Por Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní y catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 26/12/08):
Mientras el mundo continúa haciéndose preguntas sobre los atentados de Bombay, sería un error político e intelectual centrarse únicamente en la violencia de raíz islámica y en el terrorismo procedente de Pakistán.
Con frecuencia, la islamofóbica obsesión con el terrorismo musulmán impide tener una visión general del asunto, que trate de comprender qué motivaciones llevan a los individuos a matar para defender la democracia o para oponerse a ella. La batalla por esa democracia no podrá ganarse mediante la intervención militar en Oriente Medio o en el Sur de Asia, sólo se ganará cuando los diversos puntos de vista de las culturas musulmanas tengan medios de expresarse.
Para que en una de esas regiones, o en las dos, pueda surgir un Gandhi musulmán, las democracias, más que ser únicamente fieles a sus bases pragmáticas, tendrán que atenerse a sus fundamentos éticos. Después de todo, la democracia parte de la confianza en la conciencia ética del ser humano, que debe despertarse y cultivarse.
Hoy en día, en gran medida a consecuencia de la obra de Mahatma Gandhi, la India goza de independencia política y en el proceso de desarrollo de las libertades que él puso en marcha continúan empeñadas personas de todo el país. Mahatma Gandhi sigue siendo un pensador relevante, no sólo por su teoría y práctica de la no violencia, sino porque durante toda su vida defendió la tolerancia política y el pluralismo religioso. Nada tiene esta defensa de doctrinario o de apriorístico. Todos sus presupuestos sobre la importancia de la autonomía personal y la libertad política para la existencia humana y la vida moderna han sido contrastados en la práctica.
Es de sobra conocido que las ideas de Gandhi evolucionaron con la experiencia, pasando de una perspectiva enormemente simplista a otra más madura, elaborada y fundamentada. Hace más de doscientos años el famoso filósofo alemán Immanuel Kant respondió a la pregunta que le hizo un periódico berlinés, “¿Qué es la Ilustración?”, equiparando ésta con una madurez alcanzada mediante el recurso a la razón. Para Gandhi, la madurez consiste en la asunción por parte del hombre de la responsabilidad de utilizar su razón crítica y ésta consiste en el inquebrantable examen de nuestros presupuestos más preciados y vehementes.
En consecuencia, Gandhi consiguió articular un escenario de transformación, no sólo indio sino contemporáneo, que todavía mantiene la vigencia de su filosofía. Pero no creó un sistema. Fundamentalmente, encontró vías para alcanzar objetivos sociales e individuales. En realidad, era un ardiente defensor del Estado de derecho y un partidario de los derechos humanos básicos, que criticaba cualquier forma de acción política basada en la violencia y la intolerancia, manifestándose fervientemente a favor de un gobierno limitado. De este modo, el pensamiento político de Gandhi no puede identificarse ni con la tradición liberal ni con la anarquista, ni tampoco con las propuestas de diversos filósofos comunitaristas de hoy en día.
De igual manera, Gandhi no se encuadra en ninguna de las tres opciones ideológicas disponibles en el mundo actual. La primera es el retorno al “dogmatismo religioso”. La segunda, un “relativismo” ejemplificado por el movimiento posmoderno, para el que la verdad objetiva debe sustituirse por una verdad hermenéutica. La tercera opción es el “fundamentalismo racionalista”, que cree en el poder absoluto de la razón, desacralizando todo lo relevante. Gandhi no encaja en ninguna de esas tres visiones principales que inciden sobre nuestro presente. No es un fundamentalista religioso, no es un revitalizador del culturalismo y tampoco participa de la fe absoluta en la razón.
Gandhi tuvo el valor de defender y de contestar la autoridad de la tradición, siendo consecuente con sus creencias, pero sin dejar de renunciar a la libertad de cambiar de idea, descubrir cosas nuevas y redescubrir lo que en su momento había dejado de lado. En realidad, una de las tareas que se impone la no violencia de Gandhi es la de acabar con los estereotipos y categorías reduccionistas que limitan el diálogo entre los seres humanos.
En este sentido, la aportación de Mahatma Gandhi a la creación y fomento de una cultura pública que, basada en la ciudadanía, garantice a todos el derecho a expresar su opinión y a actuar, constituyéndose en alternativa a un sistema de representación basado en los partidos y estructuras estatales de carácter burocrático, es uno de los temas de debate más importantes dentro de la filosofía política occidental de hoy en día. Gandhi era muy consciente de que, para fomentar un “pluralismo ampliado”, es preciso desarrollar instituciones y prácticas que permitan a todo el mundo articular, contrastar y transformar su opinión y su perspectiva.
Se adelantó mucho a su tiempo. De hecho, dos generaciones después de su muerte, aún va muy por delante del nuestro. Si siguiera vivo, nos pediría que aceptáramos que el ser humano es igual en todas partes, que es un tremendo error considerar que hay pueblos, ya sean los judíos, los musulmanes, los hindúes, los cristianos, los blancos o los negros, que son imperfectos o peores que otros. En segundo lugar, pediría un diálogo que salvara las divisorias religiosas y que denunciara el carácter absolutamente inaceptable e injustificable del terrorismo.
Como para Gandhi la India albergaba diversas religiones y culturas, el diálogo interconfesional demostró ser un método seguro para forjar vínculos de unidad entre hombres de credos distintos, convirtiéndose en un método contrastado de transformar la discordia y el conflicto en armonía y cooperación. Sin dejar de predicar la igualdad entre las religiones, Gandhi no dejó de enumerar principios de diversos credos que habían contribuido a enriquecer la espiritualidad existente en territorio indio.
Lamentablemente, hoy en día sigue habiendo conflictos religiosos y es frecuente que la violencia vaya unida a pasiones que se relacionan con distintas comunidades basadas en la pertenencia a un credo. Problemas como la pobreza y la desesperación, por poner sólo dos ejemplos, pueden ir ligados a cuestiones religiosas, produciendo a veces agresiones y prácticas como la de convertir a los demás en chivo expiatorio.
En la actualidad, la civilización islámica y la occidental están presas de una relación funesta, que las hace odiarse y temerse mutuamente. Sin embargo, en el caso de las polémicas y de la violencia que enfrentan al islam con Occidente, no estamos asistiendo a un choque de civilizaciones, sino a un choque de intolerancias. La intolerancia es sobre todo la incapacidad o la falta de disposición a soportar algo diferente. Es evidente que en las sociedades actuales impera la intolerancia hacia los que no son como nosotros. Y no sólo hablamos de intolerancia moral o política, sino de la que sufre cualquiera que de una u otra forma es distinto.
Una vez más, las luchas en defensa de la paz y la igualdad han demostrado que la no violencia tiene un poder moral que suscita en nosotros un respeto y una veneración que la violencia nunca podrá engendrar.
Gandhi ha sido un luminoso ejemplo para mucha gente, en concreto para los que han decidido resistirse a la injusticia. El hecho de que algunos de sus seguidores hayan fracasado no significa que ya no esté vigente. Como dijo Martin Luther King en una ocasión: “Si queremos que la humanidad avance, no podemos prescindir de Gandhi”. Ha llegado el momento de que busquemos en nuestra alma y nos preguntemos por qué hoy en día Gandhi está aún más vigente.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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