viernes, diciembre 26, 2008

Todo hombre es mi hermano

Por Antonio Montero Moreno, Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz (ABC, 24/12/08):

SI mal no recuerdo, este título de cabecera sirvió como emblema, hace ya bastantes años, de una de las jornadas solidarias que celebra cada año la Iglesia en España: El Día del Amor fraterno, en la fiesta del Corpus Christi, y El día contra el hambre en el mundo, a comienzos de la Cuaresma; promovido éste por la organización Manos Unidas, que fundaron hace medio siglo las mujeres de Acción Católica, con un destacado protagonismo de la inolvidable Mary Salas, que acaba de dejarnos. Hay otra fiesta solidaria, que lo es por los cuatro costados, la fiesta de la Natividad de Cristo, que hoy celebramos y que paso a glosar.
A diferencia de otras religiones, que buscan a Dios, mirando hacia lo alto para horadar los límites del mundo invisible, el Cristianismo es de signo descendente, porque Dios es quien toma la iniciativa de bajar a nuestro valle para hacerse el encontradizo con los hombres, mostrarnos su rostro e incorporarnos con Él a su vida inmortal. Así nos lo mostró San Agustín en una de sus sentencias lapidarias: Dios se hizo hombre para hacernos dioses a nosotros.

La bimilenaria tradición cristiana sobre los personajes y episodios del nacimiento y la infancia de Jesús, se ve asediada en los últimos tiempos, al igual que otros pasajes bíblicos, por algunas lecturas radicales del método histórico-crítico. Pero éstas, a su vez, han sido objeto de un discernimiento crítico por parte de los exégetas católicos, reafirmando los contenidos esenciales de la fe cristiana, en consonancia con el Magisterio de la Iglesia. Esperamos ahora el Comentario bíblico, patrístico y eclesial, del teólogo-Papa, Ratzinger - Benedicto sobre la infancia del Señor, en el II volumen de su libro Jesús de Nazaret.

En el texto griego original del Prólogo al Evangelio de San Juan leemos así: El Verbo (Palabra, Hijo) se hizo carne (hombre de carne y hueso) y acampó (puso su tienda de campaña) entre nosotros. Este versículo joánico, en su brevedad simbólica y su raigambre teologal, se asemeja al otro relato, tan conocido en su rudeza y ternura, del evangelista Lucas, el más periodista de los Cuatro: «Cuando le llegó la hora del parto, María dio a luz a su hijo único, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada». Decir pesebre es hablar sin tapujos de una cuadra de animales, lo cual no está tan lejos, ya se ve, de una tienda de campaña.

En su Carta a los Gálatas, anterior a los Evangelios, añade el apóstol Pablo nuevos detalles sobre la hombreidad (neologismo audaz de Laín Entralgo) de Jesús: Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su hijo al mundo, nacido de mujer y nacido bajo la ley. Esto es, un israelita cabal, con todas las de la ley, acreditado en su ciudadanía civil y religiosa, como lo ponen de manifiesto el empadronamiento de sus padres en Belén, por decreto de César Augusto, y la ofrenda de un par de pichones en el Templo de Jerusalén, con arreglo a la ley de Moisés. Jesús se llamó a sí mismo el Hijo del Hombre y se sintió toda su vida galileo de Nazaret, su domicilio familiar de siempre.

Me gustaría llamarlo, sin más, el «Gran Hermano»; pero me lo impide la doble profanación de ese nombre por el siniestro personaje de la novela El cero y el infinito, de Arthur Koestler, 1940, el dictador que hacía penetrar su imagen de espía insoportable en los secretos aposentos de sus súbditos, presagiando ya, los horrores del estalinismo y del Gulag; también me lo impide, aunque a menor escala, el título de un degradante programa televisivo bajo ese mismo nombre.

Se llama hermano en todos los idiomas a los hijos de los mismos padre y madre o, al menos, de uno de los dos. De ese parentesco genético o de sangre, deriva por naturaleza un gran amor fraternal, que sirve de referencia a todas las relaciones humanas de nuestra especie y tiene su reflejo en las grandes religiones y códigos morales, entre los que obviamente se destacan el Decálogo del Sinaí y el Sermón de la Montaña.
Por citar ejemplos más cercanos, acudo a la revolución francesa, con su famosa trilogía de Libertad, Igualdad y Fraternidad, de indudable abolengo cristiano, aún cuando se aplicaran paradójicamente con el terror; más en nuestro tiempo y menos controvertida la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sancionada por las Naciones Unidas, cuyo sexagenario acabamos de celebrar, que en su artículo primero proclama con solemnidad: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y de conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Nótese como empieza, no por un derecho, sino por un deber, antes de consignar los contenidos de todo el articulado. La vigencia universal de esos derechos, que ha supuesto importantes avances de la humanidad en ese periodo, constituye evidentemente un programa a realizar, a medio o largo plazo, en el mapamundi de todos los países del planeta. Es evidente que éste sigue marcado por tremendas carencias e injusticias, que parece imposible llegar a superar.

Con todo y con eso, nunca como ahora la familia humana, a pesar de la tremenda crisis económico-social que ahora nos aplasta, ha contado con tantos recursos, institucionales, financieros y técnicos para afrontar con suficientes garantías un futuro liberador de nuestro mundo. Esta crisis, se nos dice, es un reto histórico. Y curiosamente los obispos, los consejeros de banca, los agentes de bolsa y los líderes sindicalistas han estado tan de acuerdo en calificar este trance como una crisis de valores más que de finanzas.

De la que sólo podremos salir a flote hacia nuevos horizontes de justicia social y de fraternidad, con los soportes morales de la honradez personal, el respeto a la dignidad humana, la transparencia en la gestión, la moderación en las ganancias y la equidad distributiva de todo el proceso. Bueno será, pues, para reactivarlo, acometer con denuedo y energía los Objetivos del Milenio fijados por las Naciones Unidas.

Estábamos hablando, empero, de la Natividad de Jesús de Nazaret en el marco de la fraternidad humana. No puede haber hermanos si no hay hijos y éstos de un Padre común. Es innegable, sin embargo, que bastantes personas agnósticas e incluso las que se consideran ateas, tratan a sus semejantes con fraterna solidaridad, en virtud del genoma común, la identidad de la especie, la cultura de origen y el sentimiento natural; pero, nada de nada sobre un padre común. Es quizás por eso, por lo que Joseph Ratzinger ha hablado alguna vez de la orfandad del agnóstico.

Los cristianos afirmamos sin arrogancia, y con gratitud personal, que el Dios de nuestra fe es el Creador del mundo y el Padre de los hombres, a los que formó a su imagen y semejanza, enviándonos después a su Hijo para que nos redimiera y nos salvara. ¿Comprenden entonces cómo, en la fiesta de la Navidad del Señor nos estalla el corazón de alegría, en todo el universo de la cristiandad?.

El misterio del hombre encuentra solamente respuesta en el Misterio del Dios encarnado. No es esto una exclusiva de los cristianos, porque Cristo vino al mundo para todos, incluídos los que lo ignoran o rechazan. Su casa (la Iglesia y la fe) es quizá tan poco llamativa como la gruta y la tienda de campaña, pero sigue abierta a cuantos quieran franquearla con humildad. ¡Felices Navidades!

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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