Por Jordi García-Petit, académico numerario de la Real Academia de Doctores (EL PAÍS, 26/12/08):
La crisis global se diversifica y se expande a gran velocidad. Sus consecuencias de todo orden serán planetarias, afectando con mayor o menor intensidad a todos los países. Si sobre el alcance global de la crisis existe unanimidad, sobre su naturaleza hay un abanico de interpretaciones. La menos en boga es la del agotamiento del modelo de producción y de consumo de los países desarrollados y de los emergentes por haber topado con los límites materiales del crecimiento y con el medio ambiente, a la vez que la pobreza con su rosario de miserias, lastres y violencias ha desbordado sus países de acantonamiento y sus efectos se han globalizado también. Todo ello requeriría, como mínimo, la necesidad de un reparto distinto de los recursos planetarios tanto en su asignación como en su empleo. Esta interpretación, anticipada ya por el Club de Roma hace cerca de 40 años y reiterada en la década de los noventa, comportaría la adopción urgente a escala mundial de medidas de gobierno de la situación creada.
Pero un grupo reducido de Estados autoconvocados (7, 8, 20 o 22), aunque su mérito sea representar abrumadoramente la mayor parte del PIB y de la población mundial, y su demérito ser las prácticas originadas en ellos la causa primera del caos actual, no puede adoptar legítimamente ni equilibradamente las medidas de gobierno de la crisis global. A lo que habría que añadir que los remedios que propugnan y están aplicando son pan bursátil y bancario para hoy y hambre para todos mañana, puesto que el crecimiento cuantitativo y discriminado que pretenden repetir se ha demostrado insostenible. De la convocatoria en Washington de la Cumbre del G-20+2 quedaron excluidos nada menos que 170 Estados, que, probablemente, serán los que más padecerán las consecuencias de la crisis y a los que, al parecer, sólo se reserva el papel de comparsas y de víctimas.
¿A nadie se le ha ocurrido que ésta es la hora de las Naciones Unidas, la única organización plenamente universal en su composición y fines? Se puede objetar que los representantes de la ONU y del FMI y el Banco Mundial, organismos especializados vinculados a la ONU, se sentaron a la mesa de la cumbre; cierto, pero como convidados de piedra. La crisis repercutirá negativamente en la consecución de los Objetivos de Desarrollo del Milenio y en la lucha perentoria contra el cambio climático. Estos grandes objetivos, sin la ONU que los defienda dentro de la crisis, quedarán marginados, como lo evidencia el hecho de que ningún compromiso concreto en favor de los mismos figure en la declaración final de la cumbre de Washington. El pacto medioambiental que se ha alcanzado en el Consejo Europeo del 11 y 12 de diciembre es de ámbito regional y está trufado de excepciones. Y la Cumbre del Clima de Poznan sólo ha sido un entremés en espera de la entrada en escena de Barack Obama.
Se habla mucho de la necesidad de cooperación internacional para salir de la crisis. Se está aludiendo, pues, a un multilateralismo global, y éste existe ya institucionalizado: es la ONU. La Asamblea General de las Naciones Unidas, competente para discutir cualesquiera asuntos o cuestiones y para hacer recomendaciones a los Estados miembros, entre otros fines, para fomentar la cooperación internacional en materias de carácter económico, podrá reunirse en sesión extraordinaria cada vez que las circunstancias lo exijan. Se ha reunido con ese carácter varias veces, por ejemplo, para tratar de la cooperación económica internacional y del (viejo) nuevo orden económico internacional. ¿Por qué no reunir la Asamblea General ahora que el mundo se halla inmerso en la mayor crisis del orden económico desde la fundación de la ONU en 1945, cuyas previsibles consecuencias, directas e indirectas, entran de lleno en los fines de la organización, incluido el fin principal del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales?
El secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, que ha tomado la inacción por prudencia, tiene atribuciones suficientes para llamar la atención del Consejo de Seguridad sobre la gravedad de la situación y proponer la convocatoria de una sesión extraordinaria de la Asamblea General, que daría la verdadera medida de la necesidad de una movilización general para afrontar globalmente la crisis, sin exclusión de participantes ni amputación de objetivos. Cada miembro de la Asamblea General tiene un voto. Ésta es la legitimación y la grandeza de la organización, pero también es, paradójicamente, su debilidad frente a las grandes potencias y, en particular, frente a los cinco Estados detentadores del poder de veto en el Consejo de Seguridad. Una Asamblea General de 192 miembros podría adoptar por mayoría decisiones -como la preparación de una cumbre mundial con una agenda para sentar las bases de un real nuevo orden económico, fundado en el reequilibrio y el desarrollo sostenible-, que no gustaran al grupo de los Estados más favorecidos y a los poderosos emergentes. He aquí la razón de la exclusión de la ONU cuando más justificada estaría su intervención.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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