Por Juan Villoro, escritor (EL PERIÓDICO, 13/03/11):
El 9 de junio de 1993, una camioneta pick-up conducida por un capitán del Ejército de Guatemala se detuvo cerca de la frontera con México. En la parte trasera llevaba a un hombre maniatado, de baja estatura y mirada huidiza. Era Joaquín el Chapo Guzmán, de 36 años. Nacido en Badiraguato, máximo semillero del narcotráfico, había estudiado hasta tercero de primaria y creció en el triángulo dorado, donde confluyen los estados de Sinaloa, Durango y Chihuahua y los montes enrojecen con los cultivos de amapola. Su suerte parecía terminada.
El Chapo fue recibido por el capitán Jorge Carrillo Olea, coordinador general de Lucha Contra el Narcotráfico. Juntos abordaron un avión a Toluca. Los acompañaba el general brigadier Guillermo Álvarez Nahara, jefe de la Policía Judicial Militar.
Durante el trayecto, el general conversó con el detenido. Después de las privaciones que había sufrido, inexperto, deseoso de quedar bien, el Chapo hizo una detallada descripción del cártel que se había trasladado de Culiacán a Guadalajara y dominaba el narcotráfico en México. Dos características definían a ese narco de rango medio: tenía más información de la prevista e ignoraba el alcance de sus datos. Se trataba, a ojos vista, de alguien que podía ayudar a los servicios de inteligencia. Al aterrizar en México, Joaquín Guzmán fue trasladado al penal de máxima seguridad de Almoloya de Juárez. Ahí hizo una declaración de 12 páginas, muy distinta de la que ofreció a bordo del avión. ¿Qué sucedió entretanto?
He tomado estos datos de Los señores del narco, extraordinario libro de Anabel Hernández. De acuerdo con la periodista, Álvarez Nahara comunicó al secretario de la Defensa las revelaciones que recibió a bordo del Boeing 727 y el militar las transmitió a la presidencia de la República.
Al llegar a la cárcel, relata en su libro Hernández, «un alto funcionario del Gobierno federal» le advirtió al Chapo de que no podía denunciar lo que sabía y seguir vivo. Necesitaba protección: «O cooperaba o se moría».
Al día siguiente (10 de junio de 1993) los mexicanos vimos el despliegue mediático en el que Joaquín Guzmán Loera fue presentado por el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari como criminal de altísima peligrosidad. Vestido con un uniforme beige, el prisionero sonreía, relajado. Un hombre agradable.
No es extraño que se agrande la culpabilidad de un detenido para resaltar los logros de la justicia. En el caso del Chapo esta operación parecía tener un doble fin: anunciar la captura de un pez gordo y contar con su colaboración.
Resulta imposible conocer con toda veracidad la historia oculta en esta detención. Lo cierto es que a partir de ese momento un reo en apariencia liquidado inició su ascenso hasta convertirse en el criminal más poderoso del continente americano.
La corrupción del sistema penitenciario le permitió pasar de Almoloya al penal de Puente Grande, donde operó con facilidad. El Chapo es alguien de inteligencia media, sin conocimientos financieros o de alta estrategia delictiva. Su principal golpe de ingenio había sido enviar cocaína a Estados Unidos en latas de chiles y su mayor recurso psicológico era la simpatía, que contrasta con su crueldad. La cárcel lo preparó para convertirse en otra persona. A diez años de su fuga, maneja un emporio de miles de empresas y está en la lista Forbes de los 100 hombres más ricos del planeta.
El mayor logro de Anabel Hernández consiste en describir la construcción colectiva de un criminal. Una poderosa red de complicidades políticas, empresariales y judiciales encontró en el Chapo al mal menor o al cómplice de ocasión para el narcotráfico. Estados Unidos no fue ajeno al entramado. La comisión dirigida por el senador John Kerry para investigar el caso Irán-contra reveló que los contrainsurgentes nicaragüenses también recibieron dinero del cártel de Medellín y el cártel de Guadalajara. La operación fue coordinada por la CIA, que entró en conflicto con la DEA.
El Chapo de la cárcel vestido de policía. Su insólita prosperidad ha coincidido con los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón. ¿Ha burlado de modo inaudito a la justicia o ha contado con su apoyo? ¿El testigo protegido que se vio como mal menor es hoy el capo del PAN?
En El cártel de Sinaloa, que es otro libro imprescindible para conocer el negro revés de la vida mexicana, Diego Enrique Osorno informa de que el Chapo estaba destinado a ocupar plazas delictivas de mediana importancia, como la de Tecate, que le asignó Miguel Ángel Félix Gallardo. En diez años de gobiernos panistas alcanzó una fuerza inédita en la historia criminal mexicana. Su infamante década de oro no es producto de la sagacidad de un genio del mal, sino de la corrupción de un sistema.
El Chapo es menos dañino que las circunstancias que lo hicieron posible.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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