Por Ferrán Requejo, catedrático de ciencia política en la UPF y autor de Las democracias, Ariel 2008 (LA VANGUARDIA, 27/11/08):
A los sistemas educativos se les suelen exigir muchas cosas a la vez. Por una parte, se les exige la transmisión eficiente de conocimientos y de técnicas de análisis e investigación a las nuevas generaciones. Por otra parte, suele también demandárseles la formación de ciudadanos imbuidos e interesados por “la cultura”, a la vez que dotados de “espíritu crítico”.
Parece claro que las esperanzas depositadas en los sistemas educativos suelen ser exageradas. Ello no es algo nuevo. En los tiempos de la Grecia clásica, Tucídides, Aristóteles o Isócrates ya señalaban a la educación como una de las fuentes potenciales de solución en el momento de corregir los problemas que arrastraban las sociedades de su tiempo.
El plan actual de reforma de la educación superior, conocido como modelo Bolonia, plantea aspectos interesantes: una mayor movilidad de los estudiantes, el fomento del aprendizaje de lenguas, un mayor contacto con el mundo profesional, una mayor importancia del trabajo del estudiante, etcétera. Se trata de una oportunidad para corregir aspectos deficientes del sistema universitario actual. Pero es un modelo que también presenta riesgos. De no controlarse, puede que haya un flagrante contraste entre los objetivos propuestos y los resultados finalmente alcanzados. Uno de los riesgos es que se establezca un modelo uniformista que, de no modularse según el contexto y el tipo de estudios que impartir, puede deslizarse hacia preparaciones académicas deficientes.
Otro riesgo de la reforma boloñesa está asociado a que los estudios se destinen básicamente a ofrecer conocimientos para el desempeño profesional de los estudiantes. Ello parece estar basado en una visión muy estrecha sobre el papel de las universidades en la sociedad. Manejarse bien en la mayoría de puestos de trabajo requiere una habituación práctica de unas pocas semanas. En cambio, los antiguos estudiantes con los que uno se encuentra suelen señalar con añoranza no haber aprovechado mejor el mundo de la teoría cuando pasaron por la universidad. Cuando se está fuera de esta, resulta mucho más difícil adquirir estas habilidades.
Los programas de máster pretenden solventar algo la cuestión, pero con el modelo adoptado en España de efectuarlos en un solo curso académico - en contra de la posición de las universidades catalanas-las posibilidades son más bien limitadas.
Por otra parte, la reforma puede incidir en una serie de prejuicios académicos todavía muy arraigados. Por ejemplo, puede ahondar la brecha entre los estudios de ciencias y de humanidades, a pesar de que se sabe que su interrelación resulta conveniente desde los dos lados de la ecuación. Y ello es algo que la universidad puede hacer con solvencia. Raymond Chandler escribió en su diario (1938) que “la verdad del arte impide a la ciencia volverse inhumana, y la verdad de la ciencia impide al arte volverse ridículo”. Pero para ello resulta conveniente tener la lucidez y la decisión de Marlowe, el detective creado por Chandler, en el momento de investigar qué es lo que falla, dónde falla y por qué falla en la oferta actual. En ambos ámbitos debería evitarse que se mantuviera la ignorancia sobre las repercusiones epistemológicas, por ejemplo, de la teoría darwinista o de la física cuántica, incidiendo en las implicaciones que supone la formación evolutiva del cerebro humano (y de la moral), la termodinámica estadística de Boltzmann, o el principio de incertidumbre de Heisenberg.
En las facultades de ciencias se ofrecen a veces enfoques poco críticos con los conocimientos que se transmiten. Estos últimos han representado verdaderas revoluciones teóricas, pero en su transmisión predomina cierto conservadurismo mental, poco atento a señalar, por ejemplo, los puntos débiles de las teorías científicas. Desde el otro lado, muchas veces sigue admitiéndose que una persona “culta” es aquella que se mueve bien en el ámbito de las “humanidades”, alguien con conocimientos de filosofía, literatura, arte, etcétera, aunque sea un auténtico zopenco en cuestiones científicas.
Todo esto no parece corregirlo la reforma actual; de hecho, puede empeorarlo. De entrada, parece faltar claridad en los objetivos que alcanzar, en ver si estos resultan compatibles, y si los medios propuestos son los adecuados. Y la propuesta se ha explicado mal. En todo caso, estamos ante una reforma que debe conllevar mucha flexibilidad y sentido común en su aplicación; una sensibilidad hacia las distintas concreciones según el tipo de estudio y de universidad; una modulación poco uniforme sobre el tipo de actividades que realizar en las aulas - por ejemplo, un exceso de “seminarios prácticos” en los primeros cursos puede ser irracional, cuando no se conocen los conceptos básicos de la disciplina-.Y no se debe ser tímido en el momento de analizar y evaluar lo que se está haciendo, ni en el de rectificar lo que no funciona.
Los problemas complejos casi nunca suelen tener una solución única. Suele decirse que la educación no es un gasto, sino una inversión. Como frase está bien. Pero las inversiones deben producir rendimientos. Especialmente aquellas que se hacen en la esfera pública. En caso de que se implemente un sistema uniforme, centrado en adquirir meras habilidades prácticas, sin romper, por otra parte, las inercias y compartimentos estancos de las disciplinas tradicionales, la reforma hoy en marcha puede suponer un paso atrás y una oportunidad fallida en la promoción de la calidad final del producto ofrecido.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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