Por Manuel Castells (LA VANGUARDIA, 20/12/08):
La nueva Navidad iba tomando forma. Al principio fue difícil acostumbrarse a unas fiestas sin compras y a un árbol sin regalos. Pero a la fuerza ahorcan. Cuando cerraron los últimos bancos porque al gobierno se le acabó el dinero con que los mantenía las tarjetas de crédito se reciclaron como recortables de plástico para que los niños construyeran sus propios juguetes con los materiales que encontraban por ahí. Así se poblaron los hogares de artilugios inverosímiles de formas y funciones diversas según la imaginación de cada niño. También surgieron nuevos videojuegos diseñados por precoces hackers que reprogramaron antiguallas digitales rescatadas del naufragio de la economía global para extraer combinaciones insospechadas por sus antiguos diseñadores, actualmente refugiados en las laderas del monte Fuji cultivando arroz y pescando algo para hacer sushi. Algunos lamentaban la drástica decisión de dejar de pagar impuestos a instancias de un SMS que circuló por doquier haciendo ver que trabajábamos para que los bancos siguieran prestándonos nuestro propio dinero cuando y como quisieran.
Nos salió el tiro por la culata, porque cerraron bancos, cerraron empresas, medio cerró la administración, perdimos el empleo y nos dejaron de pagar. Fue duro, pero poco a poco la satisfacción del deber cumplido nos animó a aguzar el ingenio y buscarnos la vida. Hubo quien se fue al campo a cultivar tomates y patatas y a aprender alta cocina vegetariana con los productos de la tierra. Los urbanitas irredentos transformaron en huertos parques urbanos liberados de la burocracia municipal. Otros que eran mañosos repararon viejas máquinas. Algunos transformaron su hobby de carpintería en oficio de fabricantes de mesas, sillas, armarios, puertas y ventanas. Los albañiles reparaban pisos vetustos y construían espacios comunes de cocinas, lavanderías, guarderías y salas de estar, donde los vecinos se juntaban a rememorar el pasado, inventar el futuro y sentir el presente. Resultó que ocupando los innumerables pisos vacíos que había en la ciudad había sitio para todos. Y como el registro de propiedad estaba informatizado y los virus habían destruido las entrañas electrónicas de los actuarios nadie sabía a ciencia cierta qué era de quién.
Tras momentos de incertidumbre y alguna que otra escaramuza se llegó a un contrato social a la Rousseau. Pongámonos de acuerdo, piso a piso, de qué manera todos podemos tener un hogar y la comunidad de no propietarios garantizará los acuerdos. Cuando haya conflicto, arbitraje vecinal que garantice que todos tienen derecho a un techo digno, un principio constitucional que en el antiguo régimen había sido confiscado por una siniestra cofradía conocida como la inmobiliaria.
Como el sistema contable desapareció con los bancos, también el dinero acabó por desaparecer, pero la gente aprendió a cambiar tomates por obra de carpintería, ladrillos por lavadoras, bicicletas por libros y libros por historias contadas en las cálidas noches del verano eterno del invernadero atmosférico inducido por nuestros coches y motos. Eso sí, ni oír hablar de esos vehículos que habían emponzoñado el aire, matado y mutilado a millones de personas, muchas de ellas en la flor de la edad, y aislado a cada cual en un cascarón de agresividad fuente de ataques de nervios, almorranas y crisis cardiacas. A cambio, la ciudad desplegaba una variopinta panoplia de artefactos móviles. Bicicletas, triciclos y cuatriciclos de todas las dimensiones, tecnologías y colores. Sillas de ruedas para válidos, minusválidos y superválidos. Patines y patinetes con tracción humana, animal o de vela. Y para los grandes desplazamientos, vehículos movidos por energía solar y recargados por su apilamiento en postes de aparcamiento aprovechando que se pueden plegar y acoplar. Y viandantes, muchos viandantes andando en los senderos peatonales que surcan la ciudad sin peligro y sin pausa, sin semáforos que los detengan ni peligro de que te atropellen porque los ciclistas aprendieron al final a respetar para ser respetados. A veces, las distancias eran grandes, pero se hacían por etapas, nadie tenía mucha prisa, porque las tareas por hacer seguían los arreglos y proyectos que cada uno se había montado y, por consiguiente, en lugar de horarios de trabajo había mi horario (o anuario) de trabajo, tal como yo lo decidía.
Aún había un vago gobierno que se ocupaba de algunas cosas, pero nadie le hacía mucho caso porque ni tenía dinero ni poder, ya que nadie quería ser policía sin pistola o soldado sin tanques. De modo que la gente tuvo que organizarse para decidir cosas concretas y fueron aprendiendo que cooperar funciona más que competir si se tiene paciencia y buena fe. Y los de mala fe, que aún quedan, marginados en su rincón, carcomidos de rabia y teniendo mucho cuidadito de no ser violentos porque entonces la ciudadanía se siente Fuenteovejuna: todos a una. Ya no había televisión, pero la calle rebosaba de teatro, mimos, danzarines, payasos, cantores y músicos. E internet seguía funcionando con redes wi-fi conectadas y paneles solares recargando móviles de bajo consumo que se bajaban todo de la nube repositorio global de información. O sea, que entretenimiento no falta. Pero sobre todo hay tiempo, mucho tiempo, para hablar, pasear, sentir, aprender el uno del otro y recorrer el mundo a pie de gente. Caminos inmensos y luminosos…
Y ahí me desperté de la pesadilla. Miré al alarmador (también llamado despertador) y salté de la cama para llegar a tiempo al atasco de las 7.45. Por fin arrebujado al volante exhalé un suspiro de alivio. Aún estoy aquí. Aún puedo llegar al trabajo y despachar decenas de expedientes para que no me despachen a mí. Aún voy a cobrar la paga extra y podré apretujarme en los almacenes a ver si consigo los regalos de mi lista. Aún podré indigestarme, emborracharme (moderadamente), aguantarme el hastío de la familia que nunca veoy embelesarme con el programa especial de Fin de Año en la tele. Habrá menos que otros años, pero habrá. Y la vida seguirá siendo bella porque seguirá siendo lo que es. Por favor, Señor, protege a nuestros bancos para que podamos tener una Feliz Navidad.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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