Por Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, abogado y periodista (EL PAÍS, 11/12/08):
Cuando Estados Unidos seguía ejerciendo de superpotencia, el dólar se caía y los Gobiernos latinoamericanos se desvivían ante la revaluación de sus monedas. Pasaba en Brasil, en Argentina, en todas partes. Los exportadores de materias primas y alimentos no se quejaban demasiado porque sus precios volaban por las alturas, pero los fabricantes de manufacturas industriales insistían en que no podían competir. Hasta que un día se vino la crisis de Wall Street, se derrumbó la catedral del mundo capitalista y el dólar comenzó a subir en el mundo entero. Subía frente al euro y, naturalmente, frente a todas nuestras monedas. La sola excepción era el yen.
Desde entonces el problema se ha invertido: los Gobiernos tratan de impedir una subida brusca del dólar. Es verdad que todos habían revaluado sus monedas en función de los fabulosos precios de sus exportaciones; en el caso contrario, la inflación se les habría ido a las nubes. Pero ahora, con la caída de los precios, o ayudan a los exportadores con una devaluación mayor, o ellos entran en crisis y paralizan la producción. Brasil -la economía mayor de la región- ha devaluado un 45%; México y Chile, aproximadamente un 28%. En Argentina, incluso, se ha llegado a que el Gobierno reclame de los bancos -coactivamente- información sobre quiénes compran dólares y, así, organizar su apriete para que no lo hagan.
Ahora bien, el dólar no sólo se revalúa en nuestra América Latina. También ocurre sobre el euro (más de un 15%) y la aparente paradoja no lo es. La economía no es sólo racionalidad de costos y beneficios, inversiones y rentabilidad. Incluye poderosos factores psicológicos, en los que el factor seguridad es fundamental. Ya Adam Smith hacía referencia a este aspecto en suTeoría de los Sentimientos Morales, pero más modernamente hay economistas que han desarrollado la teoría de las expectativas, explicando las tendencias del mercado más por lo que se espera que por aquello que se ve. Es lo que ocurre en el caso: se habrá caído Wall Street, pero si Estados Unidos no sale del atolladero, menos saldrá el resto.
Es lo que siente el inversor común e incluso el sofisticado operador cambiario, hoy notoriamente devaluado por los desastres de los que es parte protagonista. Se advierte que el peso de la economía norteamericana sigue siendo decisivo y se reconoce que esa mayor flexibilidad para adaptarse a los cambios le permitirá zafarse cuanto antes. Detrás de todo, naturalmente, está su competitividad, que nace de la modernidad de la gestión, de la rápida incorporación de tecnología y de la producción innovadora, sustentada en su predominio en patentes de invención.
Mientras tanto, nuestro escenario exhibe todavía incongruencias formidables. Cuando el secretario de Comercio argentino inspecciona mesas de cambios, en actitud policíaca, naturalmente cunde el pánico. Podrá circunstancialmente apaciguar la tendencia alcista, pero no se puede tapar el cielo con un harnero y ella recrudecerá. Cuando Ecuador anuncia el default de sus intereses de deuda externa y hace pública su voluntad de reprogramaciones unilaterales de vencimientos, enciende luces rojas en muchos tableros. Ni hablemos de las señales venezolanas, que se suman para configurar un panorama que nos hace daño a todos.
Es verdad que quienes tienen poder de decisión en estos temas, sea en la organización internacional o en la banca privada, cada vez discriminan más. Saben bien que Brasil, por ejemplo, lleva un manejo muy serio de sus finanzas desde los tiempos de Fernando Henrique Cardozo, continuados por un Lula mimado por la derecha en razón de su moderación y adorado por la izquierda por su origen social. Pese a todo, sin embargo, resulta difícil para la región latinoamericana generar una confianza hacia la inversión cuando aún está en suspenso en el mundo desarrollado.
Para enfrentar una situación de esta naturaleza, se advierte estos días la falta de liderazgo. Cuando hay crisis se mira hacia el Estado y los vilipendiados políticos que lo conducen. Su protagonismo, como dice Felipe González, ha retornado “de la mano del mercado”. Y aquí nos encontramos con un Estados Unidos en tránsito, Bush saliendo y Obama entrando, dependiente éste de asesores que llenen su vacío de experiencia. Europa, a su vez, más bien lenta por su estructura, ha venido acompañando razonablemente pero sin marcar un rumbo. Se advirtió en la publicitada reunión del G-20, que no ofreció un rumbo claro y cierto. Dijo lo que todos ya sabíamos: que no se podía incurrir en el error de 1929 y había que mantener la economía real en funcionamiento, que debía realizarse un esfuerzo para reflotar Doha y, por supuesto, reordenar las instituciones financieras internacionales. El “qué” reunía evidente consenso antes de la reunión. Es en el “cómo” donde reina la incertidumbre y allí poco avance se advirtió.
Como dice un personaje de Carlos Fuentes en La Silla del Águila: “Los pueblos juzgan más por lo que ven que por lo que comprenden”. Y ése es el tema. No se ve quién está a cargo. Se escucha un coro, no siempre bien concertado. Cuando se ajuste esa partitura, recién comenzaremos a emprender el real camino de la salida. Por ahora, seguimos con medidas parciales, unas más efectivas que otras, pero sin claridad sobre el conjunto.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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