Por Francesc Reguant, economista (EL PERIÓDICO, 05/10/08):
Al hablar de subvenciones públicas pensamos en las que recibe la agricultura como dispendio discutible de nuestra economía. No tenemos la misma consideración con las subvenciones a la cultura, al acceso a la vivienda, ante empresas en dificultad y, por supuesto, no nos rasgamos las vestiduras cuando desde la catedral del liberalismo se anuncia la inyección de cientos de miles de millones de dólares para salvar el sistema bancario. En otras palabras, nadie pone en cuestión la intervención pública ante determinados desajustes o disfunciones que no resuelve el libre mercado. Por tanto, la discusión acerca del soporte público no es un tema de conceptos sagrados sino de objetivos concretos para lograr un ajuste o cubrir unas necesidades que no serían satisfechas de otro modo.
LLEGADOS a este punto debemos preguntarnos cuál es el sentido de las subvenciones agrícolas. Sería un argumento muy débil sostener que es la influencia de una minoría de apenas un 5% de la población europea quien impone ayudas que debe pagar el conjunto de la sociedad. Busquemos otras razones y para ello el mejor camino es situarnos en los orígenes. El Tratado de Roma, en 1957, declara como objetivos de la Política Agrícola Común el incremento de la productividad agraria, garantizar la seguridad de abastecimientos a precios razonables a los consumidores, estabilizar los mercados y garantizar un nivel de vida adecuado a la población agraria. Es decir, las subvenciones a la agricultura nacen básicamente para garantizar el abastecimiento alimentario y evitar fluctuaciones erráticas de precios. El agricultor simplemente juega el papel de agente necesario para que los objetivos propuestos puedan alcanzarse.
Sin regulación de los mercados agrícolas, el escenario más probable es el de acentuación de precios altos e inestables. Las claves del problema son la inflación y la carestía alimentaria. La agricultura trabaja con activos biológicos perecederos y sometidos a severas fragilidades, a partir de múltiples condicionantes climáticos y sanitarios, que distorsionan la oferta de unos productos imprescindibles, es decir, de los alimentos. Nos habíamos olvidado de ello –gracias a las subvenciones agrícolas y otras medidas reguladoras–, pero la reciente crisis de precios de los alimentos nos ha permitido recuperar la memoria. Que en el Tercer Mundo pasaban hambre, ya lo sabíamos; que en Europa podía haber dificultades de suministro o una inflación galopante a partir de algo tan simple como los cereales, ni nos lo habíamos planteado. Recordemos las palabras de Kenneth Galbraith defendiendo en 1975 la intervención pública: “Sobre todo en los casos de la energía y la alimentación, las circunstancias marcan el ritmo, como siempre, a los ideológicamente reacios”.
Sin embargo, es cierto que desde el origen de las subvenciones a la agricultura hasta hoy han sucedido muchas cosas. Por una parte, el desarrollo tecnológico ha permitido multiplicar los rendimientos, combatir eficazmente parásitos y enfermedades, mejorar la tecnología de transformación y conservación de los alimentos y, en general, reducir significativamente los riesgos productivos y, con ello, las variaciones erráticas de oferta. Por otra parte, la globalización de los mercados agrarios ha reducido la dependencia de los mercados locales. En general, hemos reducido incertidumbres sobre un activo estratégico como es la alimentación, aunque las tensiones procedentes del nuevo escenario mundial vuelven a poner encima de la mesa la importancia de estabilizar este sector. Frente a los costes de unos mercados alimentarios enloquecidos, debemos anteponer el menor coste de las medidas reguladoras para evitarlos. En este sentido, quizá habrá que focalizar mejor las ayudas –como herramienta para amortiguar desequilibrios– hacia los centros de tensión, hacia el corazón de los mercados.
A SU VEZ, han ganado fuerza las argumentaciones sanitarias, medioambientales y de equilibrio territorial. En este apartado, el agricultor presta un conjunto de servicios tangibles e intangibles. Lógicamente, mantener estos servicios requiere costearlos, ya sea como pago directo o a través de subvenciones públicas. ¿Tiene sentido exigir bienestar animal, trazabilidad de los alimentos, crecientes garantías sanitarias y medioambientales sin afrontar los sobrecostes derivados de ello? ¿Cuánto vale la libertad de caminar, correr, hacer deporte, buscar setas por el bosque abierto pero privado? ¿Cuánto vale el papel que juegan los agricultores en defensa del bosque y en la lucha contra los incendios? ¿Cuánto vale sostener determinado paisaje como patrimonio cultural, lúdico y atractivo turístico? Algunos de estos servicios podrían hacerse con un ejército de funcionarios, pero a un coste muy superior.
Es posible que algunas subvenciones deban revisarse para ajustarlas mejor a los objetivos que pretenden conseguir, pero, al margen de la cuantía o concreción de determinadas ayudas, estas subvenciones no son más que ayudas al consumidor, al ciudadano en general, y pago necesario por unos servicios que realmente recibimos. La incomprensión de estas ayudas quizá provenga del distanciamiento cultural entre el mundo rural y el urbano, algo que también debería mejorarse.
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