Por Juan Goytisolo, escritor (EL PAÍS, 14/12/08):
En enero de 2006 recibí una llamada telefónica de la Embajada de México en Rabat. El entonces presidente de la República, Vicente Fox, venía en visita oficial a Marruecos para entrevistarse con el rey Mohamed VI y en el programa de su breve estancia en Marraquech figuraba una charla conmigo en el Café de France de la Plaza de Xemaá el Fná.
Unas horas después del inesperado anuncio, el gobernador de la ciudad me preguntó por qué había citado al presidente en un sitio tan popular en vez de hacerlo en algún lugar de mayor elegancia y caché. Le repuse que el programa había sido elaborado en México y yo no tenía nada que ver en ello.
A la hora y el día fijados, Vicente Fox y su séquito se detuvieron ante el café, en cuya entrada habían tendido apresuradamente una alfombra, y el presidente subió conmigo a la terraza desde la que se abarca el bullicio y fluidez de la plaza.
Como México y Marruecos son los dos países en donde me siento más a mis anchas, traté de explicarle las razones de esta querencia y apunté a un conjunto de hechos y situaciones que la justificaban.
“México y Marruecos”, dije en síntesis, “son dos países de frontera. Ustedes tienen el sueño americano, en Marruecos el de la Unión Europea. Sus Tijuana y Ciudad Juárez son acá Ceuta y Melilla. El río Grande, el estrecho de Gibraltar. En el norte de México se agolpan los candidatos de todo Centroamérica a dar el salto al paraíso soñado; aquí, los del África subsahariana. A sus wet backs se les llama acá jarragas. Mexicanos y marroquíes comparten una igual capacidad de trabajo y el afán de una vida mejor para sí y sus familias. El primer país receptor de remesas de sus emigrantes es México; el tercero, Marruecos. La diversidad étnica, lingüística y cultural son las mismas. Sus tradiciones religiosas y artesanales tienen un extraordinario parecido. La incompetencia y corrupción administrativas son idénticas. Lo que ustedes llaman mordida, aquí le dicen bakchich o rechuá. Los manteros de la plaza extienden y ocultan sus mercancías exactamente como en el Zócalo. En corto, señor presidente, está usted en su casa”.
Habituado al protocolo y la lanque de bois, la franqueza poco diplomática de mis palabras agradó a Vicente Fox, según me confió luego el embajador Juan Antonio Mateos.
Más tarde, pensé que la lista de paralelos improvisada en el Café de France se había quedado corta y hubiese podido alargarla. Un minucioso recorrido por los aledaños del Zócalo durante mi reciente estancia en México con motivo de la celebración de la vida y la obra de Carlos Fuentes, confirmó la justeza de mis comparaciones. La similitud de ambiente, agitación callejera y mescolanza fecunda existente en los dos lugares se imponen al observador curioso con la misma creatividad y energía genialmente captadas por Wordsworth en The Prelude y su retrato incentivo del Londres de la época.
Los atabales de los bailarines nahuatles retumban como los de los tambores gnaua. Las adivinas, cartománticas y lectoras de las líneas de la mano acomodadas a la vera de la catedral evocan las de la plaza. Los vendedores callejeros, exiliados del Zócalo por orden de la alcaldía, ocupan las aceras de la Moneda, Soledad y sus hormigueantes travesías. La estereofonía de quienes pregonan a grito herido su mercancía acompañan al viandante a lo largo de alcaicerías y bazares. La extraordinaria inventiva popular de los reclamos seduce a quien pisa por vez primera el ámbito. El peatón bisoño descubre, maravillado, una Farmacia de Dios (aquejado sin duda de infinidad de dolencias a causa de su edad provecta), un tenducho especializado en la venta de zapatitos y calcetines para las estatuillas del Niño Jesús, la reflexión desengañada de un filósofo: “Con todo día que amanece, el número de idiotas crece”. Productos y juguetes chinos arrasan como en toda África. Imágenes de Vírgenes y santos, con sus correspondientes cepillos petitorios, reciben la ofrenda de besos y limosnas.
El rompesuelas urbano puede comprar por unos pesos las instrucciones necesarias para alcanzar la protección eficaz del nagual o ángel de la guarda. La aglomeración del gentío que invade la calzada y corta el paso a los incautos conductores que se aventuran en el reino de la plebe le compensan los horrores del tráfico y los interminables atascos en los pasos elevados.
Y, como en otros lugares de Hispanoamérica y del mundo árabe, acude a su memoria la frase del gran ensayista y crítico de arte Élie Faure: lo que entendemos por cultura “no brota de los sistemas ni de los concilios ni de los dogmas, sino de las entrañas de la vida en creación y movimiento”.
¡Qué mejor ejemplo de ello que el Zócalo, en el centro histórico de México!
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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