Por Félix de Azúa, escritor (EL PAÍS, 13/12/08):
El paciente se desnuda, se cubre luego con una bata atada a la espalda a modo de sudario, se acuesta sobre una bandeja y con un deslizamiento suave le introducen en una cápsula similar a las que trasladan por el espacio a los héroes del cine de fantasía. En ese ataúd electrónico, bajo una luz cenital y un desconcertante espejillo en el que puede verse los ojos mirando a sus ojos, comienza la exploración. El paciente sabe que va a morir y también sabe que esta máquina blanca, impoluta, que emana una luz fluorescente, ha sido construida para proporcionar un simulacro de perduración a su vida.
El paciente habla consigo mismo. “Trataré de pensar algo entretenido, pero ¿cómo es posible que piense en lo que voy a pensar?”. Y así sucesivamente. Si el paciente hubiera nacido 100 años antes es probable que en lugar de monologar a solas hubiera rezado, pero hace ya más de 100 años que nuestro monólogo no puede dirigirse a nadie fuera de nosotros mismos. Esa voz interna, tan enigmática, ha recibido muchos nombres: espíritu, hálito vital, alma, psique, conciencia, subjetividad… Ninguno de los nombres ha permanecido porque esa voz interior tiene su propio tiempo y, pasmosamente, cambia. Hace siglos, la voz interior se identificaba, en los sueños, con la voz de algunos animales y los humanos entonces tenían cabeza de caballo, o con las estrellas y adoptaban forma saturnal. La voz ha hablado con infinidad de extraños, con Osiris, con Gilgamesh, con Afrodita, con Yahvé, con el Crucificado, y sucesivamente el humano ha tomado la forma del firmamento solar, de un guerrero divino, del éxtasis sexual, del Verbo, del resurrecto. El paciente actual no comunica con nada. Su voz sale y regresa de y al mismo lugar. Sólo se parece a sí mismo.
El paciente se sobresalta cuando comienza a oír unos ruidos furiosos. Es la máquina, se dice. Los ruidos son violentos, estridentes. Ahora comprende por qué le han impuesto dos tapones en los oídos antes de meterle allí dentro. Al poco, ya sosegado, distingue dos ruidos distintos, unos son parecidos a los que producen las hélices o las centrifugadoras de lavado y dan una impresión de torbellino. Otros, más dolorosos, son martillazos, perforadoras de pico que quieren horadar su cráneo. El paciente se dice que en esa soledad el estruendo es simplemente lo que le llega del mundo y que el mundo le habla en espiral o con percusiones. Mientras monologa, se percata de que tiene una segunda voz interior, una especie de sombra de la anterior, que simultáneamente le va diciendo: “¿Tú entiendes esta soledad?”. Ambas voces, la que trata de ordenar el caos violento que le agrede y la que se pregunta melancólicamente por la desolación, son inseparables y suyas. También se dice que si la segunda voz habla dela soledad es porque previamente debe de haber concebido la compañía que ahora le falta. Dentro de la prisión íntima, en la desolación, va imponiéndose un orden que mitiga la angustia y el espanto. No obstante, ese orden es, a su vez, inexplicable. ¿Cómo puede el humano allí desamparado e inerme poner orden en algo? ¿De quién ha heredado esa capacidad de orden? Sin embargo, al orden se agarra como un náufrago al madero que aparece ante sus ojos flotando en el océano.
Ahora el paciente ya está preparado para ser un artista del siglo XX. Su tarea y su ambición será dar forma a esas voces interiores en lucha contra el ruido exterior, el caos que le devora. Las formas ya no puede tomarlas del mundo, los signos mundanos son puro ruido. A veces un fragmento de signo puede ayudar, una mano simplificada y grotesca, órganos sexuales dibujados con carboncillo sobre el muro de un retrete, la calavera… pero el artista de la modernidad tratará por todos los medios de que nada de cuanto produce se parezca al mundo exterior porque en ese mundo exterior predomina el ruido, la técnica, el dominio, y justamente lo que a él le abruma es el caos que se corresponde con ese mundo dominado, técnico y ruidoso. El artista del siglo XX sabe que el mundo exterior ha dejado de ser aquel lugar habitable en el que los caballos o las reales decapitaciones enriquecían la vida. Ahora el mundo exterior es tan sólo el escenario de una carnicería y esa carnicería es la de todos los humanos. Simbólicamente lo supo cuando los ciudadanos más avanzados del universo decidieron extirpar del globo a otros ciudadanos a quienes acusaban de tener una sangre sucia. Luego comprendió que aquella matanza técnica y ruidosa había sido un disimulo para ocultar la matanza verdadera que es la de todos los humanos, los cuales, ahora, carecen de refugio donde descansar tras la muerte. Son reses camino de la aniquilación.
El artista sabe que la suya es una tarea imposible, pero se empeña en ella. Va a dar forma y lanzar al mundo (ese cementerio divertido) los signos de la interioridad, del orden íntimo. Nacen así torbellinos y percusiones artísticos. Si usa palabras, a eso lo llamará “monólogo interior” y dará lugar a paisajes en los que Dublín es un torbellino del lenguaje. Si lo hace con sonidos construirá una gramática que quiere introducir la percusión de la matemática en el mundo del ruido mediante series que en sí mismas sólo muestran lo azaroso de la razón. Puede también querer dar forma visible a su monólogo. Entonces pinta.
En 1913 escribió Kandinsky una historia del arte. Decía así: “Primer periodo. Origen: deseo práctico de fijar el elemento corporal efímero. Segundo periodo. Desarrollo: la pintura se libra progresivamente de ese fin práctico y el elemento espiritual dominaprogresivamente. Tercer periodo. Meta: la pintura alcanza el estadio más elevado del arte puro, los vestigios del deseo práctico han sido por completo eliminados. Ahora habla de espíritu a espíritu en un lenguaje artístico. Es el ámbito de los seres pictórico-espirituales (los sujetos)”. Los subrayados son suyos. En la revista donde se publicaba el artículo de Kandinsky (Der Sturm) venía de seguido otro de Blaise Cendrars con esta famosa frase: “Cada pintura es un estado de ánimo único”. Aquí lo importante es la palabra “único”.
El paciente encerrado en el tubo hospitalario atraviesa oleadas de emoción, reflexión, resignación, cólera, devoción. La prueba dura mucho y es muy breve. Cada uno de sus estados de ánimo (únicos) ha de ser arrancado de la clínica, de los ojos que ven sus ojos, del olor a formol, de las voces de unas enfermeras que conversan sobre el último fin de semana en Lloret, hasta convertirlo en un signo abstracto que dé perennidad a ese estadio pasajero, casi inexistente, del ánimo único. Espirales, percusiones, también manchas, grumos, trazos, rectas, telas rajadas o monocromas.
Dándose facilidades, sin embargo, otros artistas del siglo XX llevarán a cabo una operación indecente y que muestra la vileza del orden artístico. Estos inventarán “el arte primitivo”. Atacarán y matarán de raíz los últimos vestigios que quedaban del antiguo diálogo entre humanos y divinos y coleccionará (¡coleccionará!) máscaras congoleñas, tótems de esquimales, estatuillas votivas precolombinas, para mostrar no sólo su desprecio por las anteriores encarnaciones humanas, sino la arrogancia del asesino civilizado. Los más audaces exhibirán su “estado de ánimo único” bajo la forma de un primitivismo de señorito y así como sus abuelos diseñaron toda la parafernalia que precisaban sus naciones (bailes típicos, vestidos regionales, rituales folclóricos) para matar de raíz la vida verdadera de los pueblos insumisos al funcionariado, ahora ellos fijan para la eternidad unas rameras de la calle Avinyo disfrazadas de venerables dioses africanos. La puta del arte suplantaba a la celebración de la tierra y Stravinsky podía convertir la consagración chamánica de la primavera en un refinado ballet.
En la cueva de Chauvet pudo oírse un relincho muy similar a una risa sardónica.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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