Por Walter Laqueur, director del Instituto de Estudios Estratégicos de Washington. Traducción: Juan Gabriel López Guix (LA VANGUARDIA, 05/10/08):
La expresión guerra fría tiene poco L más de sesenta años. En 1947, el célebre periodista estadounidense Walter Lippmann publicó un libro con ese título y en el plazo de apenas varios meses aparecieron otros que utilizaron la expresión. La guerra fría quedó enterrada con la descomposición de la Unión Soviética. Durante los últimos quince años, casi las únicas personas interesadas en la guerra fría han sido los historiadores que intentaban encontrar en los archivos abiertos al público quién la había iniciado, quién fue el principal responsable de su continuación, si podía haberse impedido, si podía haber acabado antes y otras cuestiones similares de gran interés, sobre todo para los historiadores.
Sin embargo, ahora, en octubre del 2008, nos encontramos ante una recaída. El presidente Medvedev ha dicho que “no queremos una guerra fría, pero no le tenemos miedo”; y algunos dirigentes y medios de comunicación occidentales han hablado de la necesidad de averiguar las verdaderas intenciones de Rusia: ¿desea defender unos intereses legítimos o restablecer su antiguo imperio?
Plantear la cuestión en estos términos no resulta demasiado útil. Rusia tiene intereses legítimos, por supuesto; pero, por desgracia, lo que considera su derecho podría ser considerado una amenaza por sus vecinos. Un ejemplo: según las leyes aprobadas por la Duma, el Estado ruso (y sus fuerzas armadas) no sólo tiene el derecho sino también el deber de proteger la vida y los intereses rusos en el exterior del país. Este ha sido el argumento usado para justificar la invasión de Osetia del Sur.
La diáspora rusa tiene unos 20 o 30 millones de personas, aunque la mayoría no dispone de pasaporte ruso. Entre un 25 y un 28% de los habitantes de Letonia y Estonia se consideran rusos étnicos y hablan ruso; lo mismo ocurre con el 18% de Ucrania. Y también con un 30% de la población de Kazajistán, si bien son cada vez más los que abandonan ese país.
Nadie negará que los gobiernos tienen el deber de proteger a sus nacionales dondequiera que se encuentren, pero ¿implica eso el derecho de enviar tanques?
Medvedev y Putin han afirmado en diversas ocasiones que Rusia se opondrá a los intentos de verse rodeada y que tiene “intereses privilegiados” en los países limítrofes.
¿Qué significa eso? Que esos países no tienen derecho a actuar contra los intereses de su vecino más grande y poderoso. El que los países pequeños deban ceder a los deseos de las grandes potencias situadas en su vecindad es un hecho conocido desde tiempos inmemoriales. La pregunta decisiva es: ¿hasta dónde llegan esos “intereses privilegiados”? Y es aquí donde surgen los temores de la aparición de una nueva guerra fría.
Con todo, mi convicción es que esos temores son exagerados, al menos por el momento. La guerra fría se vio impulsada en gran medida por factores ideológicos; pero ahora el comunismo está muerto, y la ideología ya no es un factor. Se trata mucho más de un conflicto entre las ambiciones de las grandes potencias, al igual que antes de la Primera Guerra Mundial. Por supuesto, las cosas no seguirán igual en el futuro; habrá tensiones y crisis (quizá la siguiente a propósito de Ucrania), pero un enfrentamiento militar parece todavía muy improbable.
Los ánimos se calmarán; Estados Unidos sigue aún preocupado por Iraq y Afganistán y no desea abrir otro frente. Europa está confundida; desea tener buenas relaciones con Rusia, pero los acontecimientos recientes han supuesto una conmoción, y la mayoría de los países aumentará ahora su gasto en defensa e intentará reducir su dependencia del petróleo y el gas rusos. Quizá se acerquen incluso un poco más a una política exterior, de defensa y energía común, cuya ausencia ha supuesto la mayor debilidad europea.
En cuanto a Rusia, a pesar de todo su entusiasmo patriótico por la victoria sobre Georgia, no posee la suficiente fuerza económica y militar para sostener un enfrentamiento total. Tendrá que pagar un precio por lo sucedido en el Cáucaso. Hasta cierto punto, ya está ocurriendo: a pesar de su petróleo, Rusia necesita con desesperación inversiones extranjeras. Sin embargo, los inversores extranjeros no aparecen; más bien, intentan escapar del país.
¿Qué puede hacer Occidente para desactivar el conflicto? Pueden darse algunos pequeños pasos. Los países bálticos, por ejemplo, podrían tratar con un poco más de liberalidad a sus minorías rusas. Sin embargo, modificar las opiniones y los miedos rusos puede costar mucho. Los dirigentes rusos y muchos de sus ciudadanos creen que Occidente, con sus AVALLONE diabólicas intrigas, no sólo causó la caída de la Unión Soviética (el mayor desastre del siglo XX, en palabras de Putin), sino que además siempre ha estado dispuesto a perjudicar a su país.
Esta creencia es anterior al comunismo; la encontramos en Dostoyevsky y en muchos pensadores eslavófilos del siglo XIX. ¿Cómo erradicarla? Nadie ha encontrado todavía una fórmula para hacerlo. No obstante, no se trata de un caso más o menos inocuo de manía persecutoria: imposibilita a Rusia comprender los verdaderos peligros a los que debe hacer frente dentro y fuera de sus fronteras.
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