Por Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría, de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Por eso lo mataron. El horizonte ético de Jesús de Nazaret (EL PAÍS, 12/12/08):
El cardenal Cañizares en su calidad de arzobispo de Toledo y primado de España, posición reforzada con su nombramiento como presidente de la Congregación del Culto Divino y de la Disciplina de los Sacramentos, ha hecho un rotundo diagnóstico sobre nuestra sociedad: “Está muy enferma”. ¿Síntomas? Dos concretos: el rechazo de la Mesa del Congreso a colocar una placa de la Madre Maravillas, elevada a los altares por Juan Pablo II, en el Congreso de los Diputados, y la sentencia que ordena la retirada de los crucifijos del colegio público Macías Picabea, de Valladolid. ¿Nombre de la enfermedad? “Cristofobia, que, en definitiva, es odio a sí mismo”.
No es la primera vez que se utiliza este nombre para identificar la supuesta enfermedad. Su empleo es bastante frecuente en sectores culturales y religiosos neoconservadores. Aparece en el libro Política de Dios. Europa y América, el cubo y la catedral, de George Weigel, comentarista de temas religiosos de la NBC y biógrafo autorizado de Juan Pablo II, para quien la resistencia a reconocer las raíces cristianas del actual momento democrático de Europa es la expresión de una cristofobia. La utilizó Adolfo Montes, obispo de Almería, en una carta pastoral del 25 de febrero de 2007, donde la considera “una fobia, como todas las demás, enemiga de la libertad de conciencia y esclava del totalitarismo cultural al uso, todavía muy dependiente de una mentalidad anticristiana, que hizo de la crítica de la religión la clave de un utópico progreso”.
Desconozco qué pensarán los politólogos, sociólogos y psicólogos sociales de semejante diagnóstico. Sospecho que no lo van a compartir. Yo me distancio totalmente de él apoyándome en testimonios no precisamente apologéticos del cristianismo. En el entorno intelectual, cultural y social en que me muevo, no percibo por ninguna parte la citada cristofobia. Más bien lo contrario: Jesús de Nazaret se salva de todas las críticas dirigidas a las religiones e incluso a Dios. De él nadie habla mal. Hasta los más encarnizados enemigos del cristianismo muestran aprecio, reconocimiento y respeto hacia su persona. ¿Un ejemplo? El filósofo Federico Nietzsche, que define al Nazareno como “espíritu libre”, que “cree únicamente en la vida y en lo viviente” y “se halla fuera de toda metafísica, religión, historia o ciencia”, se rebela contra todo privilegio, no acepta diferencias entre nativos y foráneos y defiende derechos iguales para todas las personas.
Creyentes de las diferentes religiones y no creyentes de las distintas ideologías coinciden en reconocer su talla humana, sus valores éticos, su compromiso con los excluidos y su enseñanza, al tiempo que establecen una clara diferencia entre él y los cristianos o el clero. El consenso es total. Gandhi elogia el Sermón de la Montaña y dice que ejerció en él “la misma fascinación que la Bagavadgita”, pero distingue entre Cristo y los cristianos: “Me gusta Cristo, no los cristianos”. De ese parecer es Einstein, crítico de la religión y respetuoso con la doctrina de Jesús de Nazaret: “Si se separan del cristianismo tal como lo enseñaba Jesucristo todas las adiciones posteriores, en especial las del clero, nos quedaríamos con una doctrina capaz de curar a la humanidad de todos sus males sociales”.
La radical humanidad, sinceridad y verdad de Jesús, liberada de los dogmas, es lo que más atrae a cristianos y no cristianos. Jesús es “lo más selecto de la humanidad”, para el heterodoxo Loisy; “el colmo de la sinceridad y de la verdad”, para el renacentista Erasmo de Rotterdam. Pasolini dice no creer que Cristo sea Hijo de Dios, pero afirma que “en Él la humanidad es tan alta, vigorosa, ideal, que llega más allá de los términos habituales de lo humano”. Tampoco Camus cree en la resurrección, pero, dice, “no ocultaré la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza”. Recuerda cómo Jesús perdona a la mujer “pecadora” y le contrapone a los dirigentes religiosos de ayer y de hoy que no absuelven a nadie.
Los ilustrados de ayer y de hoy reconocen a Jesús de Nazaret como “maestro de moral”, interpretan el reino de Dios predicado por él como revolución moral y “perfecta república de los espíritus” (Leibniz), identifican al cristianismo como religión del prójimo y del corazón y creen que su núcleo es la ética del amor. Sirva el testimonio de Johann W. Goethe: “Me inclino ante Jesucristo como la revelación divina del principio supremo de moralidad”. El Jesús del romanticismo es, en expresión luminosa de René Wellek, “el poeta del espíritu” y su vida “el más maravilloso de los poemas” (Oscar Wilde).
¿Y la retirada de los crucifijos y la negativa parlamentaria a colocar la placa de Santa Maravillas en el edificio del Congreso de los Diputados? Me parecen dos medidas que van en la buena dirección hacia el Estado laico y que nada tienen de cristofobia.
Si algún síntoma de dicha enfermedad hubiere hoy habría que buscarlo en la propia jerarquía eclesiástica con sus reiteradas condenas contra libros que presentan una imagen de Cristo más creíble y cercana al Jesús de los Evangelios. Con esas censuras los obispos están condenando al Cristo liberador.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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