Por José Luis Feito, economista (EL PAÍS, 01/10/08):
La colosal crisis financiera actual, al igual que sucedió en otras anteriores de similar magnitud, ha propulsado las diatribas contra el libre mercado en el ámbito del sistema financiero y por derivación en el conjunto de la economía. Airadas voces críticas señalan una amplia gama de males inherentes al capitalismo liberal que van desde la codicia de los financieros hasta la ausente o insuficiente regulación de sus actividades como las causas de dicha crisis.
Los partidarios del libre mercado, por su parte, recuerdan que en el sistema financiero capitalista no impera el libre mercado sino que existe una profusa intervención por parte de los Bancos Centrales y de otras agencias regulatorias. Culpan de la crisis, sobre todo, a la política de tipos de interés nominales y reales extraordinariamente bajos seguida por la Reserva Federal estadounidense bajo el mandato del extrañamente venerado, y santificado antes de tiempo, gobernador Greenspan. También señalan otras intervenciones públicas que han contribuido a canalizar la torrencial riada de liquidez creada por la Reserva Federal hacia el sector de la vivienda. Entre ellas, la existencia de dos criaturas del Estado, Fannie Mae y Freddie Mac, con el mandato de “facilitar el acceso de la vivienda a todos los ciudadanos” y la garantía del Tesoro para pedir prestado y consecuentemente conceder préstamos hipotecarios por debajo de los tipos de interés de mercado. Los reguladores financieros, por otro lado, alentaron o toleraron la creación de vastas bolsas de activos crediticios fuera del balance de las entidades de depósito, así como descomunales ratios de apalancamiento de los bancos de inversión. Por último, la regulación bancaria y bursátil es también responsable de potenciar el injustificado y peligroso oligopolio de las agencias de rating, cuyo comportamiento ha exacerbado el comportamiento maniaco-depresivo de los mercados financieros.
A pesar de las posiciones frontalmente opuestas sobre las causas de la crisis entre los adversarios y partidarios del mercado, a la hora de considerar las posibles soluciones se forman dos bandos que integran a miembros de ambos grupos. Para unos se debe aplicar el principio de “quien la hace la paga” dejando quebrar a tantas entidades financieras como ello implique. Para otros, el Estado debe intervenir tan masivamente como sea necesario para evitar la desintegración del sistema financiero y, con él, de buena parte del sector real de la economía. ¿Quién tiene razón?
Ante todo conviene despachar la explicación, tan popular y populista, de la codicia como causa de la crisis. La codicia es un atributo de la naturaleza humana presente tanto en el auge como en la crisis y en los periodos de estabilidad económica. Las crisis no las causan súbitos arrebatos de codicia sino el haz de incentivos que dirige el interés propio de los individuos hacia comportamientos agregados que terminan siendo perjudiciales para su bienestar. En este sentido, para mí está fuera de toda duda que no existiría hoy una crisis financiera de tal magnitud si la Reserva Federal no hubiera mantenido los tipos de interés reales tan bajos durante tanto tiempo. Los graves errores de la política monetaria norteamericana constituyen la condición necesaria y suficiente de esta crisis, errores muy similares por cierto a los cometidos en los años anteriores a la Gran Depresión. Ahora bien, la existencia de la Reserva Federal y de los Bancos Centrales en general se asienta en un fallo de mercado: la incapacidad de la iniciativa privada en el ámbito financiero para hacer frente a una crisis de confianza sistémica en el dinero fiduciario como medio de pago. En el mercado de zapatos se puede y se debe dejar quebrar cuantas empresas no generen beneficios de forma que sus clientes, así como sus empleados y otros recursos productivos, se dirijan a quienes puedan gestionarlos más eficientemente. En el sistema financiero, cuando la quiebra no se limita a alguna gran entidad o a varias de tamaño marginal, los clientes no se van a otros bancos sino que van huyendo en cadena de todos los bancos buscando efectivo o deuda pública. Los propios bancos que van sobreviviendo huyen también unos de otros y todo ello reduce drásticamente sus recursos prestables y termina interrumpiendo la financiación del sector privado. Con la quiebra del sistema bancario no pagan sólo los accionistas, empleados y depositantes de las entidades ineficientes, sino también los de todas las demás entidades bancarias y últimamente de otras empresas de la economía.
Así pues, la causa primaria de la crisis es la actuación errónea del Estado en el sistema financiero, pero dicho sistema no podría funcionar sin la presencia del Estado. Si la justificación de la presencia del Estado en el sistema financiero es la incapacidad del sector privado para hacer frente a crisis sistémicas de confianza entonces no tiene sentido lamentar sus intervenciones para resolver dichas crisis, aunque éstas sean causadas por los errores del Estado. Se pueden criticar las políticas del Banco Central que han conducido a la crisis. Sin embargo, una vez que la crisis se ha producido y se corre el peligro de colapso inminente del mecanismo de pagos y créditos hay que aceptar y animar las ineludibles intervenciones estatales para resolverla.
Los que se oponen a estas intervenciones aducen el riesgo moral o el coste de las mismas para los contribuyentes. Los argumentos esgrimidos de riesgo moral, la idea de que las intervenciones que pueden salvar el sistema hoy pueden llevar a mayores desastres mañana, son defectuosos teóricamente y en todo caso son inaplicables en situaciones de crisis sistémica. La existencia de riesgo moral exige que el individuo o la entidad salvada de su mal comportamiento hoy sea la misma que mañana actuará aún peor por los incentivos a su mal comportamiento. Sin embargo, la intervención no salva ni a los gestores ni a los accionistas de los bancos ineficientes cuya desaparición se haya podido evitar. Los gestores habitualmente son despedidos antes o después de la intervención y el quebranto sufrido por los accionistas de los bancos salvados es enorme. Además, es ingenuo pensar que permitir un mayor número de quiebras hoy impedirá el día de mañana que las entidades entonces existentes cometan excesos similares si la política monetaria les alienta a ello. En fin, es como decir que no se quiere curar a quien ha tenido un accidente de moto por exceso de velocidad a fin de que su hijo en el futuro no vuelva a correr aún más velozmente que él. En la crisis de 1929 las autoridades actuaron como si estuvieran guiadas por esta idea de impedir el riesgo moral y el resultado fue el que todos conocemos. Cuando Roosevelt creó un fondo de rescate en 1933 quedaba ya poco que rescatar y la confianza y capacidad de prestar había desaparecido del sistema. Otro tanto se puede decir del objetivo de minimizar el coste para los contribuyentes. En 1929 y en 1930 el coste fiscal fue mínimo, pero el paro superó el 25% y la renta per cápita descendió en cuatro años más de un 30% respecto al nivel anterior a la crisis.
El debate interesante que va a suscitar esta crisis, el debate de cuya resolución dependerá la magnitud de las nuevas crisis en el futuro, no reside en el sistema regulatorio al que tanta atención se le está prestando en la actualidad. El debate crucial es cuál debe ser la política monetaria óptima que ha de seguir un Banco Central. En este debate, estoy convencido que se recuperarán alguna de las ideas que defendía Hayek en sus disputas con Keynes y sus seguidores en el periodo de entreguerras. En particular, la idea según la cual una política monetaria dirigida únicamente a controlar la inflación no será capaz de estabilizar el ciclo económico. Para conseguir suavizar las oscilaciones económicas e impedir que desemboquen en crisis agudas es imprescindible que el Banco Central controle la evolución del crédito, aunque ello exija a veces la coexistencia de tipos de interés elevados y bajos o muy bajos ritmos de inflación.
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