Por Blanca Vilà, profesora de la Universitat Autònoma de Barcelona y profesora visitante de las universidades Panteios y Macedonia (EL PAÍS, 16/12/08):
Atenas, toda Grecia, ha reventado. La tierra y los hombres que inventaron la democracia han estallado de consternación colectiva después de años de crecimiento y bonanza en una Europa aparentemente más segura. La muerte de Alexandros, un escolar quinceañero, fue la gota de agua que colmó el vaso, generando por doquier una violencia destructora que ha escapado de las manos no sólo del Gobierno, sino del propio sistema. ¿Se ha quedado Grecia “sin Estado”, tal como Le Monde titulaba hace unos días un editorial?
Ni los hechos, ni el contexto en el que se han producido los acontecimientos de esta última semana nos son ajenos, como no lo son algunos métodos que se han empleado en la lucha antisistema y que se revelan poco eficaces y puramente destructivos. Tampoco nos resultan ajenas las reacciones ante la ausencia de futuro para nuestros jóvenes, ante la crisis económica generalizada, ante la creciente exclusión social o ante la falta de vitalidad de nuestras instituciones educativas. Todas estas cuestiones forman parte del signo común de los tiempos y de los países en que vivimos.
Los hechos de estos días, precedidos de largos meses de descontento generalizado, deberían constituir para todos, y seguramente para nuestro país -en particular en el terreno educativo y universitario-, una gran lección. En primer lugar, una buena lección que procede más de un grito que de una palabra: esa gran movilización de jóvenes, muchos de ellos quinceañeros, con ansias de convertirse en héroes míticos. Ante la apatía de las últimas décadas, estos jóvenes han sabido generar -y de modo fatal tras el homicidio de Alexandros- una complicidad social inmensa, arrastrando con ellos a los universitarios.
Junto a ésta, está también una lección terrible, la del uso de una violencia sin límites, innecesaria cuando el grito ya ha sido oído por todos. Véase esta gran paradoja: el mismo día en que el policía se volvió contra el escolar en medio de una manifestación en plena democracia y con balas auténticas le traspasó (¿por error?) el pecho, la joyería de la madre de Alexandros en pleno barrio de Kolonaki -equivalente a los barrios de Salamanca o de San Gervasio de Madrid y Barcelona, respectivamente- era asaltada por esos mismos chicos. ¿Podemos imaginar mayor contrasentido?
¿Cuál es el telón de fondo que ha propiciado este estallido de violencia? En primer lugar, y antes que nada, la existencia de una clase política totalmente distanciada del ciudadano. El Gobierno -pasivo, hermético- ha generado un clientelismo que no ha hecho sino agrandar la fractura social entre élites y clase dirigente y el pueblo, en el que hay que incluir a una gran clase media y a la pequeña burguesía. Ha sido, además, un Gobierno de corrupciones y escándalos económicos continuos, como el que se conoció hace poco entre un miembro del Gobierno y su familia y el monasterio de Vatopedi, en el intocable Agion Oros -Monte Athos-, que ha producido secuelas importantes en la omnipresente Iglesia ortodoxa griega, inmensa fuente de votos del partido en el Gobierno. En el otro lado lo que existe es una oposición endeble y posibilista, poco ambiciosa, cansada y desconfiada, con una izquierda comunista dividida internamente, en particular en estos días en que las distintas facciones se han acusado mutuamente de provocar las manipulaciones violentas de los encapuchados (los koukouloforoi), que han dirigido las acciones destructoras. Una clase política, en definitiva, descreída e incapaz de salvaguardar el orden público mediante el buen funcionamiento de las instituciones del Estado.
En segundo lugar, unas reformas educativas polémicas, en las que no han participado ni han sido aceptadas por maestros, padres y alumnos. Lo que existe en Grecia es un sistema universitario público inamovible e incapaz de garantizar ni el más mínimo acceso profesional a sus egresados, enfrentado a la enseñanza privada -que ahora se pretende formalmente autorizar pero que lleva ya tiempo muy presente en la sociedad griega, sobre todo la relacionada con Estados Unidos-. Unos estudiantes masificados en una universidad pública con aún menos medios que la nuestra, y en la que también se eternizan los jóvenes sin futuro alguno, obligados a permanecer en la casa paterna por la carestía de la vida y de la vivienda hasta ser treintañeros, cuando podrán pasar a una vida profesional precaria (ni siquiera como mileuristas, en todo caso como ochocientoseuristas).
En tercer lugar están una burguesía y un pueblo, curiosamente, hiper-nacionalistas y demo-ácratas -palabra inventada por un buen amigo griego durante estos días-. ¿Cómo puede entenderse, en fin, este conjunto de cualidades aparentemente incompatible? El nacionalismo griego que forjó, con la ayuda occidental, el nuevo Estado en 1830 tras la guerra de la independencia frente a los turcos -Lord Byron está enterrado en Missolonghi, muy cerca de Lepanto- permanece inamovible. Pero ese nacionalismo, en un Estado geográfica y geopolíticamente difícil, es a la vez más y menos que un Estado moderno. ¿Cómo puede Grecia encajar el enorme patrimonio inmaterial que nos ha dado al mundo? Con un inmenso sentimiento nacional, con una lengua y una Iglesia propia y diferenciada, y con una democracia institucionalizada y, por suerte, solvente como ha venido demostrando durante largos periodos de su historia. En cuanto al concepto de demo-acracia, el pueblo griego se ha caracterizado siempre por su resistencia y su desconfianza en la clase política -los Karamanlis, los Papandreu, los Mitsotakis, padres e hijos, tíos y sobrinos-, la ha transformado en acracia personal y colectiva, pasto estos días de acciones anarquistas y antisistema sumamente violentas.
Ha sido la burguesía la que lógicamente mitificó -y así lo ha transmitido a sus hijos- los sucesos sangrientos del Politécnico de noviembre de 1973, que fueron el origen de la caída del régimen de los coroneles. Los jóvenes de hoy se sienten héroes, en particular los más pequeños… y, mientras tanto, a los padres se les ha ido de las manos la revuelta. El país entero lamenta masivamente la muerte de Alexandros y cree firmemente que la policía no ha cambiado. Se niegan a asumirla como una fuerza que debe proteger a la sociedad civil y la siguen considerando la misma policía de la dictadura, y es posible que haya razones, y no sólo de otras muertes violentas, para creerlo. No se ha invertido en su “regeneración”, en su modernización. Parece muy difícil que algún día se vea a este cuerpo como un patrimonio de todos, amparando la seguridad de cada uno. Porque el pueblo griego ama extraordinariamente su país, pero detesta su “Estado”.
¿Cuál es la gran lección de todo esto? La primera, y positiva, es la fuerza del grito de los más jóvenes, realizado como legítima protesta. La segunda es que se debió haber actuado a tiempo, y así evitar esa consternación colectiva en que se halla sumido un país que no quiere volver a jugar con su democracia y con su Estado de derecho. Actuando a tiempo, Alexandros no habría muerto. Y con el grito hubiera bastado para que la clase política se diera por aludida. Con el partido de la oposición gobernando -todos están de acuerdo en ello- hubiera ocurrido posiblemente lo mismo. La lección de que toda violencia individual o colectiva desprovista de un significado alternativo concreto sólo acabará soportándola de nuevo el pueblo, como así ha sido, es cierta. Un cambio de Gobierno no hubiera supuesto un cambio de las circunstancias que han llevado a la explosión.
Lo que ha habido en Grecia estos días ha sido -cuando escribo estas notas los helicópteros se oyen sobre el cielo de Atenas, los disturbios con la sigla “A” en un círculo continúan, las piedras son trozos de mármol de hasta cinco kilos, la Biblioteca de la Facultad de Derecho estuvo toda la noche en llamas- una revuelta antisistema irresponsable, violenta y desprovista de significado, a medio o largo plazo. Quien paga las consecuencias seguirá siendo el pueblo, en plena crisis económica global. Porque cuando se actúa demasiado tarde llegan los errores asesinos que desencadenan un emocionado sentir colectivo. Son sentimientos que reavivan recuerdos a nuestras ya cansadas generaciones de padres del 68. ¿O es que acaso alguien esperaba que sacaran los tanques a la calle después de la muerte de un joven?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario