Por Robert D. Kaplan, analista político de la revista The Atlantic y socio numerario del Center for a New American Security (EL MUNDO, 15/12/08):
Las divisiones conforme a las que fue compartimentado el mundo durante la Guerra Fría se han venido finalmente abajo por culpa de los recientes atentados terroristas de Bombay. Desde ahora, no vamos a considerar nunca más el sur de Asia como una zona distinta de Oriente Próximo. En estos momentos hay un único y extenso continuum, que abarca desde el Mediterráneo a las junglas de Birmania, con todo un sinfín de crisis: desde el conflicto entre israelíes y palestinos hacia el oeste, hasta el conflicto entre hindúes y musulmanes hacia el este, cada uno de ellos enlazado íntimamente con el de al lado. Ahora bien, este ampliado Gran Oriente Próximo no supone una novedad, sino algo conocido desde hace mucho tiempo.
Durante periodos importantes de la historia medieval y premoderna, Delhi estuvo bajo la misma soberanía que Kabul, aunque diferente de la de Bangalore. Desde el siglo XVI al XVIII, la dinastía de los mongoles, procedentes del Asia Central, gobernó un vasto imperio que abarcaba el norte y el centro de la India, casi todo Pakistán y buena parte de Afganistán, aun a pesar de que los guerreros mahratas (hindúes) del sur de la India consiguieron mantener a raya a los ejércitos mongoles. La historia de la India, que ha dado lugar a una rica civilización sincrética con joyas turco-persas como el Taj Mahal y los recargados templos hindúes de Orissa, es la de una sucesión de oleadas de invasores musulmanes que unas veces mataban a los indígenas indios, otras veces se relacionaban con ellos y, en los últimos tiempos, se han dejado influir por ellos. Hay incluso un nombre para ese estilo de arquitectura encantadora que se ve por toda la India y que combina elementos islámicos e hindúes: el indo-sarraceno, en referencia a los sarracenos, el gentilicio con que los árabes eran conocidos por los europeos en la Edad Media.
Las relaciones entre hindúes y musulmanes han sido históricamente tensas. Recuérdese que la partición del subcontinente en 1947 supuso el destierro de al menos 15 millones de personas y ocasionó la muerte violenta de otro medio millón aproximadamente. A la vista de estos antecedentes, las relaciones relativamente pacíficas entre los hindúes, mayoritarios, y los 150 millones de musulmanes de la India han constituido todo un testimonio del satisfactorio experimento de la democracia india. Hasta el momento, se han mantenido bajo control unas diferencias raciales y religiosas que, si bien hunden sus raíces varios siglos atrás, en los últimos años han dado lugar, en esencia, a la reinvención de una hostilidad contemporánea.
La culpa de todo ello es de la globalización. El nacionalismo indio laicista del Partido del Congreso de Jawaharlal Nehru, construido en torno al rechazo del colonialismo occidental, está quedando cada vez más como una reliquia del pasado. A medida que la dinámica economía india entra a formar parte de la del mundo, hindúes y musulmanes han iniciado por separado la búsqueda de unas raíces que les afiancen su identidad en el seno de una civilización global sin perfiles definidos. Los medios de comunicación de masas, por su parte, han producido un hinduismo uniforme y estricto a partir de una serie de variantes locales, precisamente cuando los musulmanes del país, menos favorecidos en el plano económico, se sienten cada vez más parte de una comunidad islámica mundial.
La reacción musulmana a este nacionalismo hindú no ha sido tanto de hostilidad y violencia como de repliegue psicológico; sencillamente, se trata de una búsqueda de refugio en las barbas, en el tocado islámico y en los burkas, en unos casos, o en la automarginación en los barrios exclusivamente musulmanes, en otros. Los atentados terroristas de Bombay tenían varios objetivos, uno de los cuales era servir de revulsivo a este tenso callejón sin salida entre comunidades. Los yihadistas no pretenden sólo hacer saltar por los aires el régimen Paquistaní, quieren también destruir la India. Porque ésta representa a sus ojos todo lo que aborrecen: el carácter hindú, vibrantemente libre y democrático, manifiestamente proamericano -cada vez más- y, en el plano militar, bien relacionado con Israel.
En estos momentos, EEUU -y el resto de Occidente- tiene ante sí no sólo el problema de cómo defender a Pakistán contra el caos, mediante el traslado de soldados de Irak a Afganistán, sino que tiene que afrontar la radicalización y el terrorismo en la región más vasta del mundo. En consecuencia, para los yihadistas, la idea de un atentado en la India de magnitud similar a la del 11-S en Nueva York era magnífica.
De la misma manera que el caos en Irak a principios del 2007 amenazaba el sistema post-otomano de estados desde el Líbano hasta Irán, la anarquía creciente en Pakistán está afectando no sólo a Afganistán sino a todo el subcontinente indio. La existencia de organizaciones terroristas como Lashkar-e-Taiba, que mantienen buenas relaciones con el aparato paquistaní de seguridad, pero que están fuera de la capacidad de control de las autoridades civiles del país, es la auténtica definición del caos.
Un Pakistán a riesgo de desaparecer y de llevarse consigo por delante una verdadera frontera que separe la India de Afganistán constituye la peor pesadilla que puedan tener los indios. Esa situación nos retrotrae a las fronteras del mundo de los mongoles, pero no de un modo pacífico. De hecho, la ruta que, según sospechan distintos organismos de Inteligencia, siguió el barco pesquero secuestrado por los terroristas, desde Porbandar -en el Estado indio de Gujarat- hacia el norte, con rumbo a Karachi, en Pakistán, para posteriormente dirigirse al sur hacia Bombay, reproduce una ruta comercial del Océano Indico que tiene siglos de antigüedad.
Los atentados yihadistas contra el corazón financiero de la India no sólo asestan un duro golpe a las relaciones entre este país y Paquistán, sino que hacen que el nuevo Gobierno paquistaní, que se ha esforzado sinceramente en mejorar los lazos con su vecino, parezca completamente patético. Así pues, los atentados debilitan a ambos países. Cualquier posibilidad de entendimiento sobre la región de Cachemira, el enorme territorio de mayoría musulmana en disputa desde hace décadas, está en estos momentos más lejos que nunca de materializarse, mientras que el recurso a la violencia masiva adquiere visos de realidad.
Esto, a su vez, reduce las posibilidades de un acercamiento entre la India y Pakistán con relación a Afganistán. De hecho, en la actualidad, es evidente que los paquistaníes están intentando hundir el débil Gobierno de Hamid Karzai, al mismo tiempo que Nueva Delhi envía millones de dólares de ayuda para contribuir a apuntalarlo. Los servicios de seguridad paquistaníes quieren un Afganistán dominado por islamistas radicales como base estratégica de retaguardia contra la India, mientras que ésta necesita un Afganistán laico y moderado, enfrentado a Pakistán.
Pakistán no es sólo un Estado caótico, sino que en estos momentos está peligrosamente solo. El islamismo no ha demostrado ser eficaz a la hora de unificar sus diversos grupos raciales con base en la zona y, en consecuencia, el recurso a una ideología fanatizada como instrumento unificador de los fundamentalistas musulmanes ha sido la tragedia característica del país. Entretanto, sus mandos militares sospechan que Washington les abandonará cuando se acabe con la cúpula Al Qaeda.
Para empeorar las cosas, cada vez que los Estados Unidos lanzan un ataque aéreo dentro del territorio paquistaní desde Afganistán, se desestabiliza aún más la situación. Esa es la razón por la que los atentados de Bombay han reportado una alegría tan indisimulable a los elementos más peligrosos de las fuerzas de seguridad paquistaníes, ya que la tragedia ha hecho que todo el mundo se de cuenta de los puntos débiles de la India: lo mucho que deja de desear su seguridad, su vulnerabilidad a una infiltración por vía marítima más propia de tiempos pasados y, por encima de todo, la amenaza constante de la violencia tribal y de castas. Todo ello había pasado desapercibido por los éxitos económicos indios de los últimos años. «Ya ven que su querida India tampoco es tan estable», dicen ahora muchos paquistaníes.
Sin embargo, con todos sus problemas, la India es mucho más estable que Pakistán. Y cada día que pasa sin que los atentados de Bombay desencadenen disturbios es una derrota para los terroristas. Y, de hecho, los propios musulmanes de la India han participado en manifestaciones para mostrar su repulsa por la masacre.
Sin embargo, la India necesita desesperadamente que se le eche una mano. De la misma manera que resolver o, al menos neutralizar, el conflicto entre israelíes y palestinos es un requisito imprescindible para reducir el radicalismo y la influencia de los iraníes en todo Oriente, se puede aplicar la misma regla al conflicto entre indios y paquistaníes al otro extremo del Gran Oriente Próximo. Nuestra idea de proceso de paz se ha quedado anticuada y necesita expandirse. Necesitamos un segundo negociador especial para Oriente Próximo, un diplomático hábil que vaya y venga con frecuencia entre Nueva Delhi, Islamabad y Kabul -de hecho, ha habido algunas especulaciones de que Barack Obama está pensando en Richard Holbrooke, el ex embajador ante las Naciones Unidas, precisamente para este puesto-.
Oriente Próximo vuelve a estar en el mismo lugar en el que estaba hace unos cuantos siglos, no por culpa de los antiguos odios sino por culpa de la globalización. En lugar de unos límites audazmente trazados en un mapa, tenemos los garabatos emborronados de un niño, puesto que la permeabilidad de las fronteras y la facilidad de las comunicaciones permiten las idas y venidas continuas de ideas, personas y terroristas entre unos lugares y otros. Nuestra mejor estrategia es, por difícil y manida que pueda sonar, estar en todas partes al mismo tiempo. No necesariamente con nuestros soldados, pero sí con toda la energía y la atención constante que sean capaces de poner en la tarea todo nuestro aparato de seguridad nacional y el de nuestros aliados.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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