Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 20/12/08):
Ya sé que está mal visto dudar y que sólo se debe responder a las preguntas que uno ha pactado previamente. Aquellos que escribimos debajo de un marbete que dice Opinión tenemos una notable capacidad para decir las tonterías que se nos ocurran. Salvo en el terreno de la duda; porque no está bien tener dudas cuando se escribe para gente que espera de nosotros certezas. Tenemos que responder a lo que se espera de nosotros, o lo que es lo mismo, podemos decir las mayores bellaquerías e incluso mostrar sin rubor nuestros más bajos instintos, o los altos, esos que llaman patrióticos.
Pero las dudas se las mete usted donde le quepan. El otro día leía una truculenta noticia de sangriento asesinato y se me ocurrió distanciarme un poco de la página y encontré que estaba en la sección Tendencias. La mayoría de los diarios españoles tienen desde hace años una parte que denominan Tendencias, y que es algo muy posmoderno y que procede como no podía ser de otra manera de la prensa anglosajona más estupenda. Pero aquí tenemos un pequeño lío y por eso a mí me surge la duda, íntima y molesta como una hemorroide. O admitimos que el crimen es una tendencia social en alza - pensamiento peligrosísimo-o restituimos aquellos vulgares Sucesos que derrochaban sangre y desgracia. Lo que no podemos hacer sin pagar un costo social considerable es retirar las malas noticias porque tenemos tendencia a valorarnos en positivo.
Vivimos uno de los momentos más ridículos y espeluznantes en muchas décadas y los plumillas debemos poner muy buena cara y no alarmar, “que bastante jodida anda la gente ya para que encima insistamos sobre ello”. Pongamos un caso evidente. Posiblemente estamos afrontando una de las situaciones únicas en muchos siglos, y no me refiero, como más de un simple pensará, a la quiebra económica, que hoy no toca. Me estoy refiriendo a la evidencia de que por primera vez una generación, la de nuestros hijos, es consciente de la imposibilidad de mejorar la condición social de sus padres. No hace falta ser un estudioso del pasado, pero yo no conozco de ninguna generación que partiera de la evidencia de no superar a sus padres en estabilidad, en calidad de vida, en tiempo de trabajo y ocio, en tranquilidad laboral… Hablo en términos sociológicos y doy por supuesto que los hijos de Julio Iglesias, aunque canten aún peor que su padre, ganarán más y trabajarán menos; sirva el ejemplo para evitar que algún lector guay y equivocado de sección se dé por aludido.
En principio no habría por qué alarmarse. Un fenómeno nuevo exige desterrar la pereza mental y ponerse a pensar de una manera diferente, pero hete aquí que no. Nuestra sociedad vive como si no se quisiera dar cuenta y así ocurre que mientras millones de jóvenes hacen mil trampas para conservar, cuando menos, el estatus social de sus padres, empezando por no abandonar la casa familiar, la sociedad se ha vuelto garantista y legisla como si viviéramos en la Ilustración y todos fuéramos nobles con patrimonio. Suspendamos los toros porque incitan a la brutalidad en las tiernas almas de las gentes; no se le ocurra a usted darle un cachete a su hijo porque le llevará ante los tribunales y habrá de indemnizarle; como el profesor del instituto diga que mis retoños son unos gamberros tendrá que vérselas conmigo y le humillaré públicamente. La superprotección de los niños es una muestra de nuestra ignorancia, nuestro miedo y nuestra mala conciencia.
Una consecuencia de la gran invención de la autoestima. Entre las cosas más patéticas de nuestras sociedades establecidas está la creencia de que deprimirse es una enfermedad vergonzosa, y sentirse satisfecho con uno mismo una señal de salud y civilización. Esa pedagogía cancerígena según la cual los niños, y no digamos los adolescentes, no deben aburrirse ni esforzarse, que bastante nos hemos aburrido y esforzado sus padres. Hemos fomentado la trivialidad y el cinismo quizá en la idea de que bastante nos costó a nosotros para desearle a alguien que pase por una cosa igual. Y esto es nuevo. Ninguna generación se desarrolló con la convicción de que lo peor estaba por venir; salvo aquella del año 1000, cuando les dio por la obsesión, muy rentable para la cristiandad, de que el mundo se acababa en la ciénaga del pecado.
Fui un estudiante provocador y gamberro, es decir, pésimo. Pero jamás en mi vida se me ocurrió que mis padres, que no sabían ni de la existencia de la señora Montessori ni del señor Freire, tenían que defenderme. Algunos fuimos groseros como bárbaros. Luego soñamos con un mundo de gente en bicicleta que paseaba por los umbríos caminos de Oxford y que teníamos hijos que podían perfectamente adaptarse a la película de nuestros sueños infantiles, que no era otra que aquella en la que un maduro John Mills hacía de profesor excéntrico en un impecable colegio británico, y donde todos y cada uno de los niños tocaba un instrumento musical, y formaban una orquesta para pasmo de los espectadores. Creo que se tituló entre nosotros ¡Qué grande es ser joven!. Quién de mi generación no soñó con matricularse allí y tener aquellos profesores!
Si escarban un poco descubrirán que la mayoría de las decisiones tomadas por el gobierno central o por las autonomías respecto a la educación tiene rasgos comunes de hispanidad mental; son herederas de la formación nacionalcatólica y de la arrogancia del poder. Como no nos atrevemos a afrontar con los padres - que son los votantes-una concepción de la enseñanza que no eche a los chavales a la cuneta, la responsabilidad se cae a pedazos.
Eso sí, que nadie se mueva y que nadie se dé por aludido, porque eso afectaría al honor y la autoestima de las personas y de sus familias. Derecho sacrosanto de la sociedad más anodina y cobarde que conoció España en muchos años. Resulta que éramos ricos riquísimos; que teníamos bancos cojonudos por su rigor y su prestigio en el mundo mundial; que nuestra economía era el pasmo de Occidente. La transición democrática dejó una estela de autosatisfacción tan contagiosa que la gente se creyó lo que no era, y aplicó la misma fórmula a la vida, a la familia, a todo. Y ahora resulta que nada es como creíamos, y tenemos que cuidarnos de no decirles la verdad porque podría provocarles una pérdida en su autoestima. No me cansaré de repetirlo, la autoestima social, como pueblo, es una invención del poder para hacernos creer que nosotros somos magníficos porque tenemos unos gobernantes aún más magníficos que nosotros. ¿Necesito decirles quiénes en España y en Catalunya consiguieron perpetuarse en el poder gracias a esta fórmula?
Una sociedad que es capaz de sacar a 600 personas a la calle para protestar por un oso, digo bien, ¡un oso!, que se le apareció a un cazador en los Pirineos - por menos que eso y un poco más arriba, en Lourdes, montaron una industria religiosa de primer orden-. ¿Y qué creerá usted que piden? “¡El derecho de los Pirineos a decidir sobre su territorio!”. A las familias que perdieron a seis jóvenes abrasadas en Gavà, ante el ninguneo de los medios de comunicación que presenciamos el goteo, muerta a muerta, no se les hubiera ocurrido lo del derecho a decidir; se les hubieran reído en sus morros.
Auna sociedad la retratan más los detalles que sus discursos. ¿Saben que España es el país de Europa con más niños poseedores de teléfono móvil? El 80%. Me devano los sesos para encontrar una razón, que no sea la estupidez paterna, que justifique tamaña insensatez. Dicen que es para saber dónde están en todo momento. ¿Se dan cuenta de qué capacidad tenemos para engañarnos a nosotros mismos? Reconózcalo meridianamente, usted no se atrevería a negarle a su hijo un móvil cuando todos sus amiguitos lo tienen. Eso que en lenguaje común se reduce a comportarse en borrego y que siguiendo las tendencias dominantes podría denominarse “adaptar a los niños a las nuevas tecnologías”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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