit por cuenta corriente hace más vulnerable al país que muchos otros mercados emergentes, y se teme que pronto se verá contaminado por la grave enfermedad que afecta al planeta financiero.
LOS QUE AÚN apoyan al primer ministro justifican la actual inercia principalmente en las elecciones municipales que deben celebrarse la próxima primavera, y aseguran que después reemprenderá la tarea libre de obstáculos. Pero no son promesas convincentes. Cuando ganó un segundo mandato en el poder, en julio del 2007, Erdogan se comprometió a gobernar para todos los turcos –”incluidos los que no me han votado”, dijo–, promesa enterrada hoy en la vergonzosa paz del pleno olvido. En consecuencia, la intelligentsia liberal, que jugaba un importante papel entre los que le apoyan, lo está abandonando, al mismo ritmo que decrece la buena voluntad de la Comisión Europea. Por toda respuesta a las admoniciones y críticas que recibe de unos y otros, han sido retiradas las acreditaciones de numerosos periodistas que cubrí- an las actividades del primer ministro. Todo ello, en suma, proporciona más munición a los miembros del club europeo que no desean tener a Turquía como socio y parece cada vez más lejano el día en el que la UE pueda saludar con un “günaydin” (buenos días) al sempiterno enfermo de Europa.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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