Por Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra (EL PAÍS, 01/10/08):
Una cosa es separar la Iglesia del Estado y otra muy distinta nacionalizar la religión misma. Lo primero está bien, pero lo segundo es una simpleza que además nunca acaba de funcionar medianamente. Ni los franceses, maestros en escatología laica, han conseguido, tras más de dos siglos de esfuerzo sostenido, poco más que alzar el telón a la posteridad como sucedáneo de la eternidad.
Y es que, a ojos de una comunidad de creyentes sinceros, el poder terrenal es inane ante el celestial precisamente cuando persigue apropiarse de este último, algo que, por definición de religión, no puede lograr de ninguna manera: el Estado puede tratar de ayudarnos a vivir más y mejor, pero no puede competir con quien nos promete el cielo. Al respecto, debería hacerse a un lado para dejar a las religiones su lugar, con cuidado de no molestar a quien recita, sincero, su credo, pero con precaución por si acaso en tal o cual comunión religiosa hay quien alberga malas intenciones contra su prójimo.
No suele ser el caso, pues aunque las religiones tienen sus reglas propias que nunca o casi nunca son de origen estatal, desde siempre, los poderes públicos han tratado de controlar o, al menos, de contener el fenómeno religioso, que originariamente les es ajeno.
Es cierto que el intento seudosecularizador y moderno de nacionalizar la religión no es del todo vano, pero únicamente en lo que tiene de reducción de su ámbito de influencia no estatal en la vida civil. O militar: poco más de un siglo después de su gran Revolución, Francia abordó la locura de la Primera Guerra Mundial con un capellán castrense por cada 40.000 soldados frente a Estados Unidos, que en la misma época, preveía uno por cada 1.000 (Michael Burleigh, Earthly Powers, HarperCollins, 2005, página 455). El hiato, así, entre el laicismo galo y la religiosidad americana viene de antiguo. Sin embargo, como religión política, el laicismo republicano francés queda en decorado insincero y, desde sus orígenes, a finales del siglo XVIII, ha tenido un aire kitsch que fuerza el semblante grave más que lo favorece. Su tabla de salvación es el nacionalismo, no su componente laica; la memorable Marsellesa, no el matrimonio civil; la Torre Eiffel, no el Panthéon.
Lo mismo que ocurre con la religión sucede con el deporte y con la lengua: en los tres casos, nos movemos en un mundo de reglas no creadas por ningún Estado, que éstos intentan nacionalizar con mejor o peor fortuna. Y también en los tres ámbitos, la comunidad emocional es mucho más sencilla de conseguir que la intelectual y la productiva.
Por ello es comprensible que los Estados caigan en la tentación de afanarse por hacerse antes con los corazones de las gentes que con sus cerebros. A su coste: el hijo de un médico católico francés aficionado al Paris Saint-Germain, hablará francés a los dos años; abrazará los colores del equipo paterno a los siete y a los catorce empezará a preguntarse por la religión. Pero la condición de médico, puramente intelectual, no la heredará, sino que deberá ganársela a pulso en buenas escuelas.
Así, los políticos pueden pugnar más por hacerse con el control de la lengua, del adoctrinamiento de los niños y de las selecciones nacionales que por la enseñanza de las profesiones y oficios, de la ciencia y tecnología. Y por esto, también, mi primera y fundamental oposición al Estado como poder terrenal es que persigue alcanzar la cohesión y el éxito por el camino más fácil: es, efectivamente, más sencillo predicar que dar trigo.
Sin embargo, las religiones están para quedarse, pues en todo el mundo y en todos los tiempos, creyentes y laicos han respetado, nada más verla, la entrega absoluta de un religioso a la comunidad. El éxito renovado de los movimientos religiosos incluso de los que amparan las mayores violencias -como Hamás en la Franja de Gaza o Hizbolá en el Líbano, que no sé yo si odian más a los israelíes que a sus propios conciudadanos-, se explica porque incluyen redes efectivas de atención y ayuda a los más desposeídos.
A años luz de lo anterior y en un entorno democrático y cordial, la mayoría de los españoles criticamos la aspereza doctrinal de la Iglesia Católica, pero muy pocos osarían censurar la generosidad abrumadora de Cáritas Diocesana o de mis amigas de la Obra Social de Santa Luisa de Marillac, acogedora de los sin techo de mi ciudad, pobres entre los pobres.
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