Por Ignasi Guardans, diputado en el Parlamento Europeo (EL PAÍS, 12/12/08):
Hace apenas dos semanas, el destino y la costumbre personal de no cenar nunca en los hoteles en que me alojo me sacó del hotel Taj Mahal de Bombay minutos antes de que un grupo de terroristas asesinara a tiros a parte del personal de recepción al que acababa de saludar, iniciando así una orgía de violencia de cerca de 48 horas. Todos cuantos vivimos aquella noche, unos con peligro inminente y directo para sus vidas dentro de los hoteles, otros escuchando las explosiones desde nuestro refugio en lugares cercanos o en la misma calle, guardaremos en nuestro disco duro mental una serie de archivos de imagen y de sonido que tardarán tiempo en borrarse. Historias para contar a los nietos, dicen mis amigos. Es posible.
Pero antes de que llegue ese momento, al menos para quienes aún tenemos alguna responsabilidad política, la experiencia de haber sido testigos de primera fila de esas horas puede servir también para aportar elementos de análisis y para alguna reflexión de mayor calado.
Reflexiones, ante todo, en lo que se refiere al propio acto terrorista. Poco a poco va aclarándose la identidad de esos jóvenes y bien entrenados asesinos. Los servicios de espionaje americanos ya confirman hoy lo que la prensa local de Bombay publicaba cuando los muertos estaban aún sin enterrar: detrás de la matanza está el grupo islamista Laskar e Toiba, protegido -y quizá entrenado- por los servicios de inteligencia de Pakistán. Una vinculación de los atacantes con el eterno enemigo que no libera a la India de su propia y escandalosa responsabilidad. Responsables de ignorar avisos claros sobre lo que se avecinaba, con detalles muy precisos. Responsables de graves negligencias en el terreno policial en los días que lo precedieron, tales como despreciar la denuncia de quienes habían visto desembarcar a los terroristas. Responsables de mantener en Bombay una policía pésimamente preparada y equipada, pese a ser una ciudad donde las víctimas del terrorismo ya se contaban por centenares en los últimos años. Entre mis imágenes personales de ese día está la de los policías apostados alrededor del hotel, vestidos con desiguales uniformes y pobre calzado, con un nivel de desconcierto no inferior al de los clientes y peatones, y con armas más propias de la policía local de una ciudad pequeña. Sólo así se explica, por ejemplo, que en el ataque a la estación de tren dos terroristas mataran a 60 personas sin que 100 policías lograran abatirlos.
Hay que exigir a la India una respuesta al terror proporcional a la gravedad de la amenaza. Hay que ayudarla, con formación, con equipamiento y con servicios de inteligencia en la medida en que sea necesario. Pero ellos han de despertar. La llamada comunidad internacional no puede quedar al margen, como si se tratara de un problema interno. En este mundo nuestro ya van quedando cada vez menos problemas internos, especialmente si su mala resolución la acabamos pagando también los demás. Al mismo tiempo, es evidente que debemos asumir que tenemos un problema muy serio en Pakistán. Un país que es prácticamente un Estado fallido, desde cuyo seno (al menos en términos geográficos, y quizá algo más) se apoya a los talibanes en Afganistán y al terrorismo en la India. La nueva Administración de Obama deberá definir cómo tratar a quien es al mismo tiempo un aliado pero da cobijo a quienes desean su total destrucción. Y Europa deberá apoyar sin fisuras esa nueva y urgente estrategia militar y política. Lo que está claro es que ahí tenemos un foco de inestabilidad en el que nos jugamos mucho más de lo que nos atrevemos a reconocer. Y hay más: al igual que desde hace decenios sabemos todos que el conflicto palestino nos afecta, porque mientras no se resuelva no puede haber seguridad real en toda la región, ya va siendo hora de que la comunidad internacional se acerque al conflicto de Cachemira como algo más que espectadores pasivos de una representación ajena entre dos enemigos históricos. Es irresponsable, también para Europa, permitir que ese conflicto siga actuando como arsenal de odio de la munición que después lleva la muerte a Bombay o donde sea.
Pero haber vivido una situación de crisis desde la primera fila lleva también a otro tipo de reflexiones que afectan directamente al concepto mismo de la Europa que pretendemos construir. Porque en la Europa del euro, en la Europa de la euroorden y del reconocimiento automático de decisiones judiciales, en la Europa de los tipos de interés centralizados, de la supresión de fronteras y del plan Bolonia, en la Europa del mercado interior, resulta que la ciudadanía europea es una inmensa ficción cuya eficacia termina en el mismo momento en que salimos de nuestras fronteras. Los europeos, los mismos a los que desde Bruselas dirigimos nuestras homilías políticas sobre la necesidad de implicarse en este proyecto colectivo, los mismos a los que pedimos que voten en las elecciones europeas, aquéllos a quienes recriminamos su no en las consultas sobre Europa, pierden, perdemos esa condición en cuanto traspasamos las fronteras de la Unión. Como si se tratara de una mutación química o de un cambio súbito del color de la piel, en cuanto llegamos a Beirut, a Bangkok o a Bombay, los europeos recuperamos de golpe nuestra original condición de franceses, polacos, italianos o españoles.
Pero es justamente en momentos de crisis como el que he podido vivir cuando todo el proyecto político europeo podría legitimarse de la manera más sublime y noble ante los ciudadanos más reacios, o ante aquellos que menos entienden para qué sirve esta Europa de hoy. Y sin embargo, todo el sistema consular, y con él los mecanismos de emergencia para los ciudadanos, están anclados en una Europa que creíamos superada al menos desde finales de los años setenta.
Yo he visto cómo un cónsul alemán se negaba a evacuar a quienes no tuvieran su nacionalidad. He visto a todo un embajador de Francia negarse a facilitar documentación de salida a una persona con doble pasaporte francés y alemán, con el peregrino argumento de que había entrado en la India utilizando este último. He presenciado desde mi teléfono móvil la descoordinación más total entre Gobiernos europeos que fletaban aviones para ir a sacar de Bombay a “los suyos”, con la generosa oferta de que si cabían, y sólo en ese caso, quizá también se llevarían a alguno de “los otros”. Junto a la actuación vergonzosa de alguno, he visto actitudes muy generosas y esforzadas por parte de varios cónsules, sin duda, y es de justicia proclamarlo. Pero a todos ellos, de Hungría, de Francia, de Italia, de España, de Alemania, del Reino Unido, les he visto sin el más mínimo protocolo común de actuación, sin más regla ni principio común que su buena voluntad y personal iniciativa. Dicho de otro modo, y a pesar de lo que dicen los Tratados, ninguno de ellos tenía obligaciones jurídicas europeas que cumplir, sino a lo sumo un confuso espíritu de solidaridad. Se ayudaban. Pero no trabajaban juntos ni al menos con los mismos criterios y como parte de algo común.
Es indispensable que desde la UE y sus Gobiernos entremos a fondo en ambos temas. En el asunto de la documentación de emergencia, tan fácil de resolver si lo afrontamos pensando en las necesidades reales de nuestros ciudadanos en esos casos, y no en patéticas resistencias burocráticas que tan bien hemos superado en otros ámbitos. Y en el asunto de la atención y evacuación de los europeos en situaciones críticas, de las que desgraciadamente nos esperan muchos más ejemplos en distintos rincones del planeta. Contra lo que he escuchado de alguno en días pasados, el agradecimiento inicial a los bomberos que me hubieran sacado de un edificio en llamas es perfectamente compatible con la puesta en cuestión del tiempo que tardó en llegar su camión, o el examen de la atención dada a los demás afectados. Lo que está en juego no es sólo la próxima crisis, sino la confianza misma de los ciudadanos en la Europa que decimos construir.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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