Por Pilar Rahola (LA VANGUARDIA, 24/12/08):
El último Río de Janeiro siempre se parece al primero. Esa magia. Esa lujuria de la vista. Esa eterna sorpresa. Ciertamente, Dios jugó a los dados con las bellezas del mundo, y se le cayeron unas cuantas en ese punto del planeta, configurando un punzante milagro del paisaje. Quizás convencido de que ya estamos los humanos para rebajar la arrogancia de la belleza natural y destruirla pacientemente, con prisas y sin pausas. Voraces criaturas inconscientes…
Fue en Río de Janeiro, en su Universidad pública, donde hace unos días di una conferencia sobre los retos que afronta la democracia en el mundo actual, y el debate tuvo la suave fogosidad de lo carioca, confrontado pero elegante. Permítanme reproducir el planteamiento inicial que hice en Río y que he repetido, con convicción, en otros foros internacionales donde he tenido el honor de participar. Si mañana un nuevo Daniel Defoe nos convirtiera en improvisados Robinsones posmodernos, y nos enviara a una isla ignota, sólo necesitaríamos tres libros para refundar la civilización: las Tablas de la Ley, el Corpus Iuris Civilis y la Carta de Derechos Humanos. De Moisés a Eleanor Roosevelt, pasando por Justiniano, sus nombres marcan tres hitos de la historia de la modernidad. Con las Tablas de la Ley que Moisés cedió a su pueblo, nuestra civilización adquirió un código civil básico, gracias al cual se podía vivir dignamente en sociedad. Nada hay más sencillo y a la vez más profundo que esos mandamientos que ordenaron para siempre los valores de nuestra sociedad. De hecho, como aseguran con razón las personas religiosas consecuentes (tanto del catolicismo como del judaísmo), nada malo ocurriría en el mundo si se siguieran los Diez Mandamientos. No matarás. No robarás. No mentirás… Y ello tanto vale para la trascendencia espiritual, como sirve para la ordenación civil. Con la compilación del Código romano que ordenó el emperador bizantino Justiniano, se fundamentó todo el derecho jurídico moderno y con él, el entramado de leyes que regulan los derechos y deberes de nuestra sociedad. Y, por supuesto, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, presidida por Eleanor Roosevelt, culminó ese largo proceso de siglos hacia una sociedad de individuos libres, capaces de vivir conjuntamente. Tres textos que los compilan todos, hasta el punto de que resumen miles de años de azaroso viaje hacia la civilización.
En estos días de frenesí festivo, con los niños revoloteando por las esquinas de la ilusión, con las calles adornadas de gala (aunque menos en la insostenible Barcelona sostenible) y con el calendario coronado de fiestas familiares, forma parte del ritual preguntarse por la comercialización abusiva y, en términos más trascendentes, por la banalización de la esencia navideña. Confieso que adoro la Navidad, quizás porque me permite excederme en mi faceta familiar, ser madre sobreprotectora y, a la vez, retornar levemente a la niña que fui, en un círculo de felicidad casi redonda. “Un niño no es un proyecto de hombre, sino que el hombre es lo que queda del niño”, decía Ana María Matute en la bella entrevista que le hizo Xavi Ayén en La Vanguardia.Quizás… Pero sea lo uno o lo otro, la infancia despliega sus alas de mariposa en estos días, y cálidamente acaricia nuestros sueños y suaviza nuestros miedos. ¿Hay algo más bello que un niño por Navidad? Personalmente no participo de los discursos críticos, generalmente muy progres, ni creo que la Navidad sea el paradigma de las maldades del consumo. Al contrario, creo que es un tiempo ganado a la monotonía y, sobre todo, ganado para la familia y, como tal, merece un retorno a lo valórico y a lo trascendente. Al fin y al cabo, ¿no ha resultado ser la familia lo más sólido de todo lo que hemos inventado socialmente? ¿Y no es la Navidad el triunfo de la familia, su momento de oro, su rincón en el calendario? En ese comedor de casa, que se ha mostrado a lo largo de los siglos como la red más sólida de protección del ser humano, el lugar donde aprende a socializarse, a amar, a crecer, a respetar, en ese lugar preciso, que en Navidad se viste de gala, palpita todo lo que hemos construido como civilización. Y si Moisés tuvo que subir al Sinaí para recibir un código de respeto civil, cualquiera de nosotros sólo necesita sentarse a la mesa de una familia que se ama, para entender que ese código es la base de la vida.
Hablaría de la felicidad, pero no me atrevo. En estos tiempos de crisis, ¿cuántos tendrán unas Navidades inciertas? Y, además, ¿qué es la felicidad sino un deseo inestable y fútil? Sin embargo, estos días me parecen bellos, a pesar de los muchos pesares, y si la felicidad fuera algo tangible, se parecería mucho a la mirada de mi hija Ada, cuando me pregunta por sus regalos. Por ello no participo de la crítica despreciativa contra la Navidad, ni creo que estas fiestas sean banales. Muy al contrario, condensan los aspectos más sólidos de nuestras pobres vidas: unos días de fiesta, un comedor de casa, y la gente que se quiere regalándose su tiempo mutuamente. ¿Hay algo más trascendente?
Feliz Navidad.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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