Por Randall Collins (FP en español Diciembre-Enero 2008)
Existe una razón muy sencilla para los miles de atentados suicidas que ha presenciado el mundo desde los 80: es la forma más eficaz de violencia cercana. La extensión de esta técnica aparentemente imparable ha dado mucha más fuerza a la violencia política con la incorporación de un grupo de terroristas en el que no se había pensado: la clase media.
El hecho de que este tipo de terroristas sean habitualmente afables miembros de la clase media parece contradictorio. Al fin y al cabo, la clase media suele ser culta, educada y familiar. Nada que ver con los tipos sanguinarios y los criminales que nos imaginamos cuando pensamos en las personas que se inmolan. Se parecen poco a los hooligans del fútbol inglés y a los agitadores. Ninguna otra forma de violencia cuenta con una proporción tan alta de mujeres como el terrorismo suicida, pese a que ellas suelen ser más conformistas que los hombres.
¿A qué se debe esto? En mi opinión, el motivo es que esta clase de atentados es el método más fácil de llevar a cabo para personas de clase media, cuando se deciden a cometer un acto así.
Para comprenderlo, antes hay que dejar de lado el mito de que cometer una acción de este calibre es fácil. La idea habitual es que, si una persona tiene un motivo de queja suficientemente fuerte, lo único que necesita es coger un arma y empezar a matar gente. Nada puede estar más lejos de la realidad. En la Segunda Guerra Mundial, los sociólogos descubrieron que sólo del 15% al 25% de los soldados en primera línea llegaban a disparar su arma. Los métodos de entrenamiento implantados con posterioridad han elevado un poco ese porcentaje, pero los disparos no dan casi nunca en el blanco. Usar un arma en una galería de tiro es muy distinto a disparar contra una persona. Mis investigaciones sobre formas más suaves de violencia, con puños, patadas y porras, muestran que las peleas, en general, suelen acabar en tablas, y los participantes encuentran una excusa para retirarse.
Otro mito frecuente es que las personas son violentas, en parte, porque se han criado en un entorno sin los controles sociales que proporcionan la familia y la escuela y están a merced de grupos que fomentan un código de violencia, por motivos criminales o para respetarse a sí mismos. También esta tesis supone que, llegado el momento, es fácil actuar de este modo. Sin embargo, los estudios realizados sobre enfrentamientos entre bandas y atracos a mano armada demuestran que los delincuentes se sienten tan incómodos con la violencia como los soldados y los policías; es más, se les da incluso peor. Según las estadísticas, el miembro habitual de una banda no suele ser agresivo; a los gangsters se les va la fuerza por la boca. Cuando aprietan el gatillo, suele ser a lo loco y, si alguien resulta herido, normalmente se trata de un transeúnte inocente, no del blanco de su ira.
Lo que dicen las pruebas está claro: los seres humanos no responden bien a la violencia cara a cara. Se les da bien expresar las emociones y pueden recitar una extensa letanía de agravios, pero eso no quiere decir que el último paso sea fácil de dar. La imagen del ser humano en el disparadero, que sólo aguarda una excusa para ser violento, es contradictoria con lo que sabemos de la microsociología de las relaciones personales. Los individuos se ven atrapados en un humor y un ritmo común e, independientemente de que se caigan o no bien unos a otros, suelen adaptarse a lo que exige la situación. En una conversación es más difícil discrepar de alguien que estar de acuerdo con él. Los vítores multitudinarios duran más tiempo que los abucheos. Esta tendencia a llevarse bien seguramente forma parte de nuestros sistemas nervioso y emocional, y eso explica que sea tan difícil recurrir al conflicto cuando la otra persona está enfrente.
Para triunfar, la violencia necesita encontrar la forma de salvar estos obstáculos. Las más corrientes son tres. La primera y más sencilla es cometer el acto desde lejos, como es el caso de arrojar bombas desde aviones o disparar artillería hacia el horizonte. De esa forma, se evita por completo ver el rostro del enemigo.
Si hay que verse cara a cara con el adversario, es preciso recurrir a los otros dos métodos. El segundo consiste en atacar en grupo a una víctima aislada y que no oponga resistencia. En situaciones de disturbios, los rebeldes (y las fuerzas antidisturbios) hacen más daño cuando un grupo de cuatro o más ataca a un solo enemigo caído. Las bandas, como los bravucones, son eficientes cuando dominan la situación en una proporción así. Los policías tienen más probabilidades de actuar con mayor brutalidad si son mucho más numerosos que el sospechoso. En los combates militares, las matanzas se producen cuando el enemigo adopta de pronto una actitud pasiva, cuando ha sufrido una conmoción emocional y es incapaz de resistir. En este tipo de violencia, el dominio emocional es quizá más importante que el físico. Este segundo método es muy desagradable, pero quizá es el más común: a pequeña escala, es la vía habitual en las agresiones domésticas.
La tercera, en cambio, es la violencia idealizada y honorable: una lucha limpia organizada. Aquí se escoge a los combatientes con criterios de igualdad. Se enfrentan con arreglo a unas normas y dentro de un grupo que se considera dotado de honor: los duelistas en los primeros tiempos de la edad moderna, los chicos duros en el patio del instituto, los deportistas que pierden el control ante un contrario durante un partido. Estas luchas siempre tienen unos espectadores, que vigilan el cumplimiento de las normas (por muy violentas que sean). La muchedumbre suele apoyar las reyertas y hace que los involucrados aguanten la cantidad de tiempo requerida. Desde el punto de vista del luchador, la gente ayuda a superar la tensión del enfrentamiento porque la atención de éste se encuentra más en los espectadores que en el antagonismo del rival.
Pero los terroristas suicidas son distintos. Normalmente, se enfrentan a sus víctimas a solas. No amenazan a sus enemigos ni tratan de deshacerles emocionalmente. El secreto de su táctica es no abordar su acción como violencia, hasta el último instante en el que detonan la bomba. Su ventaja es que se aproxima como si no pasara nada extraño. No hay ninguna tensión de enfrentamiento, porque el terrorista actúa como si ésta no existiera.
La violencia clandestina y que evita el enfrentamiento es una cuarta manera de evitar la tensión previa. Triunfa sólo porque el o la atacante sabe fingir que no representa una amenaza. La gente acostumbrada a las típicas formas de agresión bravucona no sirve para esto; los miembros de bandas serían unos pésimos terroristas suicidas. Pero los individuos educados de la clase media son ideales. Como, por naturaleza, detestan los enfrentamientos, no tienen un aire nervioso ni amenazador que controlar para no poner sobre aviso a sus víctimas. Son introvertidos y no les hace falta oír aclamaciones mientras persiguen a su presa. La cultura de clase media es acomodaticia y permite mantener una suave capa de convencionalismo. Sean cuales sean sus sentimientos privados, aprenden a no expresarlos en el trabajo, en situaciones sociales ni en público. Es un buen entrenamiento para llevar una bomba bajo la ropa hasta que el blanco es tan cercano que está garantizado el daño irreparable.
El terrorismo suicida, en otras palabras, no es sólo cuestión de motivación; es, sobre todo, técnica. Puede que los movimientos políticos violentos lo adopten con fines ideológicos, pero lo utilizan por una razón muy sencilla: funciona.
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