Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 28/12/08):
Tengo un amigo y una amiga que se dedican al negocio financiero a escala internacional. El uno, propietario de su propia firma de inversión y con clientes en todo el mundo, no olvidará nunca -y menos hoy, Día de los Inocentes- la media docena de ocasiones en que se reunió con Bernie Madoff. La otra, analista de una organización aparentemente no contaminada por el escándalo, no logra comprender cómo colegas íntegros y avezados cayeron en la trampa.
«Siempre me citaba a las ocho de la mañana en su despacho del edificio Lipstick», recuerda mi amigo. «Me recibía solo, delante de una taza de café. Bebía pequeños sorbos y comentaba serenamente la marcha de los mercados. Era amable pero distante. La última vez me contó que tenía todo su patrimonio invertido en la compañía y que con la crisis prefería ganar él un poco menos, pero mantener contentos a los clientes».
La noche en que le contaron que Madoff había sido detenido, tras confesar que su respetado fondo de inversión no era sino una farsa, rodeada de oropel pero basada en la más rudimentaria de las estafas, el corazón le dio un vuelco. Mi amigo nunca dejará de preguntarse cómo es posible que el nuevo timo del siglo alcanzara tales proporciones, pero su primera reacción -en sintonía con la mayor parte de los medios de comunicación, gobiernos e instituciones- fue culpar al regulador norteamericano. «La SEC tendrá que responder ante los tribunales, ya verás los pleitos que se avecinan».
Mi amiga no está de acuerdo en que ése sea el problema y menos aún la solución: «La ventaja de que ese tipo de fondos -los fondos de inversión libre o hedge funds- sean entidades poco reguladas y no tengan la obligación de presentar sus cuentas ni de reportar sus actividades diarias a ningún organismo es que así tienen la máxima flexibilidad para invertir», me dice en un correo electrónico bien argumentado. «Esa es una circunstancia que puede proporcionar grandes beneficios, pero que a la vez hace imprescindible que el potencial inversor dedique importantes recursos a entender bien los fundamentos del fondo en el que se plantea meter su dinero».
Para ella resulta inaudito que «fondos de fondos» como el Optimal del Santander, el Fairfield de Noel, Piedrahita y otros yernos o los demás que invirtieron dinero ajeno en Madoff no le sometieran a un proceso de due dilligence para «verificar que todo lo que el gestor dice que hace es cierto: eso abarca entender cómo se generan los beneficios, cómo se controla el riesgo o cuál es la estructura operativa».
También le parece increíble que ni siquiera contrastaran la trayectoria de Madoff con el código de «mejores prácticas» vigente en el sector de los hedge funds. Eso les habría llevado a conclusiones muy elementales como que su fondo no contaba ni con administradores ni con custodios independientes, que su auditor tenía tres empleados y a él como único cliente o que toda la información que enviaba a los inversores era un montón de boletas de transacciones bursátiles que en sí mismas no explicaban nada.
Algo similar decía el otro día Sebastián Mallaby en The Washington Post al alegar que Madoff «era un granuja que prácticamente telegrafiaba su falta de fiabilidad, contratando a una diminuta auditora desconocida y dando resultados mensuales que no fluctuaban nunca». Sin embargo la crème de la crème de las finanzas internacionales ha aparecido prendida de su anzuelo.
Mi amigo alega que, aunque ahora a todo el mundo le parece muy obvio lo ocurrido, la verdad es mucho más compleja, pues en los círculos financieros se daba por hecho que Madoff había dado con una fórmula para neutralizar la volatilidad de los mercados y se entendía como algo lógico que no la quisiera compartir con nadie. Tenía el secreto de la Coca-Cola o, si se quiere, el de los cultivadores de bulbos de tulipanes holandeses. El hecho de que, además de especializarse en la llamada «inversión alternativa», mantuviera una agencia de Bolsa convencional avalaba la teoría de que procesaba las órdenes de compra o venta que le llegaban antes de la apertura de los mercados y aplicaba a la resultante una especie de «logaritmo secreto».
Mi amigo llegó incluso a duplicar, a modo de mayor seguridad, la tarea de casar las boletas que reflejaban las supuestas operaciones de Madoff que afectaban a sus clientes. Pero, claro, eso no servía de nada pues uno de los requisitos clave para ser admitido como inversor por Madoff era aceptar que nadie sino él podía conocer el contenido de la que, según The Wall Street Journal, algunos ejecutivos de la propia compañía denominaban premonitoriamente como la «caja negra» de su modus operandi.
Ahora que el avión ya se ha estrellado y mientras los investigadores tratan -de momento con bastante poco éxito- de averiguar lo que hay en esa «caja negra», finalmente tal vez vacía, mi amigo admite que uno de los factores determinantes de la espiral de confianza ciega en la que él mismo se vio arrastrado fue el arraigo y prestigio de Madoff en la comunidad financiera judía. No se trata de reavivar ningún estereotipo -y menos de forma derogatoria-, pero yo creo que cuando ambos se sentaban con la taza de café de por medio eran dos maneras de entender la relación con el dinero, la de la cultura judía y la de la cultura católica, las que estaban frente a frente.
Para describir la primera, sólo citaré una obra de un autor tan poco sospechoso de antisemitismo como George Steiner, pescando en concreto en el capítulo de sus «libros no escritos», titulada Zion (My Unwritten Books, Weidenfeld and Nicolson, 2008). «La intimidad judía con el dinero ha sido en cierto modo visceral», sostiene Steiner. «Data de las múltiples prescripciones fiscales del Libro de Moisés. Probablemente como en ninguna otra mitología el dinero desempeña una parte canónica en los relatos sobre la buena fortuna o sobre la traición… La evolución del capitalismo moderno y la crítica que ha inspirado encuentran su contexto y adaptación natural en la comunidad judía. Parece movilizar viejas habilidades y predisposiciones. Los Rothschild han reemplazado a Shylock… Firmas como Goldman Sachs o Lehman Brothers -esto está escrito obviamente antes del crash- o alquimistas individuales como George Soros han sido jugadores decisivos en los mecanismos financieros del mundo occidental. El multinacionalismo ha reclutado los instintos peregrinos y cosmopolitas del judío… Por lo tanto hoy un porcentaje significativo de las finanzas globales está bajo control judío. Los talentos analíticos y metamatemáticos desplegados por los pensadores y científicos judíos han sido brillantemente desarrollados en los dominios, a la vez hiperracionales y demoníacos, del dinero».
Frente a ese presunto «despliegue de talento analítico y metamatemático» que dio paso a lo que otro judío ilustre como Alan Greenspan bautizaría como la «exuberancia irracional de los mercados», mi amigo y otros como él actuaban constreñidos por una ética pudorosa y en cierto modo timorata del lucro. En nuestra sociedad se habla con mucha más soltura de sexo -no digamos nada de los placeres de la mesa- que de dinero. La gente te cuenta que se ha llevado a una persona deseada a la cama, pero no que ha ganado dinero con una inversión afortunada. Incluso sobre quienes se dedican profesionalmente a las finanzas parecen pesar las sentencias evangélicas dedicadas al rico Epulón y al pobre Lázaro, al camello y al ojo de la aguja y a lo bienaventurados que son los pobres porque de ellos es el reino de los cielos.
A falta de ese pragmatismo calvinista, de esa ética protestante que finalmente permite a todo buen cristiano servir a dos señores -en la City se pone una vela a Dios y otra a Mammón-, la mayoría de nuestros ricos y sus plenipotenciarios se sienten mucho más cómodos cuando sus plusvalías se gestionan en silencio y detrás de un tupido velo que cuando se aventan en cualquier dominio público. Pocas iniciativas nos ocasionan tantos quebraderos de cabeza como el número anual del Magazine sobre las personas más ricas de España. Sólo los horteras del ladrillo quieren presumir de la parte legal de sus fortunas. No olvidemos que algunas de las primeras órdenes monásticas tenían entre sus votos la prohibición de tocar físicamente el dinero.
Nada mejor que esta disposición al sigilo y la reserva -que tu mano derecha no sepa cómo se enriquece la izquierda- para un tinglado como el de Madoff basado en la sacralización del secretismo. Al final mi amigo terminó promediando la confianza irracional que emanaba de aquella taza de café con su prudencia racional -incluso con su recelo a ganar demasiado- e invirtió en la «caja negra» sólo una muy pequeña parte del patrimonio confiado por sus clientes y, digamos, dos no tan pequeñas partes del suyo propio. Lo que le reconcome ahora no es, sin embargo, la cantidad sino la calidad del problema.
Cualquiera diría que la base de lo ocurrido era que había una serie de potentados ansiosos de ser engañados -a modo expiatorio- y que profesionales honrados como él no fueron sino los médium de la credulidad autoinducida. Resulta difícil de imaginar, en cambio, que un individuo como Piedrahita que, después de haber suscitado todo tipo de recelos en el Reino Unido, aterrizó en España pisando fuerte y haciéndose el simpático con su superjet, su megabarco y su casoplón de Puerta de Hierro no estuviera por vía familiar en el ajo de la estafa. ¿Será capaz la Fiscalía Anticorrupción de separar el grano de la paja?
A mi amigo no le servirá de consuelo, pero en la comunidad judía lo ocurrido ha causado tanta consternación como si se tratase de una nueva destrucción del templo de Jerusalén. El rabino Salomón Carmy, presidente del departamento de Estudios Bíblicos de la Yeshiva University -seriamente damnificada por el colapso de Madoff-, ha evocado un pasaje del Génesis sobre la historia de Jacob muy elocuente de la escala de valores a la que me refería antes: «Los justos defienden su dinero más que su propio cuerpo. Si tu ganas dinero honradamente o si lo tienes como consecuencia del depósito de la confianza de otros en ti, debes ser muy cuidadoso».
Al margen de que no falta quien espera que de repente se abran los cielos y un rayo con el emblema del Mossad castigue al truhán de forma mucho más contundente de lo que podrían hacerlo los tribunales norteamericanos, la reciente noticia de que la Fundación Elie Wiesel ha perdido la práctica totalidad de sus fondos en el cenagal de la estafa no hace sino realzar la pregunta que el pasado domingo se hacía Frank Rich en The New York Times: «¿Quién podría haber imaginado la historia de un financiero judío que pulveriza millones de dólares dedicados a mantener viva la memoria del Holocausto? Dickens, Balzac, Trollope y, a esos efectos, hasta Mel Brooks se hubieran quedado atónitos».
Modestamente se me ocurre sugerir que sólo un resucitado Rabelais podría estar a la altura de ese reto. Y no tanto por las dosis de vitriolo que el gran humanista francés de comienzos del XVI escancia en sus obras al servicio de lo grotesco, sino sobre todo por su paternidad de un personaje cuya pauta y significado ya está sirviendo de útil ganzúa para abrir algunas puertas que son clave para la interpretación de la actual crisis. Me refiero al pícaro Panurge, compañero de fatigas del bondadoso gigante tragaldabas Pantagruel.
Si en su libro segundo -capítulo XVI- Rabelais presenta a Panurge explicando que «estaba sujeto de nacimiento a una enfermedad que por entonces llamaban falta de dineros… a pesar de lo cual conocía sesenta y tres maneras de remediarse en su necesidad, de las cuales la más común y honrosa era el latrocinio», es en su libro cuarto -capítulo VIII- cuando este pícaro escatológico, ingenioso y cruel que preludia a la vez a Falstaff y a Sancho alcanza su verdadero momento de gloria.
Todo sucede a bordo de una embarcación en la que Panurge compra un cordero del rebaño del comerciante Dingdong y, comoquiera que considera que el precio ha sido abusivo, da rienda suelta a su cólera arrojándolo bruscamente al mar. El resto del rebaño se apresura a seguir a su compañero y todos -ovejas, carneros, pastores y el propio Dingdong- se precipitan al agua y se van ahogando poco a poco, mientras un sádico e implacable Panurge disfruta de su venganza, impidiendo con el remo que nadie regrese a la barca, y filosofa sobre el instinto gregario que ya Aristóteles detectó en ciertas especies.
Desde entonces le mouton de Panurge es el desencadenante de cualquier moda y el «panurgismo», el efecto imitativo que la alimenta. Es el caso de la actual deflación en el que la parálisis económica se contagia con tal virulencia que ni siquiera los que tienen más dinero disponible gastan, consumen o invierten. He ahí la levadura del miedo que va inflando el círculo vicioso del efecto pobreza.
Pero hasta como quien dice antesdeayer el mimetismo había operado en sentido contrario. Puesto que el vecino lo hacía, había que hipotecarse; puesto que el amigo lo hacía, había que consumir más allá de los propios posibles; puesto que el compadre lo hacía, había que invertir a crédito en la Bolsa. Mi amiga explica muy bien en su correo electrónico lo que era un secreto a voces en su sector: «Según el manual nadie debería haber invertido en Madoff, pero como había muchos conocidos que ya lo habían hecho durante tanto tiempo y nunca había pasado nada, pues todos seguían invirtiendo». Era el «dónde va Vicente, pues donde va la gente» de los multimillonarios. Tú no eras nadie si Blahnik no te hacía unos manolos a medida, no estabas en la lista de invitados de las fiestas de Mustique y no te dejaban meter dinero en Madoff. Ese «reservado el derecho de admisión» era lo que fascinaba a los obsesionados con no ser menos que fulanito o menganita. Y Piedrahita les hacía pasar por taquilla. Hasta que se pinchó la burbuja y se hundió el soufflé.
Mi propio amigo piensa que las inversiones y plusvalías de Madoff fueron reales durante bastante tiempo y que sólo cuando sufrió un importante traspié -no se sabe si por el hundimiento de las punto com, por la crisis asiática o por qué otra vicisitud- decidió recurrir al viejo truco de la pirámide. «Yo creo que casi fue más una cuestión de amor propio que otra cosa. No quiso decirles a los de la sinagoga de la Quinta Avenida que había perdido su dinero y emprendió la huida hacia delante».
O sea que durante años fue metiendo a todos los corderitos en el barco y un buen día tiró el primero al mar, marcando el número del FBI. En Far from the madding crowd -Lejos del mundanal ruido- hay una escena similar cuando un perro irresponsable arrastra a todo el rebaño hasta el fondo de un acantilado y arruina al joven y entusiasta pastor Gabriel Oak. Su autor Thomas Hardy trataba de expresar así la crueldad y la injusticia inherentes a nuestro universo. Puedo imaginarme la carcajada de Panurge al oír hablar tanto estos días de la necesidad de regular los mercados y reformar el capitalismo. ¿El capitalismo? Mientras no reformemos la condición humana…
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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