Por Ramon Folch, socioecólogo. Director General de ERF (EL PERIÓDICO, 12/12/08):
La crisis bursátil que ha sacudido al mundo es una discreta cuestión económica, un considerable problema financiero y un serio trastorno ambiental. Discreta cuestión económica, porque el sistema productivo propiamente dicho apenas se ha visto afectado. Considerable problema financiero, porque ha resquebrajado el mercado de valores y comprometido la liquidez de muchos agentes económicos. Y serio trastorno ambiental, porque ha barrido momentáneamente la preocupación por el cambio climático, la inquietud por los problemas socioecológicos y la creciente emergencia de las posiciones sostenibilistas. Se nos presenta como todo lo contrario. ¿Por qué?
EL AMBIENTE es la matriz en que ocurre todo. Sus disfunciones delatan mal funcionamiento del sistema productivo o de las actividades humanas, de igual modo que las alteraciones en la composición de la sangre ponen de manifiesto desarreglos o patologías. Cuando el médico prescribe un análisis de sangre no desea saber el estado del tejido sanguíneo, sino el del paciente. El deterioro ambiental ya nos anunciaba el deterioro socioeconómico, del que emanaba. La crisis económica de la construcción estaba prefigurada en la mala calidad ambiental del urbanismo. El disloque en los mercados de futuros subyacía en el derroche energético que hace de la ineficiencia un negocio, en lugar de una insolvencia punible. Aunque el objetivo no es preservar antrópicamente el ambiente, tarea vana y pretenciosa, sino acomodar prudentemente en él nuestras actividades y formas de vida. La sostenibilidad viene a ser eso.
Sufrimos una crisis estructural que no superaremos financiando su enmascaramiento. El aún imperante externalizador modelo insostenible se muestra muy eficaz externalizando su ineficiencia, pero en el mundo globalizado que él mismo dice propiciar no hay exterior al que remitirse. Trata de deshacerse de las inequidades, disfunciones y desequilibrios que genera arrojándolos a un afuera que ya es su adentro. Por eso el entorno ambiental y el ambiente social se deterioran. El sostenibilismo, por el contrario, aspira a la globalización de las estrategias económicas, como la biosfera lo hace con las ecológicas. Es una nueva dimensión cultural que persigue la gradual implantación de un modelo socioeconómico para la internalización de los costos sociales y ambientales de los procesos productivos, a la priorización del valor del trabajo y de los recursos, a la globalización de la economía en lugar de la simple mundialización del mercado y a la redistribución equitativa de los productos y de los valores añadidos.
Diariamente, extinguimos especies y ocupamos espacios sin obtener beneficio general alguno (aunque sí pingües ganancias dinerarias concentradas en pocas manos). Diariamente, consolidamos la condición de mendigo subvencionado para el mundo rural, en lugar de evaluar adecuadamente sus servicios ambientales, contraprestarlos debidamente y exigir su constante mejora. Diariamente, cada barril de petróleo se compra y se vende, se recompra y se revende hasta cuatro veces en los mercados de futuros; algunos obtienen con ello grandes beneficios marginales injustificables, muchísimos soportamos grandes costos adicionales superfluos. Diariamente, millones de vehículos circulan para unir puntos de residencia, producción o consumo que un urbanismo sostenibilista hubiera colocado juntos o cercanos; así, millones de toneladas de CO van innecesariamente a la atmósfera sin que el PIB aumente, mientras las reservas de hidrocarburos menguan sin añadir valor a proceso productivo alguno. Diariamente, centenares de plantas de tratamiento de aguas residuales, a través de alcantarillados no separativos, se colapsan con aguas pluviales que hubieran podido ser capturadas y usadas con provecho. Diariamente, materiales y energía se dilapidan en edificios proyectados para demandar 100-120 kWh por metro cuadrado y año, cuando hacerlos funcionar a total comodidad del usuario con 40 o incluso menos, que es una tercera parte o ni siquiera tanto, resulta técnicamente factible.
BUSCAMOS desesperadamente fuentes energéticas que no existen sin percatarnos de que nuestras demanadas no satisfacen tanto necesidades, como procesos ineficientes. El rendimiento de nuestros motores, de nuestras climatizaciones forzadas y de nuestras iluminaciones no alcanza el 30%, lo que equivale a decir que la más alternativa de las fuentes energéticas reside en la mejora de la eficiencia. En la mejora de la eficiencia y en el ajuste de las necesidades. Deberíamos disminuir nuestra intensidad energética: más PIB con menos teps, (toneladas equivalentes de petróleo) que, además, equivaldría a más competitividad y a menos dióxido de carbono. ¿Van nuestros gobiernos a invertir en eficiencia o, por el contrario, a premiar la incompetencia de quienes ya han demostrado no saber sino empobrecernos?
De garantizar la oferta debemos pasar a gestionar la demanda. Es obligado en un mercado de recursos objetivamente escasos. Pero es imposible en un modelo de crecimiento cuantitativo incrementista. Por eso tenemos un problema estructural grave. Pero también por eso el tremendo reto se nos ofrece como una gran oportunidad. Podemos hacer de la necesidad virtud invirtiendo, justamente ahora, en la implementación del cambio estructural necesario. Podemos, deberíamos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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