lunes, octubre 06, 2008

Tiburones en formol

Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 05/10/08):

El más prominente de los llamados Young British Artists, Damien Hirst (ya no tan joven pues tiene 43 años), subastó hace algunos días en Sotheby’s, en Londres, 223 obras suyas y la subasta le deparó, en un par de días, 198 millones de dólares, la más alta cifra alcanzada en un remate consagrado a un artista único. El acto fue precedido por un gran fuego de artificio publicitario, pues era la primera vez que un pintor vivo ofrecía sus obras al público a través de una casa de subastas para librarse de pagar las comisiones que cobran las galerías y los marchands. Y fue seguido por otro torneo no menos ruidoso de sensacionalismo mediático cuando se reveló que varios amigos de Hirst, entre ellos su galerista neoyorquino, habían participado en la puja para inflar los precios de los cuadros.

Más interesante que esta noticia, y que, por ejemplo, saber que gracias a su exitosa subasta Damien Hirst ha inyectado un buen puñado de millones a su fortuna personal, calculada en unos 1.000 millones de dólares, es el hecho de que, a raíz del remate de Sotheby’s, muchos críticos que habían contribuido con sus elogios desmedidos a cimentar el prestigio de Hirst como uno de los más audaces artistas modernos comienzan ahora a preguntarse si el ex delincuente juvenil y exhibicionista impenitente -cuando yo vivía en Londres hizo mucha alharaca que posara ante la prensa con un cigarrillo colgado en el pene- tiene en verdad algún talento o es solamente un embaucador de formidable vuelo.

La más severa descarga contra él procede de Robert Hughes, uno de los raros críticos contemporáneos que, hay que recordarlo, en sus columnas de arte de Time Magazine no participó nunca del papanatismo de sus colegas que convirtió a Hirst en un icono del arte moderno. Hughes, indignado con lo ocurrido, describe así la subasta de Sotheby’s: “Lo único especial en este episodio es la total desproporción entre los precios alcanzados y su talento real. Hirst es básicamente un pirata y su destreza consiste en haber conseguido engañar a tanta gente en el mundo del arte, desde funcionarios de museo como Nicholas Serota, de la Tate Gallery, hasta millonarios neoyorquinos del negocio de inmuebles, haciéndoles creer que es un artista original y que son importantes sus ‘ideas’. Su único mérito artístico es su capacidad manipuladora” (la traducción es mía). Hughes se burla con ferocidad de las interpretaciones seudo religiosas y seudo filosóficas que han dado los críticos a los animales preservados en formol en recipientes de vidrio, como el célebre tiburón por el que un especulador de Wall Street, Steve Cohen, pagó 12 millones de dólares, creyendo por lo visto que el adefesio que compró es algo así como una hipóstasis artística de la violencia y la vida. Hughes recuerda que, en su Australia natal, él ha visto muchos tiburones, “una de las más bellas criaturas de la creación”, y que toda aquella palabrería teórica para ensalzar un mamarracho al que el esnobismo imperante en el mundo del arte valoriza en semejante astronómica suma de dinero, es una “descarada obscenidad”. Y afirma que, otra de las bullangueras realizaciones de Hirst, su famosa calavera incrustada de diamantes, dice menos sobre la muerte y la religión que los esqueletos de azúcar y de mazapán que se fabrican por millares en los mercados de México en el día de los muertos.

Hirst fue lanzado al estrellato como artista por un afortunado publicista británico, Charles Saatchi, que, en los años noventa, se inventó a los Young British Artists -entre ellos, además de Hirst, Chris Ofili, Jack y Dinos Chapman y Mat Collishaw-, quienes supuestamente estaban renovando de manera raigal la pintura y la escultura modernas con una imaginación desalada e irreverente y con técnicas novísimas. La campaña de Saatchi tuvo éxito total, críticos y galerías se sumaron a ella y en muy poco tiempo ese grupo de ilusionistas plásticos había alcanzado la celebridad y precios elevadísimos para sus obras. Llegaron incluso a la tradicional Royal Academy que, en 1997, les abrió las puertas con una exposición dedicada a todo el grupo. Yo fui a verla y, ante lo que me pareció una payasada de mal gusto, dejé testimonio de mi decepción en un artículo, Caca de elefante, que me mereció algunas protestas.

La verdad es que no hay que sorprenderse de lo ocurrido con Hirst y su operación especulativa en Sotheby’s. El arte moderno es un gran carnaval en el que todo anda revuelto, el talento y la pillería, lo genuino y lo falso, los creadores y los payasos. Y -esto es lo más grave- no hay manera de discriminar, de separar la escoria vil del puro metal. Porque todos los patrones tradicionales, los cánones o tablas de valores que existían a partir de ciertos consensos estéticos, han ido siendo derribados por una beligerante vanguardia que, a la postre, ha sustituido aquello que consideraba añoso, académico, conformista, retrógrado y burgués por una amalgama confusa donde los extremos se equivalen: todo vale y nada vale. Y, precisamente porque no hay ya denominadores comunes estéticos que permitan distinguir lo bello de lo feo, lo audaz de lo trillado, el producto auténtico del postizo, el éxito de un artista ya no dependa de sus propios méritos artísticos sino de factores tan ajenos al arte como sus aptitudes histriónicas y los escándalos y espectáculos que sea capaz de generar o de las manipulaciones mafiosas de galeristas, coleccionistas y marchands y la ingenuidad de un público extraviado y sometido.

Yo estoy convencido de que las mariposas muertas, los frascos farmacéuticos y los animales disecados de Hirst no tienen nada que ver con el arte, la belleza, la inteligencia, ni siquiera con la destreza artesanal -entre otras cosas porque él ni siquiera trabaja esas obras que fabrican los 120 artesanos que, según leo en su biografía, trabajan en su taller- pero no tengo manera alguna de demostrarlo. Como tampoco podría ninguno de sus admiradores probar que sus obras son originales, profundas y portadoras de emociones estéticas. Como hemos renunciado a los cánones y a las tablas de valores en el dominio del arte, en éste no hay otro criterio vigente que el de los precios de las obras de arte en el mercado, un mercado, digamos de inmediato, susceptible de ser manipulado, inflando y desinflando a un artista, en función de los intereses invertidos en él. Ese proceso explica que uno de esos productos ridículos que salen de los talleres de Damien Hirst llegue a valorizarse en 12 millones de dólares. ¿Pero, es menos disparatado que se pague 33 millones de dólares por una pintura de Lucian Freud y 86 millones por un tríptico de Francis Bacon, por más que en este caso se trate de genuinos creadores, como hizo el millonario ruso Roman Abramovich en una subasta en Nueva York el pasado mayo?

El otro criterio para juzgar al arte de nuestros días es el del puro subjetivismo, el derecho que tiene cada cual de decidir, por sí mismo, de acuerdo a sus gustos y disgustos, si aquel cuadro, escultura o instalación es magnífica, buena, regular, mala o malísima. Desde mi punto de vista, la única forma de salir de la behetría en la que nos hemos metido por nuestra generosa disposición a alentar la demolición de todas las certidumbres y valores estéticos por las vanguardias de los últimos ochenta años, es propagar aquel subjetivismo y exhortar al público que todavía no ha renunciado a ver arte moderno a emanciparse de la frivolidad y la tolerancia con las fraudulentas operaciones que imponen valores y falsos valores por igual, tratando de juzgar por cuenta propia, en contra de las modas y consignas, y afirmando que un cuadro, una exposición, un artista, le gusta o no le gusta, pero de verdad, no porque haya oído y leído que deba ser así. De esta manera, tal vez, poco a poco, apoyado y asesorado por los críticos y artistas que se atreven a rebelarse contra las bravatas y desplantes que la civilización del espectáculo exige a sus ídolos, vuelva a surgir un esquema de valores que permita al público, como antaño, discernir, desde la autenticidad de lo sentido y vivido, lo que es el arte verdaderamente creativo de nuestro tiempo y lo que no es más que simulacro o mojiganga.

Será un largo proceso, y por eso sería conveniente que comenzara cuanto antes, porque el arte tiene una función central que cumplir dentro de la cultura de una época, es un centro neurálgico de la vida espiritual de una comunidad, una fuente de solaz y de goce, de enseñanzas para depurar las imperfecciones de que está hecha la rutina cotidiana y un guía que constantemente señala unas formas ideales de ser, de amar, de vivir y hasta de morir. Por eso el arte no puede quedar secuestrado por unas minorías insignificantes de pitonisas, bufones y negociantes, cortado casi totalmente de ese barro nutricio que es la colectividad, de la que todo gran arte ha extraído siempre su energía y su materia prima a la vez que a ella devolvía unas formas y unos modelos que ennoblecían sus deseos y sus sueños. Sólo si el arte recupera su libertad y se emancipa de esos grupúsculos de esnobs, frívolos y especuladores entre los que ha quedado confinado, nos libraremos de los Damien Hirst.

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