Por José Antonio Gimbernat, presidente de la Federación Española de Asociaciones de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (EL MUNDO, 29/12/08):
En 1948, tras la fundación de la moderna Organización de las Naciones Unidas, éstas consideraron que había que proporcionar a la humanidad la perspectiva de un nuevo futuro, construidos sobre bases distintas a las que habían conducido a la horrible tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de diseñar un nuevo proyecto de convivencia internacional, que garantizara los derechos de los ciudadanos. En la Carta fundacional de la nueva Organización se afirmaba que las nuevas sociedades debían tener como fundamento los Derechos Humanos.
En consecuencia surgió la iniciativa de redactar una nueva Declaración de estos derechos. Recogía lo mejor de la historia y de la conciencia colectiva en aquel momento de las formulaciones de los Derechos Humanos, teniendo en cuenta sus orígenes en el siglo XVIII. Fue concebida según dos grandes capítulos: los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales. Ambos debían ser considerados como un todo indivisible. Su intención era crear un código de derechos universales, exigiendo su protección por los Estados y también con el objetivo de favorecer a las generaciones futuras. Así, a la vez que reivindicaba su presente, dibujaba también un horizonte utópico de lo que debería ser una humanidad, en la que todos sus ciudadanos tuvieran garantizados todos sus derechos; para lograrlo mostraba el camino hacia el futuro. Pues se trata de una Declaración que concierne a todos y a cada uno de los ciudadanos del mundo. También -aunque ello no haya quedado exento de polémicas- es una Declaración que pretende ser efectiva para todas las culturas y civilizaciones.
El último tercio del siglo XX ha contemplado el ocaso, la quiebra y la debilidad de las ideologías con pretensiones universales. Las grandes religiones significan actitudes y creencias singulares, no compartidas universalmente. En este contexto podemos constatar que el único lenguaje universal que perdura, crecientemente reconocido como tal, es el lenguaje de los Derechos Humanos. Incluso sus propios violadores son conscientes de que esta aceptación generalizada se vuelve contra ellos. La necesidad de este referente universal se hace hoy más patente que nunca en nuestra época en la que las grandes cuestiones con las que se confronta la humanidad, en las que se juega su futuro, han ido adquiriendo dimensiones universales. Mencionemos el dilema entre guerra y paz, el control de las armas nucleares, la fatídica distribución mundial de la riqueza y la pobreza, la necesidad imperativa de un diferente desarrollo económico humano mundial, la dimensión planetaria del riesgo ecológico… En estas coordenadas es un logro no menor de la Declaración que se sigan reconociendo como legítimos e irrenunciables para todos los seres humanos los derechos económicos sociales, individuales y colectivos. «Todos los derechos humanos para todos», rezaba el lema de las organizaciones no gubernamentales en la Conferencia de Viena de 1993.
En estos 60 años la Declaración ha vivido su propia historia y desarrollo. Se ha hecho un importante esfuerzo de traspasar su carácter declarativo al espacio de la exigibilidad positiva. En 1966 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobaba dos Pactos internacionales de Derechos Humanos, que correspondían a sus dos grandes capítulos citados.
Se trata de dos auténticos convenios presentados a la firma y a la ulterior ratificación de los Estados. Ratificación que al igual que la misma Declaración tuvo una aceptación general por parte de los mismos. En ello se recogía la evolución experimentada por la concepción de los Derechos Humanos de los pueblos -no sólo de los individuos-. En estas décadas hemos asistido a multitud de esfuerzos intelectuales y jurídicos para favorecer éticamente y garantizar políticamente, en perspectiva universal, la práctica de los Derechos Humanos.
Más allá de las fronteras de los Estados nacionales, se han plasmado positivaciones jurídicas que han permitido la reclamación eficaz de las exigencias éticas que corresponden a los Derechos Humanos. No sólo por su aceptación teórica, sino por lo convincente que para el progreso histórico ha significado su proclamación, los movimientos sociales bajo su impulso han reivindicado y hecho irreversibles los derechos de los trabajadores, de las mujeres, de los emigrantes, de los homosexuales y de los pueblos indígenas. Se han creado instancias y tribunales específicos, también en el marco de convenios regionales, no sólo en el ámbito de las Naciones Unidas. Han surgido Derechos Humanos llamados de la tercera generación: derecho a la autodeterminación de los pueblos colonizados y ocupados, el derecho al desarrollo, el derecho a la paz, a la objeción de conciencia, al medio ambiente. Se ha dado preeminencia a los derechos del niño, de los pueblos indígenas. A la vez surgen los denominados derechos emergentes: derecho al agua, a la alimentación, a una renta básica de ciudadanía, y los derechos que abren las nuevas fronteras de la biomedicina.
Al realizar hoy el balance de la evolución en este período de los Derechos Humanos tenemos que destacar sus importantes progresos y a la vez el enorme camino que nos queda por recorrer. Sabemos que las ideas en la historia avanzan más rápidas que los hechos. Esto es así en los Derechos Humanos. En lo que se refiere a los derechos civiles y políticos se ha puesto de manifiesto la relación interna entre Derechos Humanos y democracia. Desde 1948 ha progresado constantemente la creación de Estados con Constituciones democráticas. Aunque no se debe dejar de registrar que muchas de estas democracias tienen en gran parte carácter nominal, en las que con frecuencia las instituciones al servicio de los ciudadanos en la práctica son un fiasco. También en las democracias más establecidas la participación de los ciudadanos en la vida pública sigue siendo muy deficiente y los derechos económicos y sociales perviven en la precariedad.
Pero los Derechos Humanos para los que carecen de ellos son el recuerdo que alienta a las víctimas para poder reclamar lo que les corresponde, aunque todavía esté lejos el momento en que puedan serles garantizados. La apelación a ellos es su última esperanza. En Occidente está muy extendida una lectura «liberal» de los Derechos Humanos, más propia de su primer origen en la que de manera reduccionista se los limita a los de impronta civil y política. Y ello por una doble razón: los derechos de pretensión social no son fácilmente susceptibles de reclamaciones individuales ante instancias superiores.
A ello hay que añadir la incapacidad real y actual de los Estados no desarrollados -pero también de los que lo son- para garantizar tales derechos a miles de millones de ciudadanos en nuestro planeta. Piénsese en el derecho al trabajo, a la alimentación, a la vivienda, a una moderna asistencia sanitaria, etc. El incumplimiento de las exigencias derivadas de los Derechos Humanos en nuestro tiempo tiene mucho que ver con la enorme e imparable extensión de la pobreza. Dentro de ella, los derechos económicos, sociales y culturales se hacen inalcanzables, y los derechos civiles y políticos en esas condiciones se ven gravemente amenazados o simplemente resultan inverosímiles.
Con frecuencia, en las consideraciones públicas de los responsables de los países industrializados, parecería que las transgresiones derivadas de las exigencias de los Derechos Humanos fueran exclusivamente un problema de los otros, de los países pobres (¡faltaría más!). Pero otra es la realidad. Para todos los Estados la Declaración plantea nuevas tareas y rectificaciones. La política internacional de los países occidentales sigue guiándose por el esquema amigo/enemigo en lugar de dejarse regir por los imperativos de los Derechos Humanos. Sus políticas de cooperación al desarrollo son causa o al menos cómplices del estancamiento y de la más pronunciada catástrofe humana de la miseria. La Declaración en su artículo 28 define su objetivo más ambicioso a largo plazo: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos». La Declaración es un estímulo ético y político para la humanidad; lo ha sido en el pasado y lo seguirá siendo en el futuro.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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