Por J. Antón Mellón, catedrático de Ciencia Política de la UB (EL PERIÓDICO, 02/10/08):
El pasado 8 de septiembre Italia festejó el 65° aniversario del inicio de la resistencia a la ocupación nazi en 1943. Durante dos años la resistencia italiana luchó contra las tropas alemanas y contra los fascistas italianos reorganizados en la efímera República Social Italiana o República de Saló (1943-1945) en el norte de la península. Fue una guerra civil despiadada en la que no se hicieron prisioneros. Fue una lucha a muerte, porque las concepciones clave del fascismo no pueden convivir con las concepciones clave de la democracia.
La derrota militar del fascismo clásico (1919-1945) a manos de las tropas aliadas y la actuación de la resistencia en los países ocupados supusieron la marginación política de las ideas fascistas. Así, las constituciones europeas posteriores a esa fecha –como la italiana o la alemana– fueron redactadas con criterios radicalmente democráticos y, por tanto, radicalmente antifascistas. Sin embargo, ¿qué pasó con las ideas fascistas? Fueron demonizadas culturalmente y penalizadas jurídicamente, pero subsistieron en la cabeza de los creyentes a la espera de tiempos mejores. Los creyentes son siempre el grupo más fanático dentro del conglomerado de militantes que conviven en todos los partidos políticos que alcanzan el poder, junto con los simpatizantes y los oportunistas.
PARECE QUE en Italia esos nuevos tiempos ya han llegado con Silvio Berlusconi. Ya en su primera etapa al frente del Gobierno italiano, a finales de los años 90, Berlusconi declaró que tan muerto estaba el fascismo como el antifascismo, que todo eso eran etapas del pasado y que con él se inauguraba una nueva era. En el momento actual, como en los anteriores, Berlusconi está gobernando aliado con una formación neopopulista y xenófoba, la Liga Norte (LN) de Bossi, y un partido posfascista (el antiguo MSI, formado por exmilitantes fascistas de Saló), Alianza Nacional (AN), liderado por Fini. Recordemos aquel refrán tan sabio que afirma: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.
¿Por qué le molesta a Berlusconi el antifascismo? Simplemente, porque es un empresario ultraconservador que está acostumbrado en sus negocios a que su voluntad sea omnímoda y que quiere gobernar Italia como si fuera una de sus empresas, someter al poder judicial a su voluntad y que la prensa crítica con sus actos sea minoritaria. La cultura antifascista le molesta porque él cree, por ejemplo, que las desigualdades humanas son socialmente útiles y que los listos/guapos deben mandar, y los tontos/feos, obedecer.
MIENTRAS TANTO su ministro de Defensa, Ignazio La Russa (AN), durante los actos de celebración del 65° aniversario de la lucha partisana contra los nazis, afirmó, con gran consternación del presidente de la República, Giorgio Napolitano, y de gran parte de los asistentes, que las milicias fascistas que lucharon con la República de Saló contra las tropas aliadas y contra los partisanos “creyeron que defendían a su patria, y merecen, por tanto, nuestro respeto”. Unos días antes, su compañero de partido y alcalde de Roma, Alemanno, durante una visita a Israel, afirmó, provocadoramente, que “el fascismo no fue el mal absoluto, porque en él se alistó mucha gente de buena fe”.
Por su parte, los otros socios de Gobierno, pertenecientes a la LN, promueven políticas de seguridad que pasan por criminalizar jurídica y policialmente a minorías étnicas o a grupos sociales de forma colectiva. Determinadas ideas políticas conducen, necesariamente, a determinados comportamientos políticos. En Austria, por ejemplo, la inmigración es uno de los factores que explican el ascenso de la derecha radical austriaca en las recientes elecciones.
La necesaria respuesta a la divulgación de estos criterios revisionistas sobre el fascismo debe plantearse en términos de explicar al conjunto de la sociedad qué fue/es el fascismo y qué fue/es el antifascismo. Esta tarea es indispensable para potenciar los valores democráticos. Una sociedad democrática no puede subsistir sin demócratas.
Las ideas fuerza fascistas y democráticas son antitéticas, y sus visiones del mundo, del hombre y de la naturaleza, opuestas. Los demócratas creen que todos los hombres nacen libres e iguales, y por ello opinan que la única fuente de legitimidad del poder es el libre consentimiento de los gobernados, mientras que los fascistas creen que todos los hombres nacen esclavos y solo un pequeño grupo de hombres selectos, que lo demuestran por sus actos, llegan a ser libres y, por ello, deben mandar, carismáticamente, y el resto, obedecer. “Creer, obedecer, combatir”: este fue uno de los lemas más repetidos en la Italia de Mussolini. Desde una óptica socialdarwinista, opinaban que la guerra era la higiene del mundo y que el combate demostraba quién tenía o no razón en el tribunal de la Historia. Su concepción del hombre era que los seres humanos masculinos, si querían estar en armonía con las inexorables leyes de la naturaleza, debían autorreconocerse como agresivos, desiguales, jerarquizados y territorializados.
TODAS ESTAS ideas ya sabemos a qué condujeron: al mundo en guerra entre 1939 y 1945. Por eso es imprescindible que las combatamos allá donde pervivan o resuciten y que no enterremos al antifascismo, como les gustaría a todas las subfamilias de la derecha radical. Sencillamente, por aquello que afirmaba Martin Luther King: “Mucho más que los malvados griten, me preocupa que la gente bondadosa calle”.
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