Por Àngel Castiñeira y Josep M. Lozano, profesores de Esade (LA VANGUARDIA, 26/04/09):
Por razones coyunturales, últimamente se habla - y mucho nos tememos que se seguirá hablando-de la generación Bolonia. Sin embargo, fuera de los focos del espectáculo callejero, una generación está emergiendo silenciosamente. Tienen entre 30 y 35 años. Algunos de ellos son profesionales que ocupan niveles intermedios de responsabilidad y pronto, con un poco de suerte y el permiso de la crisis, asumirán cargos directivos. Son los hijos de la transición democrática y los primeros que no conocieron el franquismo. Por eso mismo, se autodefinen como no traumatizados (por los déficits, urgencias y complejos de sus padres). Forman parte de su normalidad la lengua catalana, TV3, el rock catalán, la referencia europea, la laicidad, las nuevas estructuras familiares o los viajes.
No han padecido ni la mili ni la peor versión preconciliar del catolicismo. Han vivido un bienestar sin precedentes, están bien formados, valoran el confort y tienen capacidad de elegir. Viven el ritmo de la inmediatez y la aceleración, razón por la cual la gestión del tiempo y las prisas forman parte de su realidad cotidiana. También forma parte de su universo una cierta retórica de lo global, la interconexión en redes y el acceso a, y el consumo constante de, información. Comparten de manera difusa los nuevos valores del respeto a la diversidad, el pluralismo y la sostenibilidad, pero, a pesar de ello, adolecen de la falta de una causa común generacional. Abusando de Buero Vallejo, podríamos decir que, a pesar de sus limitaciones, sus padres encarnaron la épica de “un soñador para un pueblo”. Ellos, en cambio, se diría que viven generacionalmente “en la ardiente oscuridad”. A lo peor, ni ardiente.
¿Necesita soñar una generación que ha visto materializar muchas de las aspiraciones de sus progenitores? La novela que inspiró Blade Runner llevaba por título ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? ¿Cuál es el sueño actual de los hijos de la transición? Hoy por hoy no hay respuesta a esta pregunta, porque no disponen de un horizonte generacional compartido. Raimon Ribera escribía en La Vanguardia (”El futuro es vuestro”, 29 de marzo) que “es de esta generación de donde ha de surgir la capacidad de implementar nuevos modelos de producción, nuevos sistemas de regulación económica, nuevas formas de solidaridad social y nuevos referentes ideológicos y axiológicos con fuerza aglutinante y capacidad de movilización”. Pero, como él mismo apunta, que puedan surgir nuevos sueños y proyectos no significa que necesariamente lo hagan.
“En la ardiente oscuridad” es la metáfora que hemos escogido para caracterizar el momento generacional del grupo humano que próximamente deberá ponerse al frente de nuestro país. Hay razones intrínsecas que contribuyen a esa caracterización: su visión microsegmentada de la realidad, un tono acomodaticio propio de la sociedad de consumo, su interés - a veces obsesivo-por la autorrealización…; pero no nos parecen razones determinantes ni insuperables.
El cambio de contexto puede desempeñar un papel muy relevante como potenciador o inhibidor de la construcción de sueños y proyectos. Por un lado, la crisis económica nos ha servido de ducha fría para despertar del espejismo de nuevos ricos en que estábamos y descubrir nuestras miserias (un abultado endeudamiento privado, el colapso de la construcción, la baja productividad y la pérdida de competitividad…), y también las miserias de un sistema financiero mundial cuyo impacto social y moral puede ser devastador. Por otro lado, el desconcierto y la perplejidad de una clase política local y europea incapaz de transmitir ilusión y que con su tacticismo contribuye a la fatiga ciudadana, al descontento y al malestar, y a la desconfianza derivada del incumplimiento de las promesas, lo cual redunda aún más en la pérdida de credibilidad. Por último, y en la esfera de los valores, hay un predominio de la denominada “sociedad líquida”, que relativiza algunos vínculos comunitarios, como los familiares (provisionalidad), laborales (precariedad) y sociales (desigualdad), o problematiza otros (como los de la escuela y la religión), y en la que comienza a ser difícil compartir referentes como consecuencia de su atomización cultural.
Esas dificultades son serias, pero cada generación tiene las que le corresponden. Los proyectos de país no se construyen de la nada y en la nada. Sus creadores deben asumir con responsabilidad el contexto que les ha tocado vivir. Y desde él deben trabajar con propósito, determinación y dirección. Al hacerlo dinamizan, producen emoción, involucran, animan e inspiran a muchos otros ciudadanos a actuar. En caso contrario, se entra en la senda de la decadencia. Tres máximas de los clásicos nos pueden servir de acicate final: “Quien sabe lo que quiere puede buscarlo enérgicamente”; “aquel que no realiza sus sueños se pasa la vida realizando los de los demás”; y “no hay viento favorable para el que no sabe adónde va”.
Por razones coyunturales, últimamente se habla - y mucho nos tememos que se seguirá hablando-de la generación Bolonia. Sin embargo, fuera de los focos del espectáculo callejero, una generación está emergiendo silenciosamente. Tienen entre 30 y 35 años. Algunos de ellos son profesionales que ocupan niveles intermedios de responsabilidad y pronto, con un poco de suerte y el permiso de la crisis, asumirán cargos directivos. Son los hijos de la transición democrática y los primeros que no conocieron el franquismo. Por eso mismo, se autodefinen como no traumatizados (por los déficits, urgencias y complejos de sus padres). Forman parte de su normalidad la lengua catalana, TV3, el rock catalán, la referencia europea, la laicidad, las nuevas estructuras familiares o los viajes.
No han padecido ni la mili ni la peor versión preconciliar del catolicismo. Han vivido un bienestar sin precedentes, están bien formados, valoran el confort y tienen capacidad de elegir. Viven el ritmo de la inmediatez y la aceleración, razón por la cual la gestión del tiempo y las prisas forman parte de su realidad cotidiana. También forma parte de su universo una cierta retórica de lo global, la interconexión en redes y el acceso a, y el consumo constante de, información. Comparten de manera difusa los nuevos valores del respeto a la diversidad, el pluralismo y la sostenibilidad, pero, a pesar de ello, adolecen de la falta de una causa común generacional. Abusando de Buero Vallejo, podríamos decir que, a pesar de sus limitaciones, sus padres encarnaron la épica de “un soñador para un pueblo”. Ellos, en cambio, se diría que viven generacionalmente “en la ardiente oscuridad”. A lo peor, ni ardiente.
¿Necesita soñar una generación que ha visto materializar muchas de las aspiraciones de sus progenitores? La novela que inspiró Blade Runner llevaba por título ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? ¿Cuál es el sueño actual de los hijos de la transición? Hoy por hoy no hay respuesta a esta pregunta, porque no disponen de un horizonte generacional compartido. Raimon Ribera escribía en La Vanguardia (”El futuro es vuestro”, 29 de marzo) que “es de esta generación de donde ha de surgir la capacidad de implementar nuevos modelos de producción, nuevos sistemas de regulación económica, nuevas formas de solidaridad social y nuevos referentes ideológicos y axiológicos con fuerza aglutinante y capacidad de movilización”. Pero, como él mismo apunta, que puedan surgir nuevos sueños y proyectos no significa que necesariamente lo hagan.
“En la ardiente oscuridad” es la metáfora que hemos escogido para caracterizar el momento generacional del grupo humano que próximamente deberá ponerse al frente de nuestro país. Hay razones intrínsecas que contribuyen a esa caracterización: su visión microsegmentada de la realidad, un tono acomodaticio propio de la sociedad de consumo, su interés - a veces obsesivo-por la autorrealización…; pero no nos parecen razones determinantes ni insuperables.
El cambio de contexto puede desempeñar un papel muy relevante como potenciador o inhibidor de la construcción de sueños y proyectos. Por un lado, la crisis económica nos ha servido de ducha fría para despertar del espejismo de nuevos ricos en que estábamos y descubrir nuestras miserias (un abultado endeudamiento privado, el colapso de la construcción, la baja productividad y la pérdida de competitividad…), y también las miserias de un sistema financiero mundial cuyo impacto social y moral puede ser devastador. Por otro lado, el desconcierto y la perplejidad de una clase política local y europea incapaz de transmitir ilusión y que con su tacticismo contribuye a la fatiga ciudadana, al descontento y al malestar, y a la desconfianza derivada del incumplimiento de las promesas, lo cual redunda aún más en la pérdida de credibilidad. Por último, y en la esfera de los valores, hay un predominio de la denominada “sociedad líquida”, que relativiza algunos vínculos comunitarios, como los familiares (provisionalidad), laborales (precariedad) y sociales (desigualdad), o problematiza otros (como los de la escuela y la religión), y en la que comienza a ser difícil compartir referentes como consecuencia de su atomización cultural.
Esas dificultades son serias, pero cada generación tiene las que le corresponden. Los proyectos de país no se construyen de la nada y en la nada. Sus creadores deben asumir con responsabilidad el contexto que les ha tocado vivir. Y desde él deben trabajar con propósito, determinación y dirección. Al hacerlo dinamizan, producen emoción, involucran, animan e inspiran a muchos otros ciudadanos a actuar. En caso contrario, se entra en la senda de la decadencia. Tres máximas de los clásicos nos pueden servir de acicate final: “Quien sabe lo que quiere puede buscarlo enérgicamente”; “aquel que no realiza sus sueños se pasa la vida realizando los de los demás”; y “no hay viento favorable para el que no sabe adónde va”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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